Capítulo 18. Rosie

Scarlett cierra la puerta de un portazo y yo me derrumbo en sollozos entrecortados. Siento algo que me duele en el pecho, como si el corazón hubiera muerto en mi interior. Quizá nuestros corazones finalmente se han convertido en dos en lugar de uno. Doblo los brazos sobre la cintura y lloro, respirando con dificultad e ignorando el ardor que me provocan las lágrimas en las mejillas. Silas se vuelve para mirarme pero no se mueve.

—Rosie —dice con suavidad. No hace falta más. Me dejo caer hacia delante, dejo que me coja entre sus brazos y presione su mejilla contra mi frente.

—No deberíamos estar haciendo esto. No deberíamos haberlo hecho. Es mi hermana.

—No digas eso —murmura Silas sobre mi cabello, con auténtico tono de súplica—. Por favor, no digas eso nunca.

—Somos cazadores —digo con la voz entrecortada.

—Sí. Por supuesto que lo somos. Pero somos… somos… algo más…

Niega con la cabeza, me aparta suavemente estirando los brazos sin soltarme y desciende su mirada hasta mis ojos.

—No queríamos hacerle daño, Rosie, pero yo no me arrepiento. No puedo arrepentirme de nada. Te quiero demasiado.

Intento estar de acuerdo, decirle que le quiero, lo que sea, pero no puedo encontrar las palabras. Silas me vuelve a abrazar y mis lágrimas le humedecen la camisa.

Baja la cabeza y me habla con suavidad, acariciándome el pelo con los dedos.

—Voy a ir a buscarla. No podemos dejar que se vaya. ¿Vienes?

—Yo… —Vuelvo a ver la oscura y trágica mirada que albergaba el rostro de Scarlett cuando nos ha encontrado a Silas y a mí juntos. Muevo la cabeza, en un intento de no volverla a perder—. No puedo. Me odia.

—Te quiere —dice Silas con firmeza. Me arrastra hacia él y me besa en las mejillas mojadas de lágrimas—. Venga. Nos dividiremos; no puede haber ido muy lejos.

Lucho por reprimir las últimas lágrimas y accedo. Silas me besa en la frente y me abraza con fuerza.

—Está bien. Venga, vamos. ¿Voy yo hacia el norte y tú hacia el sur? Te prometo que la traeremos de vuelta a casa.

Vuelvo a asentir. Silas se aparta despacio, como si le preocupara que al dejar de sostenerme yo me fuera a caer. Le hago una señal con la mano para que se vaya; con otra mirada de preocupación hacia mí abre la puerta de un tirón y baja ruidosamente la escalera, saltando los peldaños de dos en dos. Me ato el cinto de los cuchillos a la cintura y cojo aire.

Si estuviera en Ellison, sabría perfectamente dónde encontrar a mi hermana. Aquí me siento perdida, como alguien que grita el nombre del perro que se le ha escapado en medio de la noche. Me dirijo hacia el barrio de negocios. Tengo los ojos hinchados y la nariz húmeda hasta el punto en el que todo el mundo que pasa por mi lado desvía la mirada. ¿Qué tipo de persona soy? He cambiado a mi hermana por clases de baile y besos. Pero, aunque razone eso, no puedo evitar pensar cuántas ganas tengo de estar con Silas. Hará sólo una hora, estaba entre sus brazos, sintiéndome más bonita que nunca. ¿Y cambiaría eso, le dejaría por la caza? Bajo a trompicones la escalera del metro. No. Ya no podría cambiarlo. No ahora que sé lo que es que alguien te ame. No ahora que he salido de la caverna y he visto el sol. Pero eso tampoco me hace sentir que sea más justo o mejor, porque mi hermana me odia.

Paso rozando el torniquete del metro y mis ojos repasan la estación poco iluminada en busca de Scarlett. No hay más que el habitual surtido de vagabundos y camareras con apariencia cansada. Me dispongo a irme.

—¿Te has perdido, chavalita? —dice una voz.

Me vuelvo para ver a un hombre con pinta desaliñada que está recogiendo varios cubos, con un par de baquetas raídas en los sucios bolsillos de los vaqueros.

—No —respondo—. Estoy buscando a alguien que sí.

—¿No ha habido suerte?

Niego con la cabeza.

—Por ahora, no.

El hombre desaliñado pone expresión de sensatez.

—Quizás el problema recae en que ella no quiere que la encuentren.

—Eso es lo que me temo —suspiro.

Echo las monedas que llevo en el bolsillo en la taza donde recoge el dinero. Tiene razón. Scarlett no es como yo; nunca ha querido que la salvaran. Ni de la caza, ni de los fenris, ni, por supuesto, de mí.