Capítulo 22. Rosie

—Esto no funciona ¿verdad? —me musita Silas, estrujándome la mano. Caigo de las nubes en las que estaba.

—¿El qué, nosotros? —digo con rapidez mientras se me encoge el pecho de preocupación.

Sonríe con gentileza y me recorre el antebrazo con la palma de su mano hasta detenerse en mis dedos. Hemos pasado horas sentados delante de The Attic, esperando, mirando. Pero no hemos visto ni a un fenris. Tampoco hemos visto a Scarlett. Sin Scarlett nos falta fuerza, nos falta energía para cazar. Y, en realidad, tampoco he salido de caza buscando fenris; he salido de caza porque espero dar con mi hermana. No dejo de pensar que la encontraremos acechando por las discotecas, que podré abrazarla y rogarle que no se enfade conmigo. Y, por supuesto, ella me escuchará y volveremos a casa y pediremos pollo kungpao, y Silas y yo habremos… ¿terminado?

Silas me estira hacia él y me besa la frente, la nariz, los labios, tan tiernamente que me gustaría fundirme en él a pesar de mis preocupaciones. Acurruco la cabeza en el recoveco de su cuello. No puedo dejar que esto se acabe así, no cuando me hace sentir tan… bien. No puedo ser sólo una cazadora y nada más. No otra vez.

—Quizás el que no hayamos visto ningún lobo es lo mejor que podía pasar —dice Silas, bajando de un salto del muro en el que estábamos sentados. Salto tras él—. Ahora que la manada de los Flechas nos conocen y…

—No. Los fenris actúan más rápido. Si hubieran querido tendernos una trampa, ya lo habrían hecho —respondo mientras entrelazamos nuestras manos y empezamos a caminar de vuelta al apartamento.

—Hablas como tu hermana —dice Silas, con las cejas alzadas. Sonrío. En cierto modo, eso me reconforta.

El yonqui abre la puerta y nos mira mal mientras subimos la escalera. Me he dado cuenta de que sea quien sea el que tiene la llave en la mano, siempre nos detenemos unos segundos antes de abrir la puerta, como si le estuviéramos dando tiempo a Scarlett para materializarse dentro del apartamento. Pero el único que está esta noche tras la puerta es Screwtape, tal como estaba cuando nos hemos ido. Silas se mete en la ducha y yo me tumbo en la cama, aunque sé que al final acabaré con él en el sofá. Ya no puedo dormir sola, y su respiración, su cálido cuerpo, y su convicción de que todo irá bien son las únicas cosas que me permiten descansar, que me preparan para despertar otra mañana sin ella.

Cuando me levanto, Silas ya se ha ido. Ha estado escapándose por las mañanas, intentando encontrar a mi hermana antes de que la muchedumbre invada la ciudad. Ando sin fuerzas hasta el baño para arrojarme agua a la cara. Me planteo cocinar algo para desayunar, pero hace tanto que no voy a comprar que no tenemos nada excepto una lata de salsa de espaguetis. Supongo que debería ir a comprar… Suspiro, cojo la capa, bajo la escalera y salgo por la puerta del edificio.

Ando por la tienda de comestibles medio dormida, tirando las cosas de las estanterías a la cesta. Pan, huevos, pasta… Últimamente no he estado de humor para cocinar. Comida simple, fácil de preparar. Pago sin siquiera hablar con la cajera, que me lanza una mirada un tanto fría debido a mi silencio. Pone la compra en una bolsa, aplastando el pan bajo la caja de los huevos, y yo salgo con lentitud de la tienda. Sin prisa. Para lo que tengo que hacer, que es nada, ya que Silas y yo hemos dejado de buscar al Potencial y no podemos cazar.

Voy columpiando la bolsa de la compra distraídamente de camino a casa, con la capa ondeando contra mis talones. Atajo por el parque; quizá Scarlett ha estado por allí. Mis ojos se entretienen entre las flores variadas plantadas en bonitos parterres. Suspiro. Scarlett o Silas. ¿Tengo que escoger entre ellos? ¿Está ya tomada la decisión? Me meto en la hierba para esquivar a un grupo de corredores que se acercan por el camino.

—¿Señorita? —me llama una voz masculina—. Señorita, tiene que ir con cuidado.

Alzo la vista al darme cuenta de que la voz se dirige a mí. Uno de los corredores se me ha parado delante, con la cara ensombrecida bajo la visera de una gorra de béisbol.

—¿Qué? —le pregunto.

El corredor da un paso hacia mí y le puedo adivinar una sonrisa en su rostro oscurecido.

—Que tiene que ir con cuidado de no pisar fuera del camino, señorita.

—Vaya, lo siento, no lo sabía —le respondo, pero, justo entonces, levanta la mano y se reajusta la gorra. Se me corta la respiración al ver que el sol ilumina en su muñeca un tatuaje. Una flecha.

Con una corona alrededor.

Todo pasa muy deprisa. El alfa me coge de un vuelo la muñeca, tan fuerte que creo que siento romperse el hueso. Busco mis cuchillos, pero no están ahí… ¿Cómo puede ser que los haya dejado en casa, con la de veces que me ha dicho Scarlett que tengo que llevarlos siempre conmigo? Otra mano me agarra del brazo que tenía libre. Giro la cabeza y me doy cuenta de que es uno de los corredores. No, son todos ellos. Me rodean, con los rostros retorciéndose de fiereza y normalizándose otra vez, con los dientes ahora colmillos ahora humanos. Les brillan los ojos de color ocre, y el alfa tira de mí bruscamente contra él. Me agito con violencia para separarme, para apartarlo de mí, para que me deje de tocar, pero no sirve de nada. Son tantos…, más de los que nunca había visto juntos, y se ríen, aúllan, ladran. Intento gritar, pero una mano que está medio cubierta de pelo me tapa la boca. El alfa me levanta en el aire como a una muñeca y me mira, con hambre y odio en los ojos.

Después, alguien me envuelve la cabeza con la capa y la retuerce hasta que casi no puedo respirar. Oigo cómo se rompe el dobladillo; se desprende y las bolsas de la compra caen sobre la hierba. El alfa me sujeta contra él, hundiendo las garras en mi piel. Estamos corriendo —puedo sentir el viento contra mi cuerpo, silbándome en la cabeza— pero lo único que puedo ver es la capa color rojo sangre que me tiene atrapada. Lucho contra el enérgico agarre del alfa, pero él es fuerte —¡Dios, es tan fuerte!— y apenas me puedo mover.

Vuelvo a gritar, pero sé que el sonido se pierde en la velocidad a la que debemos de estar yendo. Escucho los ladridos y los mordiscos al aire de los otros lobos. Estoy segura de que se han transformado, porque de vez en cuando alguno de ellos me muerde las piernas o la cintura, con los colmillos suficientemente largos como para romper la capa superior de mi piel, pero no lo bastante como para causarme heridas serias. Aun así, los cortes me escuecen y me duelen, y me retuerzo al oír cómo aúllan de contento a mis expensas. El respirar del alfa es gutural, casi sexual, y parece que hemos estado corriendo durante una eternidad. Sólo siento que quiero gritar dentro de esta sofocante capa. Pero no lo hago. Soy una cazadora. «Por favor, dejadme volver a ser una cazadora».

Ralentizamos el paso. Escucho con interés, ansiosa por tener alguna pista de dónde estamos. Es algún lugar silencioso, algún lugar donde apenas llega ninguno de los estruendosos ruidos de la ciudad. La manada respira con pesadez, y oigo el crujir de varios fenris volviendo a sus formas humanas. Oscurece; el interior de la capa parece ahora negro. Vuelvo a forcejear y el alfa se ríe y después me sujeta con más fuerza hasta que siento que podría explotar de pánico claustrofobia.

Cuando ya pensaba que me iba a romper las costillas si me estrujaba más fuerte, me suelta. Golpeo contra el suelo y mis codos chocan con el duro cemento. No entra aire en mis pulmones, pero me inclino hacia atrás, tiro de la tela roja con fuerza y me destapo la cara.

Eso no ayuda. Oscuridad. Me encuentro en la más completa oscuridad.

Estoy rodeada de respiraciones profundas. Apesta a basura podrida y a leche agria. Siento pelo rozándome la mano, la cara, las piernas, y me deja la piel grasienta y aceitosa. Lentamente, mis ojos se adaptan a la oscuridad y me doy cuenta de que frente a mí hay un mar de ojos de color ocre.

Hay centenares de lobos. Algunos transformados, otros no, pero todos ellos me observan hambrientos, con lascivia. El fenris alfa está plantado a milímetros de los dedos de mis pies, tan cerca que temo que me entren arcadas del hedor. Me observa con la sonrisa más lasciva que nunca haya visto.

—Hola, cariño. Temía que no te volveríamos a ver —susurra. Los otros fenris se ríen, en un rumor maníaco de aullidos y de risitas. Miro a mi alrededor con rapidez, desesperada por encontrar una salida que no implique correr directamente a través de una manada de lobos. Estamos en lo que yo creo que es un túnel del metro— cerca de mí hay unas vías —pero los grafitis de la pared y las mantas que veo tiradas me hacen pensar que está abandonado.

Un fenris se acerca a mí rápidamente desde detrás de la multitud. Me tenso, lista para golpearlo, esperando que la manada se apelotone sobre mí. ¿Cuánto tiempo podría durar si toda la manada me ataca? ¿Un minuto? ¿Treinta segundos? El lobo pega un brinco en el aire y no veo nada más que sus gigantescas garras acercándose a mi cara.

El alfa lo aparta con un gran golpe en los riñones. El lobo sale volando y cae derrapando sobre el suelo; luego recupera la forma humana entre gruñidos. Le sangra el costado; la herida es pegajosa y oscura.

—Todavía no. Nadie —les abronca el alfa. Se agacha y me coge del brazo, agarrándome con tanta fuerza para que me levante que creo que el hombro se me va a salir de sitio. Camina a grandes pasos hacia una puerta metálica y amarilla que tiene como una especie de raya que la atraviesa. ¿Sangre? ¿Sangre humana? Agarra el pomo y tira con fuerza de él para abrir la puerta.

»Que nadie la toque. Que nadie abra la puerta. ¿Entendido? Muerta no nos sirve de nada; todavía no. —Sus palabras son oscuras, amenazantes. La manada murmura y aúlla mostrando consentimiento.

El alfa me arroja como un fardo a la habitación oscura. Choco sobre algo duro y metálico y me acurruco en el suelo sintiendo mi cabeza explotar de dolor por el golpe. El alfa se me acerca y extiende la mano invertida, y se transforma en garra. Un control increíble. Se acerca a mi cara, pero no puedo gritar. No puedo moverme, me duele la cabeza, estoy asustada. No soy una cazadora. Me coge un mechón del pelo y lo rebana con la garra.

Después se aleja como un rayo, da un portazo y cierra la puerta con llave.