No se adónde ir. Ni adónde ir ni que hacer, ni con quién hablar. No hablo con extraños; nunca hablo por hablar ni comento el tiempo en los ascensores. Así que merodeo por la ciudad, silenciosa, estoica, mientras la neblina matutina entra en escena y cubre el suelo. Incluso los vagabundos me evitan, como si les pudiera contagiar la lepra. Intento cazar, pero es como si me diera miedo; la manada de los Flechas sabe quiénes somos, y no sé si tengo la fuerza de voluntad o si estoy capacitada para detenerlos en el caso de que me tiendan una emboscada. Sería más fácil si simplemente me dejara atrapar.
El día siguiente es igual.
Y el otro. Entro por entrar en la biblioteca y tecleo con indiferencia el nombre de Porter en el ordenador; de nuevo, sin resultados. Duermo en el parque, bajo unas azaleas de color coral, arropada con la capa que me cubre como si fuera una sábana. Un policía me molesta una vez, pero cuando me ve sin el parche del ojo, prácticamente siento cómo se le seca la garganta. Me saluda con la cabeza y me advierte de que en el futuro será mejor que encuentre otra cama, pero después me deja en paz. Deambulo como si me hubiera perdido, pegando brincos cuando creo ver a Rosie o a Silas. Cada vez que me cruzo con alguna pareja que se parece a ellos, el corazón me da un salto. No quiero que me encuentren, pero, por mucho que temo que suceda, soy consciente de que también me gustaría verlos reír, dándose la mano, andando juntos. Quizá sea masoquista, pero verlos juntos me haría daño, herida por los celos y la traición. Y ese daño sería algo, al menos, un sentimiento que rompería con la sensación de vacío que me tiene adormecida y que ya llevo un par de días sintiendo.
El tercer día me lo paso casi entero en el metro, viajando en círculos, hasta que me doy cuenta de que veo regresando a casa a la misma gente que he visto unas horas antes yendo a comprar, al parque o a comer al restaurante. Me obligo a bajar en la siguiente estación y empiezo a caminar. Me sorprendo cuando salgo de la estación; no había estado nunca en esta parte de la ciudad, pero reconozco un logotipo en una señal que me indica la dirección de Yincent’s Elderly Care, el hospital donde se encuentra el padre de Silas. Me quedo un rato parada en esa esquina. No he hablado con nadie en días. Pa Reynolds siempre fue muy amable con nosotras, nos cuidó después de que Oma March muriera, hasta que llegó nuestra madre. Ya me conoce las cicatrices, y no se queda mirándome. Por lo menos, no lo hacía antes de que tuviera Alzheimer. Es probable que ni se acuerde de mí. ¿Y si grita? ¿Qué pasará si ahora le asusto?
Sin embargo, ya no aguanto más sola. Doblo la esquina en dirección al hospital, un edificio gigantesco de color blanco y crema que parece un producto de finales de los sesenta. Enfermeras con batas de color salmón charlan en los bancos de fuera mientras comen yogur, e incluso desde la acera, percibo la abrumadora bocanada del terrible olor del hospital: solución salina, látex y alcohol de botiquín. Arrugo la nariz e ignoro las miradas curiosas de las enfermeras mientras paso por las brillantes y blancas puertas automáticas.
—Eh… disculpe… ¿en qué puedo ayudarla? —me dice una chica desde la recepción. Su voz y su falsa sonrisa se apagan cuando me ve, aunque el enorme espejo que tiene detrás me dice que no es sólo debido a las cicatrices. Llevo el pelo muy despeinado y la ropa llena de tierra y hojas. Hago un mueca y me recojo el pelo en una cola de caballo mientras me acerco a ella. Un poco mejor.
—Hola —digo, pero mi voz suena agrietada de no utilizarla. Empiezo de nuevo—: Hola. Vengo a ver a Charlie Reynolds.
—¿Su nombre, por favor? —me pide la recepcionista, recuperando su desenvoltura profesional.
—Scarlett March.
—Vaya, no está en la lista de visitas del señor Reynolds…
—Vengo en nombre de Silas Reynolds. No ha podido venir y quería que alguien viera cómo está su padre —miento. La recepcionista mordisquea el lápiz un momento y después se encoge de hombros.
—Está bien. Sígame. —Pone sobre el mostrador un cartel que dice «Vuelvo enseguida» y me guía por el hospital. Pasamos por habitaciones con gente en silla de ruedas, de cara a televisores que estoy segura de que, en realidad, no están mirando. Habitaciones en las que las cortinas están corridas y se oyen médicos hablando a ancianos con ternura, con tonos suaves, con las mismas voces que utilizarían para hablar a niños pequeños: «¡Muy bien! Ahora coma otro poquito». Frunzo el ceño e intento no oír.
»Está aquí mismo —dice la recepcionista, abriendo con una llave magnética la doble puerta de una sala trasera. Entramos y oigo cómo se cierra con llave detrás de mí. Lucho contra la tentación de salir corriendo.
La habitación es marrón. Totalmente marrón. Paneles marrones, moqueta marrón, muebles de piel marrón. El único color distinto de la habitación son los pacientes, la mayoría de los cuales viste una camisa de color turquesa hospital. Llevan collares en los que se especifica sus nombres y otros detalles pertinentes. Ni siquiera me miran dos veces y, a pesar de que sospecho que no es por educación, lo agradezco.
—La señorita March ha venido a visitar al señor Reynolds —anuncia la recepcionista a un enfermero musculoso que hay en la otra punta de la sala, más parecido a un portero de discoteca que a un sanitario. Sonríe y señala hacia el fondo de la sala, hacia un pequeño círculo de sillas de ruedas.
Hacia Pa Reynolds.
La recepcionista saca una silla para mí, pero yo no puedo dejar de mirar. ¿Es así como se siente la gente cuando me mira? Me hundo en la silla, sobrecogida al ver al padre de Silas. El tiempo se ha llevado al que una vez fue un hombre fuerte y orgulloso. Tiene las muñecas débiles; el cuello, pequeño; los labios, flojos y húmedos. Mira con cara de alarma por la sala, como si buscara algo que no encuentra. Es uno de los pocos que no lleva la bata del hospital, pero los pantalones de chándal grises y la camiseta blanca lo hacen parecer más cansado y destacan las manchas de edad que le cubren la piel.
—¿Señor Reynolds? —grita la recepcionista tan fuerte que me hace daño en los oídos. Pa Reynolds se vuelve para mirarla, balanceándose un poco en la pequeña silla de ruedas—. Señor Reynolds, la señorita March ha venido a visitarlo. ¡Qué emoción! ¿Verdad?
Pa Reynolds la mira con rabia. Suelto una risita; es una mirada familiar, que en otro tiempo iría acompañada de las palabras «¿Eres boba, chiquilla?». La enfermera pone cara de desespero, me mira y se va.
Pa Reynolds vuelve sus ojos indecisos hacia mí. Giro la cabeza para que no vea el ojo que me falta. Me sonríe y me alarga con delicadeza la mano; al envolverla con mis dedos, la noto suave como el cuero envejecido.
—Celia —dice con una voz más aguda de lo que recordaba—. Celia, qué ilusión me hace verte, cariño.
Me lleva unos segundos responder. Tras la impresión, el dolor se pasa. Este hombre no me reconoce. Me construyó un caballito balancín cuando era pequeña, ayudó a Oma March a enseñarme a montar en bicicleta, nunca se incomodó por mis cicatrices, pero ahora no me conoce. Tiene que ser mucho más doloroso para Silas.
—No soy Celia —le digo con suavidad—. Soy Scarlett, Pa Reynolds. Scarlett March.
Pa Reynolds se me queda mirando y después sonríe moviendo la cabeza.
—¡Celia, amor mío!
Suspiro y me recuesto en la silla, todavía con la mano cogida a los arrugados dedos de Pa Reynolds. Celia había sido su esposa, su amor del colegio, la madre de Silas, que murió cuando él tenía ocho años. ¿Cómo puede ser que Pa Reynolds me confunda con alguien a quien amó? No me parezco en nada a ella; era rubia, bonita, delicada, grácil… Trago saliva con dificultad y niego con la cabeza. Ha sido un error. Incluso la mirada de sus ojos es del todo diferente; no tiene nada que ver con la figura paterna que yo conocí, del que yo necesitaba desesperadamente consejo; es más bien la de un chico asustado.
—Creo que debería irme —digo con voz ronca.
—No, Celia, por favor. —Pa Reynolds pone la mano contraria encima de la mía, inmovilizándola. Me mira, con los ojos llenos de dolor—. No queríamos. No fue nuestra culpa; simplemente pasó.
—Lo sé —respondo rápidamente, aunque no tenga ni idea de qué habla—. Ya sé que no fue culpa nuestra.
—Estará bien allí. Lo criarán mis padres. Estará bien.
—Seguro que sí.
Intento levantarme, pero el anciano me sujeta con una sorprendente intensidad. Me recorre los nudillos con el dedo pulgar.
—Celia, por favor. Es la única salida. Si nos quedamos con él, nunca nos dejaran casarnos.
Suspiro y decido seguirle la corriente.
—¿Si nos quedamos con quién, Pa Reynolds?
Pa Reynolds se estira para acariciarme las puntas del pelo con los dedos, sin prestar atención a los trozos de hojas y hierbas adheridos.
—Nuestro Jacob. Nuestro pequeñín. Será feliz, Celia. Será feliz.
Me detengo, la mente se me ha puesto en marcha, empiezo a encajarlo todo. «¿Nuestro Jacob?» Jacob, hasta donde yo sé, era el hermano de Pa Reynolds, el tío de Silas. Seguramente lo estaré entendiendo mal. Retiro mi pelo de su mano.
—Pa Reynolds —digo en voz alta, con una voz irritantemente similar a la de la recepcionista—, creo que se está confundiendo. Hablemos de otra cosa. ¿Por qué no me cuenta otra vez la historia de aquella vez que Silas se quedó atrapado en el árbol? Le encantaba contarme esa historia. —Intento sonreírle con calidez, pero me parece que no funciona porque, en lugar de devolverme una sonrisa, Pa Reynolds entorna los ojos. Le cambia la cara, se le hunde, se le ilumina y se le vuelve a hundir. Retira la mano de la mía y, con sorprendente rapidez, desplaza la silla de ruedas tan cerca de mí que mis rodillas rozan su apoyabrazos.
—Scarlett. Mi pequeña Scarlett March —dice con suavidad. Le cambia la cara, arrugándosele con una expresión de abuelo. Presiona los labios y se inclina a un lado para mirarme el parche del ojo—. Oh, mi pequeña. Mi pequeñita. ¿Se te están cicatrizando bien las heridas?
—Están bien, Pa Reynolds. Cicatrizaron hace tiempo. —Por lo menos ahora me reconoce.
—¡Oh…! ¡Cariño mío! Y todo por mi culpa… —No acaba la frase.
—Claro que no. No podría haber llegado a tiempo —digo encogiéndome. Pa Reynolds casi nunca habló del ataque, y volver a vivirlo ahora, escuchar a este pobre hombre sobrecogido por el sentido de culpabilidad… es doloroso.
—Pero lo es, por supuesto que lo es. —Sacude la cabeza y se frota la sien con los dedos. Cuando vuelve a mirarme, tiene los ojos enrojecidos, con lágrimas acumuladas en las esquinas. Me incorporo, asustada.
—No, Pa Reynolds, usted intentó llegar…
—Tú, y la pequeña Rosie, y… ¡Dios mío, pobre Leoni! —Llama a Oma March por su nombre de pila, casi llorando—. Lo intentamos —dice—. Lo intentamos con todas nuestras fuerzas; pero aquel año tardamos un día más de la cuenta en irnos. ¡Un día! Un día y ellos no habrían venido. Ésa era la clave: moverlo constantemente, para que nunca lo encontraran a tiempo.
—Ellos… —Trago saliva. Eso no puede significar lo que creo que significa—. Pa Reynolds, dígame, por favor, qué quiere decir. Por favor.
Pa Reynolds niega con la cabeza como si fuera algo obvio, algo que debería saber, pero luego los ojos se le vuelven a transformar.
—Oh, Celia. En la costa no nos encontrarán. Lo llevaremos allí otra vez, como hicimos cuando cumplió los siete años. Los llevaremos a todos a la playa todo el mes. A Jacob también… Y sacaremos a las trillizas de la escuela. Todos nuestros pequeñitos.
—Se refiere a… Silas.
—Nos los llevaremos allí, nos quedaremos allí para su cumpleaños. Silas es demasiado sensible para saberlo y cargar con ello. —Hace un ademán hacia la ventana y se inclina hacia atrás como si mirara hacia dentro de otra habitación—. Sigámoslo cambiando de lugar. Siempre y cuando lo sigamos cambiando de lugar, los lobos no podrán encontrarlo.
Cojo aire. Por supuesto. Soy tan tonta…, ¿cómo no me había dado cuenta? Sólo puedo musitar un susurro: «Jacob era su hijo. Silas es el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón, ¿verdad?».
—¡Pensamos que sería una niña, Celia! Como las trillizas, ¡otra chica! Los médicos dijeron que lo sería, pero se equivocaron. Podemos mantenerlo a salvo, podemos llevárnoslos a todos cada siete cumpleaños; lo esconderemos hasta que termine la fase lunar… Nunca lo encontrarán, cariño. Nunca.
—Entonces… Por eso los fenris vinieron a Ellison, ¿verdad? Silas iba a cumplir catorce años cuando nos atacaron. Silas era un Potencial. —Inspiro y cierro el ojo—. No, Silas «es» el Potencial. —Me siento como si me aplastara una ola y me quedo sin aliento cuando lo entiendo todo: acaba de cumplir veintiún años. Fue hace días, pero ahora estamos en la primera fase de luna llena después del cumpleaños. Mi Silas. No, el Silas de Rosie. Podría ser un fenris. Podría ser el siguiente monstruo con el que luche. Podría perder el alma. Ya podría haberla perdido, si no hubiéramos viajado desde Ellison hasta aquí y no hubiéramos recorrido después toda la ciudad… Silas. Es él. Él es el cebo que he estado buscando durante todo este tiempo.
Mi ojo se abre de par en par y vuelvo a mirar al anciano.
—Pa Reynolds, ¿lo sabe Silas? ¿Se lo contó?
Pa Reynolds me mira, de nuevo con la expresión de abuelo.
—Scarlett. Pequeña Scarlett March. ¿Se te están cicatrizando bien las heridas?
—¡Los fenris, Pa Reynolds! —digo con apremio. El enfermero musculoso se levanta y me mira con curiosidad—. ¿Sabe Silas que es un Potencial?
—¿Cómo es que sabes lo de Silas…? —El rostro del abuelo palidece.
—¿Lo sabe él? —Casi grito.
—No. No, lo sabe. Sólo lo sabemos Celia y yo… Oh, Scarlett. Mira qué te hemos hecho. ¡Y a Leoni! Oh, Leoni, es culpa nuestra. Íbamos con un día de retraso; nos quedamos en Ellison un día más para evitar la tormenta. Leoni, amiga mía… —Pa Reynolds hunde la cabeza en sus manos y empieza a llorar, con unos sollozos secos y antiguos que parecen más jadeos en busca de aire que no lloros.
—¿Hay algún problema, señorita? —me pregunta el enfermero acercándose a nosotros con unas zancadas largas y enérgicas.
—No, no —respondo, poniéndome en pie de un salto y alejándome de Pa Reynolds—. No, pero tengo que irme. —Tengo que avisar a Silas; tengo que contárselo a Rosie. Me doy la vuelta y salgo corriendo del hospital, con el viento gritándome a los oídos y el corazón latiéndome a mil.