Empiezo a correr tan pronto como llego a la acera. Las lágrimas se me quedan en la garganta, acumulándose allí como si quisieran ahogarme. La gente me mira fijamente, pero por primera vez no me importa no llevar el parche del ojo en público. Corro entre el tráfico y doy empujones para abrirme paso entre la gente, intentando correr más que el dolor que me persigue.
Todo se desdibuja excepto el vacío en mi pecho y la sensación de que mis pies golpean duramente contra el suelo. No estoy segura de cuánta distancia corro, pero cuando mi cuerpo me suplica que me detenga no parece que haya sido la suficiente. Me caen gotas de sudor por el rostro y la espalda, y siento que me empiezan a salir pequeñas ampollas.
Cojo el mango del hacha cuando me derrumbo sobre el suelo bajo un roble, y es entonces cuando me doy cuenta de que me encuentro a las afueras del Piedmont Park. Apoyo la cabeza contra el árbol, jadeando tan fuerte que mis pulmones arden por falta de oxígeno y todo da vueltas a mi alrededor. «Respira. Sólo respira». Me concentro en el respirar que llena y vacía mis pulmones de aire para que mi mente no piense en Rosie y Silas. La luna se eleva a paso lento pero seguro, pero casi no me doy cuenta. «Respira».
—¿Lett? —dice una voz serena. ¿Cuánto tiempo llevaré aquí sentada?
Aprieto los dientes. «No. Tú, no». Respiro.
—Vete, Silas —le pido con rotundidad sin mirarle. Oigo sus pasos sobre la hierba y agacho la mirada cuando llega frente a mí y se arrodilla.
—Lett, por favor, eres mi mejor amiga. Eres mi socia —dice con delicadeza.
—Y ella es mi hermana, cabrón.
—No es lo… —suspira—. Nosotros no queríamos mentirte.
Debe de ser bonito formar parte de un «nosotros». La rabia corre por mis venas. Alzo la vista para mirarlo, con el ojo encolerizado. Silas se tensa y alza las manos, como si estuviera calmando a un animal salvaje.
—Nunca lo entenderás —susurro.
Después me abalanzo sobre Silas sin poder reprimirme, golpeándolo en el hombro.
Ofrece poca resistencia; dudo de que se esperara que fuera a atacarlo. Rodamos hacia abajo por la pequeña pendiente y cada uno gira por su lado en la hierba. Yo me levanto antes que él y me balanceo hacia delante para lanzarle un gancho izquierdo en su lado débil. Silas para el puñetazo, pero le doy una patada que le golpea en las costillas. Intenta decir alguna cosa pero sólo puede toser porque vuelvo a cargar. Le doy un puñetazo en la nariz, que pronto le empieza a sangrar. Gruñe y se arroja sobre mí, cogiéndome del omóplato con suficiente fuerza como para devolverme el golpe. Mientras estoy cayendo al suelo, estiro la pierna y le doy una patada desde abajo por detrás de las rodillas. La caída es contundente y Silas tiene que esforzarse para recuperar la respiración; gira en el suelo para alejarse de mí. Yo le sigo rodando y le clavo una patada en las costillas, y corro tras él cuando intenta alejarse rodando. Finalmente nos detenemos al pie de la colina. Sujeto el pecho de Silas con las rodillas y, respirando con dificultad, levanto un puño. Quiero pegarle una y otra vez, hasta que acabe con todo lo que me está destrozando, que me está comiendo viva. ¡Dios mío, quiero pegarle tanto…!
—Lett, yo… yo la quiero —tartamudea, a pesar de que casi no se le oye por la cantidad de sangre que le brota de la nariz. Alzo aún más el puño, pero cierro el ojo, en busca de un poco de cordura. Silas se queda totalmente quieto, con los ojos suplicantes como los de un animal.
Aprieto los dientes y me aparto de él rodando, alejándolo de una patada para terminar. Entierro la cara en la hierba mientras la arranco a puñados. Oigo la tos de Silas, y cuando vuelvo a mirarlo, se está limpiando la sangre de la nariz con el dorso de la mano, pero se deja largas vetas por el rostro.
—Por supuesto —digo, forzándome a levantarme—. Por supuesto que la quieres. Me miro las cicatrices de los brazos. —Es mi hermana. Yo la salvé del fenris. Y tú, tú y tu padre me enseñasteis a cazar. Pensé que seguro que… tú y Rosie me entenderíais. Podríais saber qué significa contribuir para un mundo mejor.
—Y lo sabemos, Lett. Pero queremos algo más que la caza. Eso es todo. Y tú también podrías tener algo más, lo sabes.
—Venga ya, Silas —digo sin fuerzas, mirando hacia un lecho de flores para evitar sus ojos—. ¿De verdad me imaginas como una esposa? ¿Como una madre? —La frustración se me transforma en una súplica desesperada, y me doy cuenta de lo mucho que querría que Silas tuviera una respuesta a mis preguntas.
En cambio, me mira con sorpresa.
—Lett, ¿bromeas?
Me río desganada negando con la cabeza.
—No, Silas. Soy una cazadora. Pensé que no estaba sola. En serio, pensé que tú te habías ido para siempre cuando te marchaste a San Francisco, pero Rosie… Pensé que a Rosie la podría tener siempre conmigo. Perdí el ojo, la inocencia, la ignorancia, pero pensé que Rosie… —Alejo la mirada—. Pero, claro. Tú la quieres.
—Scarlett. —Silas pronuncia mi nombre completo con irritación—. ¿Cómo puedes ser tan tonta?
Me vuelvo hacia él, con el ojo alarmado. Se acerca a mí con ademán comprensivo.
—Scarlett, eras tú. Mucho antes de Rosie, te deseaba a ti.
Quiero reírme, porque estoy segura de que bromea, pero, en cambio, me quedo atolondrada, cortada.
—¿Por qué me dices eso? ¿Para herirme? —le susurro.
—No. —Silas se me acerca y se vuelve a limpiar la sangre de la nariz—. Estuve loco por ti durante toda la infancia.
—Pero antes del ataque…
—No, después. Antes y después. Todo el tiempo. ¿Por qué te crees sino que siempre estaba en vuestra casa, mujer? ¿Por qué te crees que me ofrecí para ser vuestro guía de la vida en el hogar de los Reynolds cuando Oma March murió? Quería estar cerca de ti, Lett.
Le miro fijamente con incredulidad. ¿Tendría la osadía de mentirme en una cosa así? Doy un paso atrás, asustada de su declaración.
—Entonces, ¿por qué…? Nunca dijiste nada. ¿Por qué debería creerte…?
—Tenía miedo de decírtelo. Y después me di cuenta de que tú nunca me querrías. Soy tu mejor amigo, sí, pero… tu amor es la caza. Siempre lo ha sido.
Entorno el ojo.
—Cazo porque tengo que hacerlo…
—Lo que tú digas. —Hace un movimiento despectivo con la mano—. Es lo que te impulsa, te inspira, te completa, Lett. Cuando luchas te sientes viva. Yo nunca podría haber competido con eso. —Se me acerca más, con los ojos titilantes a la luz de la luna.
Niego con la cabeza.
—No. No me mientas para hacerme sentir mejor. No…
Pero entonces, Silas avanza con la rapidez de un animal y elimina el espacio que había entre nosotros. Antes de que pueda reaccionar, antes de que me pueda dar cuenta de lo que hace, me besa. Me quedo congelada. Se me para la mente, sólo soy consciente de la calidez del beso, del aroma de su piel cerca de mi rostro. Cuando se aparta, me mira con ojos indagatorios, buscando algo en mí. Me llevo la mano a la boca, sintiendo el punto en el que estaban sus labios.
—Yo… —empiezo a decir, dejándome caer al suelo. No hay nada. No hay chispa, no hay fuego. Nada.
»Tienes razón —susurro en voz alta—. No he sentido nada.
—No como lo que sientes cuando cazas —dice Silas, agachándose frente a mí. Me coge de la mano—. No pasa nada, Lett. Pero el simple hecho de que tú puedas encontrar ese tipo de amor en la caza no significa que Rosie y yo podamos. Somos cazadores, pero necesitamos algo más. Tú no. Tú formas parte de ello; es una parte de ti.
—No puedo evitarlo —susurro entre lágrimas. ¿Cómo pueden quedar todavía lágrimas en mi cuerpo?—. No puedo evitarlo. Es lo que soy; es todo lo que soy. Es todo lo que queda de mí.
—Lo sé —dice Silas con suavidad. Se levanta y me estira para ponerme en pie junto a él—. Tranquila.
—No creo que pueda cambiar —murmuro—. No puedo parar… Sigo pensando en cazar y en el Potencial y en ese tal Porter y…
Silas sonríe y su sonrisa me conforta mucho.
—Lett, de todas formas, tampoco quiero que cambies nunca.
Se me acerca y pone su mano sobre la mía, apretándola con fuerza. Primero dudo, pero luego pongo mi otra mano sobre la suya. Somos socios. Siempre lo hemos sido, incluso cuando le odio, cuando está a miles de kilómetros de mí, cuando quiere a mi hermana… incluso cuando sería más fácil hacerlo sola por siempre más.
Nos quedamos callados un momento.
—Prometí a Rosie que te haría volver a casa —dice finalmente.
Niego en silencio, con la cabeza todavía dando vueltas.
—No puedo, Silas. No por ahora.
—Me lo suponía —dice Silas con suavidad—. ¿Me voy, entonces?
Asiento. No sé qué más hacer. Silas se vuelve y se aleja. No mira hacia atrás, y me alegro, porque las lágrimas vuelven a manar.