Ha vuelto, paseo arriba y abajo ante la puerta intentado coger fuerzas. «Tienes todo el derecho del mundo a estar enfadada —me digo a mí misma—. No dejes que se salga con la suya». Aprieto los ojos con rabia, intentando que no se me haga un nudo en la garganta. Yo aguanto mucho, pero es difícil quedarse indiferente cuando tu hermana piensa que eres una inútil.
Cojo aire, abro la vieja puerta de madera de par en par y salgo.
Detrás de mí, la puerta se cierra de golpe y apaga el minúsculo rayo de luz de la cocina que había penetrado la oscuridad. Tengo las mejillas calientes y supongo que sonrojadas y los puños, cerrados. Si Scarlett quiere pensar que soy una niña, actuaré como una niña. Avanzo echa una furia, disimulando el dolor que me produce la crujiente grava en los pies descalzos. El coche de Silas Reynolds aparece en la entrada; seguro que estaba cazando con ella. Después me ocuparé de él. Scarlett suspira y extiende las manos como si estuviera tranquilizando un animal salvaje.
—¡Me lo prometiste! —digo con un gruñido. Tiro a sus pies un trozo de tela rojo violáceo; es mi capa, casi del mismo color que la de Scarlett.
—Oye, Rosie… —comienza a decir Scarlett. Me llevo las manos hacia la cintura y saco dos cuchillos del cinto, pero los dos acaban en el suelo, delatados por el ruido de sus empuñaduras de asta de cabra al chocar contra la grava del camino. Disimulo como puedo; Scarlett siempre me está dando la lata para que no manche las hojas de los cuchillos, y si ahora no me reprende es porque se da cuenta de lo enfadada que estoy. Se produce un silencio, sólo roto por el esporádico ulular de un búho cercano. Cruzo los brazos y la fulmino con la mirada.
Scarlett refunfuña:
—¡Vamos, deja de lloriquear! —Se agacha y recoge los cuchillos y la capa. La luna se refleja en las cicatrices brillantes de sus hombros, unas líneas paralelas que desaparecen bajo su camiseta. Me lanza las cosas para que las coja, pero yo no me muevo.
—¡No estoy lloriqueando! —la corto, consciente de que es justo lo que hago—. Yo también sé cazar, Scarlett. No tienes por qué salir corriendo en la oscuridad cada vez que vas de caza.
—No había más que un fenris, y estaba merodeando. Alguien podría haber muerto esta noche si te hubiera esperado. ¿Quieres tener eso sobre tu conciencia?
—¡Lo único que tenías que hacer era decirme adonde ibas! ¿Cómo se supone que voy a cazar yo sola si sigues persiguiendo a cada lobo que asoma su hocico por Ellison?
—Mira, Rosie, lo siento. De verdad.
—¡El hecho de que seas la mayor no significa que puedas tratarme como a la patética ayudante de un mago! —grito, pero la emoción me delata en la última palabra. Quería transmitir mi rabia y, en cambio, es el dolor el que va saliendo, pequeños gemidos de las lágrimas inminentes que se escapan por mis labios. Odio que me pase esto: es como si tuviera un umbral de ira tras el cual la rabia se convierte en dolor. A mi hermana no le pasa nunca, su cuerpo siempre está fuerte, firme, perfectamente entrenado y controlado. Su cuerpo nunca se permitiría las lágrimas… no está entrenado para ello.
—¡Ejem!, ¿puedo decir algo? —grita una voz de hombre. La puerta del Chevy se abre con un chirrido y tras ella se asoma Silas, la cara todavía velada por la oscuridad—. Yo la ayudé. Lo digo por si te hace sentir un poco mejor… Necesitaba ayuda. ¿Lo ves? Así aprenderá. —Hay un atisbo de humor en su voz, y no sé por qué, hace que mi rabia se disipe del todo.
—Gracias, Silas —dice entre dientes Scarlett—. Saca mis cosas de debajo del asiento, por favor.
Scarlett pasa esquivándome y abre de par en par la puerta de entrada. La luz que inunda el patio ilumina la cara de Silas durante una fracción de segundo, antes de que la puerta se vuelva a cerrar. Entorno los ojos para observarlo de nuevo; Silas tiene un aspecto diferente al que recuerdo. Pero ¿qué ha cambiado exactamente? La línea del mentón, la longitud del cabello, algo en sus ojos… ¿siempre tuvieron ese tono gris oceánico? No puedo precisar qué es exactamente lo que ha cambiado en su cara, en su cuerpo, en «él».
El portazo que se oye arriba, en la habitación de Scarlett, interrumpe mis pensamientos. Pongo cara de paciencia y me doy la vuelta para entrar renqueando. La grava afilada me hace mucho más daño ahora que no estoy en plena subida de adrenalina.
—Veo que Scarlett no ha cambiado mucho —dice Silas detrás de mí. Asiento en silencio, pero justo entonces una piedra especialmente afilada se me clava en el talón y hago un gesto de dolor.
—¿Te ayudo, Rosie?
Sus pasos son cada vez más rápidos y, antes de que pueda responder, siento sus manos callosas en la cintura. Resbalo hacia atrás, sobre su pecho, y aspiro el olor que ha impregnado siempre a toda su familia, un olor de bosque, hojas húmedas y sol. Supongo que cuando tu padre es leñador estás destinado a llevar el olor a roble en las venas. Sin embargo, sólo tengo oportunidad de sentir una vez su aliento; abre la puerta de una patada y me deja en la veranda de la entrada, luego retrocede un paso. Me vuelvo para mirarlo de frente, con la esperanza de poder darle las gracias por su ayuda y reprenderle, en la misma frase, por llevarme como a una niña pequeña.
En cambio sonrío. Sigue siendo Silas. Silas, el que se marchó hace un año, el chico sólo un poco mayor que mi hermana. Sus ojos siguen siendo expresivos y de un azul centelleante; su cabello, castaño oscuro, del color de la corteza de pino; su cuerpo, de anchas espaldas y un poco demasiado esbelto para sus rasgos. Sigue estando ahí, pero es como si ahora lo revistiera otro. Alguien más mayor y más fuerte, que no me mira como si fuera la hermana pequeña de Scarlett… alguien que me hace sentir aturdida y temblorosa. ¿Qué ha pasado?
«Tranquilízate. Es sólo Silas. O eso creo».
—¿Por qué me miras así? —pregunta con cautela y aspecto de preocupación.
—¡Oh, perdona! —digo, ladeando la cabeza. Silas se mete las manos en los bolsillos con un balanceo familiar—. Ha pasado algo de tiempo.
—Sí, ¿verdad? —responde—. Pesas más de lo que recordaba.
Me muero de vergüenza.
—¡Oh, no, calla! No quería decir eso, sólo que te has hecho mayor. Vaya, esto tampoco suena mejor… —Silas se pasa una mano por el cabello y maldice por lo bajo.
—Te entiendo —le saco del atolladero, sonriendo. No sé por qué, pero verlo nervioso hace que me sienta menos tímida—. ¿Quieres comer algo?
—¿Seguro que Lett y tú no necesitáis… un rato a solas? —Mira escaleras arriba con recelo.
—No —respondo mientras entro en la cocina—. En realidad, ahora mismo no me apetece nada una conversación de hermanas.
—Oye, tú. Valora el tiempo que dedicas a los hermanos.
Siento vergüenza.
—Lo siento, lo olvidaba. ¿Aún no te hablan tus hermanos y las trillizas?
—A Lucas se le está pasando poco a poco. Me las arreglaré. Pero, oye, ¿cuándo has aprendido a cocinar? —Cambia de tema mientras me sigue adentro y se deja caer en una de nuestras sillas de comedor desparejadas.
—No he aprendido. Me he limitado a coger algunas recetas antiguas de Oma March porque me había cansado de comer comida china a domicilio.
—Ah, sí. Había olvidado la historia de amor de Lett con la comida china —dice Silas, sonriendo cariñosamente—. ¿Ha estado estresada últimamente? —Es una señal de lo tensa que está Scarlett; cuando está mal de verdad, la comida china barata es la única que la reconforta.
—Digamos que no llevó muy bien el que te marcharas —le explico, frunciendo el ceño. Yo también eché de menos a Silas, pero no de la misma forma que Scarlett. ¿Y él, su socio, también la echó de menos de esa forma? ¿Por qué me lo pregunto? La culpa aparece fugazmente en la cara de Silas, de modo que me apresuro a continuar—: Aunque cocinar es bonito. Ya sabes, por hacer algo no tan cazacéntrico… —Me ruborizo por miedo a haber dicho demasiado.
Pero Silas me sorprende con un gesto de desdén.
—Sí, te entiendo. Acabo de pasar un año haciendo cosas no cazacéntricas. A veces hace falta un descanso.
—Sí, bueno, no se lo digas a mi hermana —musito, mirando al techo—. Quiere que me convierta en cazadora pero no me deja ir sola. No hay forma de complacerla.
—No sabía que te habías aficionado tanto a la caza —dice Silas, en un tono de auténtica sorpresa.
Echo marcha atrás.
—Bueno… es decir, no es tanto que me guste cazar. Es que me paso varias horas al día entrenando para cacerías en solitario a las que luego no me deja ir. Si tengo que vivir la vida de una cazadora, me gustaría cazar de verdad, no sé si me entiendes.
—Ajá —dice Silas, aunque sospecho que lo que he dicho no tiene ningún sentido—. A ver, no es que esté a favor de que te robe las cacerías, pero confieso que es difícil pensar en la pequeña Rosie March matando lobos ella sola y que no te salga el instinto protector. —Hace una pausa y parece estar eligiendo sus palabras con cuidado—. Aunque ya no seas exactamente «la pequeña Rosie March»…
Le miro fijamente a los ojos, tratando de analizar el significado de sus palabras, de su cambio de tono. Pero cuando por fin tomo aliento y me dispongo a hablar, se oyen las cañerías de la ducha sobre nuestras cabezas. Salgo del trance y me vuelvo hacia el horno. Ya estoy analizando demasiado las cosas, como siempre.
—¿Y qué estás haciendo? —pregunta Silas, ahora con su tono de voz normal.
—Pues… pan de carne. —Sin duda, un plato excitante…
—Huele de maravilla —contesta Silas amablemente. Lo miro por encima del hombro y sonrío. Por el rabillo del ojo veo una figura borrosa gris que se precipita desde el hueco de la escalera al sofá del salón, acompañada de un tintineo.
»¿Lo que oigo es mi archinémesis? —pregunta Silas, volviéndose hacia la mancha borrosa.
—¿Screwtape? Sí.
—Me pregunto si todavía me odia —dice Silas mientras el gato se baja con cuidado del sofá. Sus ojos verde pálido brillan como pequeñas limas en la oscuridad. Como para contestar la pregunta de Silas, Screwtape salta sobre su regazo y empieza a ronronear como un loco.
»No me vas a engañar otra vez, gato —continuó Silas firmemente. Hace ademán de apartar a Screwtape, pero en cuanto éste siente las manos de Silas a pocos centímetros de su pelo revuelto, le clava las zarpas en los muslos. Silas hace una mueca de dolor y ahoga un quejido.
—¿Necesitas ayuda? —pregunto, aguantándome la risa.
—Sería estupendo —responde tenso. Me acerco corriendo y cojo a Screwtape en brazos. El gato se derrite al instante y frota su cara contra la mía; su aliento huele a nébeda. Arrugo la nariz.
—Gracias. —Silas suspira aliviado—. Puedo cazar lobos pero no puedo soportar un gato. No es muy valiente por mi parte, ¿verdad?
—No se lo diré a nadie —respondo con una ligera sonrisa que él me devuelve. Detrás suena la alarma del horno; me apresuro a sacar el Excitante Pan de Carne.
Scarlett baja cansada los escalones, recién salida de la ducha. Si no te duchas inmediatamente después de una cacería, el olor del fenris se te mete en la piel y se queda ahí siglos. Se ha retirado el cabello de la cara y el parche del ojo ha desaparecido. Tiene una larga cicatriz diagonal donde debería tener el ojo, que va desde la coronilla hasta sus altos pómulos. Ella nunca lo admitiría, pero yo sé que la acompleja. De hecho, no recuerdo que se haya quitado el parche delante de nadie que no fuéramos Silas y yo. Me dedica lo que intenta ser una mirada de disculpa, pero yo aparto la mía.
—¿Pongo la tele? —le pregunta Silas. Scarlett asiente y Silas conecta nuestro diminuto televisor para ver las noticias, como si nunca se hubiera ido.
Empezamos a cenar mientras Scarlett mira atentamente la televisión, hasta que acaba un reportaje sobre una serie de asesinatos en Atlanta. La mayoría de la gente desconoce la existencia de los fenris, aunque por lo visto andan por ahí desde hace siglos; sin embargo, viendo un informativo puedes aprender más sobre ellos de lo que supondrías. Donde muchos piensan, ante una serie de asesinatos o una desaparición extraña, que un loco anda suelto, nosotros vemos a un fenris poco cuidadoso. La verdad es que, por lo general, el ataque de un fenris disfrazado ni siquiera es noticia, a no ser que la chica sea especialmente guapa o su familia especialmente rica; simplemente se da por perdida, otra joven desaparecida para la estadística.
Cuando el informativo pasa a un escándalo político-sexual, Scarlett apaga el televisor y mira a Silas.
—¿Volverás a cazar con nosotras, ahora que has vuelto? —La pregunta está tan cargada de intensidad que, si yo fuera Silas, me cuidaría mucho de decir que no.
No estoy segura de qué respuesta estoy esperando. He ido de cacería con Silas mil veces, pero entonces casi siempre me quedaba atrás mientras él y Scarlett luchaban, en un remolino de movimiento y ferocidad que nunca me he sentido capaz de igualar. ¿Habrá cambiado eso, como ha cambiado Silas?
Silas hace un gesto de indiferencia.
—Claro. Sobre todo, si los estás encontrando en un lugar tan pequeño como Ellison. Lo que debe de querer decir que hay demasiados lobos en todas las ciudades cercanas.
Silas habla de San Francisco con tal avidez que pienso que está tratando de llenar el aire de palabras antes de que se consuma con silencios incómodos. No sé por qué siento estos silencios acechando a nuestro alrededor, pero cada vez que mi mirada y la de Silas se encuentran, los puedo sentir ahí, esperando a entrar en escena y hacerme sonrojar. Procuro evitar sus ojos y, en cuanto aparta la mirada, le observo de soslayo las cejas arqueadas y los labios curvados. Tratar de evitar la incomodidad me salva de sentir envidia: él ha podido ver otras ciudades, viajar por el país, hacer cosas distintas, mientras yo me quedaba aquí, en Ellison.
—Puedes quedarte esta noche si quieres —dice Scarlett mientras deja su plato vacío junto al fregadero—. Imagino que tu casa estará llena de polvo.
Silas ríe, con un tono profundo y dulce.
—En mi camino de regreso he pasado dos semanas durmiendo en el coche. Y antes de eso, en el sofá de Jacob. Te aseguro que el polvo no me molesta. —Se pone de pie y coloca la silla en su sitio—. Gracias por la oferta pero me tengo que ir.
—Entonces, ¿vamos mañana a cazar? —pregunta Scarlett.
—Puede. A decir verdad, creo que mañana me ocuparé de las cosas de casa durante todo el día. Heredar una casa gigantesca suena fantástico hasta que te das cuenta de que tienes que cambiar las tejas y todo lo demás. Tengo la desagradable sensación de que Pa Reynolds se está riendo en la residencia, si es que se acuerda, claro.
Scarlett y yo sonreímos a la vez. Pa Reynolds, el hombre que nos cuidaba, que dio a Scarlett la información que necesitaba para empezar a cazar, el hombre que nos crió cuando nuestra madre no estaba aquí después del ataque. Ahora tiene Alzheimer y, por lo que sé, apenas recuerda a nadie de los que van a visitarle. Da pena pensar que Pa Reynolds, que era una verdadera enciclopedia de información sobre los fenris y el bosque, ya no se acuerda quién es. Pero sonreímos, y Silas también, porque es la clase de cosas que hacen llorar si no les pones un poco de humor.
Silas se vuelve hacia mí y suspira.
—Gracias por la cena, Rosie.
—Ven cuando quieras —respondo. Se despide con la mano y se va; poco después oigo su coche renquear y alejarse de la entrada. Scarlett se sienta a mi lado y no habla durante un momento. Evito mirarla. Que está algo deslumbrada por Silas no quiere decir que haya olvidado que estoy muy enfadada con ella.
—¿Rosie? ¡Venga, no te enfades!
No contesto. Screwtape salta sobre mi regazo; le rasco bajo el mentón hasta que empieza a ronronear.
—No pude evitarlo —dice Scarlett con sinceridad, cruzando los brazos. Su voz es más suave de lo normal. Suspiro, deposito a Screwtape en el suelo, y me doy la vuelta para ir a mi habitación. Mi hermana sabe que la perdonaré. Siempre la perdono. No tengo más remedio. Es una de esas cosas que hay que hacer cuando alguien te ha salvado la vida.