Capítulo 17. Scarlett

El séptimo de siete. Todavía no me puedo creer que sea tan simple. De hecho, no, no me puedo creer que ¡Mitos, leyendas, monstruos!, tuviera razón. Bien hecho, Dorothea Silverclaw. Me pregunto si eso de poner sal en las repisas de las ventanas protege realmente de los demonios. Supongo que más vale prevenir que curar.

No puedo dormir. La cabeza me nada entre pensamientos que parece que me vayan a comer viva. Me doy la vuelta en la cama y observo a mi hermana que está durmiendo como si fuera la Bella Durmiente, con el pelo alborotado sobre su rostro. Ha desvelado el misterio, ha descubierto la última clave para encontrar quién es el Potencial.

Y me ha mentido. Tenía un secreto. No, ella y Silas tenían un secreto. ¿Me habrán dejado de lado? ¿No merecía saber algo tan tonto como que mi hermana pequeña estaba yendo a clases de baile? La estoy perdiendo. Prácticamente he dejado de cazar. ¿Qué más me quedará, a parte de un rostro lleno de marcas que me recuerden lo inútil que soy sin mi hermana o sin caza?

Suerte ha tenido que ha vuelto con información vital, o la habría gritado. Pero ella y Silas… Me da la sensación de que entre ellos existe una conexión de la que yo no puedo formar parte… Alzo el brazo y veo los reflejos de la luz de la luna en mis cicatrices. Me incorporo sobre los codos y observo a Silas a través del hueco de la cortina. Le sube y baja el pecho con la profunda respiración del sueño, con la boca un poco abierta y una pierna tendida fuera del sofá.

Suspiro. El Séptimo de Siete. Céntrate en eso, no en el hecho de que Rosie te haya mentido. Sólo con que podamos encontrarlo, utilizarlo… después podremos volver a Ellison. Volver a vivir en la casa de Oma March, volver a cazar juntas en los bosques detrás del pueblo; las cosas volverán a ser lo que eran con mi hermana, como cuando no había secretos.

¿Y si ella no quiere volver? Esa posibilidad me hiela el pensamiento. Rosie me escondió el secreto porque ella no quería dejar de ir a las clases. No soy tonta: yo también preferiría ir cada día a clases de tango que a cazar hombres lobo, pero no puedo escoger. Estoy marcada con cicatrices, atada a la caza. Pero Rosie… ella es medio Libélula.

Investigo durante el día. Paso a limpio las notas. Voy dos veces a la biblioteca. Rosie pasa casi todo el día sentada, con una bolsa de hielo pegada a los riñones para enfriar las heridas un poco hinchadas que tiene en la cintura, y con una taza de té caliente.

El vapor del té parece ahuyentar la fría lluvia que ha estado cayendo fuera. Vuelvo con tres nombres, sacados de la guía de teléfonos, registros públicos y artículos de periódicos; aunque nada de la investigación va más allá de los límites de la ciudad de Atlanta. Aun así: Neal Franklin, James Porter y Greg Zavodny. Siento en el pecho un resquicio de esperanza mientras Rosie y yo repasamos cada uno de los tres nombres.

—No creo que Franklin sea el Séptimo de Siete —dice Rosie, reajustándose la bolsa de hielo—. Mencionan a seis hermanos mayores, pero me da la sensación que alguno de ellos es una chica. Si no, ¿por qué no dicen «seis hermanos varones mayores»?

Releo el artículo y tacho el nombre de la lista con reticencia, a sabiendas de que es fácil que tenga razón.

—Y Zavodny… No sé, Scarlett. Este hombre es muy, muy mayor.

—Los lobos deben encontrarlos y provocarles el cambio antes, antes de que puedan cumplir los ochenta —musito—. Dudo de que este hombre pueda haberse salvado durante tantos años.

—Tienes razón —coincide Rosie. El sentimiento de esperanza que albergaba en el pecho está disminuyendo por momentos.

—Entonces… Porter. El chico sobre el que tenemos menos información. —Tenemos un anuncio de graduación en el que se menciona a seis hermanos, pero no se especifican sus edades. De hecho, la única razón por la que tenemos este nombre es porque Silas y Rosie empezaron a investigar entre los anuncios de cumpleaños en el periódico y vieron que acababa de cumplir veintiocho años.

Pero no tenemos su dirección. No aparece en la guía de teléfonos. No sale con ningún motor de búsqueda.

Suspiro.

—Tengo que salir de aquí. —El impulso de cazar me corre por todo el cuerpo hasta el punto de que parece que vaya a explotar. Silas ha salido a pagar el alquiler del segundo mes. Cuando salgo, Rosie me da tanta pena con la bolsa de hielo, rodeada de libros, que la dejo tranquila aun a mi pesar. Si soy sumamente amable y comprensiva, quizá vuelva a mí.

—Entonces, espera, ¿vas sólo a merodear por las calles en busca de Porter? —pregunta mientras afilo con rapidez el hacha.

—Porter. Un lobo. Lo que sea. Tengo que hacer algo, Rosie —musito mientras abro la puerta con fuerza y me lanzo corriendo escaleras abajo.

Deambulo por las calles del centro administrativo, con la capa ondeando en el viento y el hacha bien sujeta a mi cintura. Es una pena que no pueda acercarme al hospital y sacar al fenris de la clase de Rosie. Su espíritu no tardará mucho tiempo en ser poseído y no podrá contenerse. Pero hay algo que me dice que al personal del hospital no le gustaría mucho que una chica llena de cicatrices y un parche en el ojo entrara y se llevara a uno de los pacientes, por muy criminal que sea. No creo que merezca la pena correr el riesgo de que me aten y me hinchen a drogas.

Algunos hombres de negocios que salen tarde de las oficinas me lanzan miradas cautelosas al ver que yo los miro tan fijo con el ojo bueno; gente sin techo; alguna que otra pareja que vuelve a casa después de algún recado… pero ningún fenris. Ni siquiera una Libélula. Cuando empiezo a considerar seriamente gritar el nombre de James Porter por la calle, me doy cuenta de que debería regresar. Camino con pesadez de vuelta al apartamento, la frustración hierve en mis venas. Es evidente que el yonqui que vive abajo está mezclando algún cóctel de drogas nuevo, por el olor que se ha quedado en la escalera en forma de una espesa nube. Paso rápido por al lado de su puerta y llego a la mía, donde me detengo, intrigada por el charco de agua de lluvia que tengo bajo mis pies.

La puerta tiene una grieta muy pequeña, por la que se filtra una línea de luz de color dorado pálido en el rellano que de otra forma estaría a oscuras. Oigo a Rosie. Me parece que es Rosie, pero su voz tiene algo que suena diferente. Es mayor, más madura, más suave, como la voz de una mujer y no la de mi hermana pequeña. Frunzo el ceño y me apoyo con la espalda en la pared junto a la puerta, toqueteo con los dedos los surcos de pintura que salta de la pared mientras estiro el cuello para intentar mirar adentro y averiguar cuál es la causa del cambio en su voz. Ya sé que espiar a mi hermana no es del todo ético, pero la curiosidad me mata.

No puedo ver gran cosa, excepto un trozo de la cocina y un pedacito de la lámpara de cerámica que se esfuerza en iluminar todo el apartamento. Detrás de ésta, al otro lado de la ventana, el horizonte de Atlanta brilla en la oscuridad. De nuevo, la voz de Rosie —tiene que ser ella— busca a tientas las palabras en el silencio, pero no las entiendo. Otra voz, ésta, profunda y con tono dulce… Silas. Habla con un ritmo amable y melancólico que lo hace parecer mucho más de tres años mayor que yo. Me acerco más a la grieta de la puerta, inhalo el delicioso aroma del té de flores de naranjo que se está preparando en la cocina. Empiezo a llevar la mano hacia el pomo de cristal de la puerta, preguntándome de qué estarán hablando para que sus voces suenen tan foráneas.

Silas se pone en mi línea de visión y se apoya en la encimera de la cocina, y casi en el mismo instante, también Rosie aparece en el campo de visión, con el pelo negro ondulado alrededor de su rostro con forma de corazón.

Saca la tetera del fogón y se limpia las manos en los vaqueros, riéndose de algo que Silas ha dicho. El sonríe ampliamente con una mirada extraña. Aso el pomo de cristal para casi entrar de forma precipitada y preguntar qué es lo que está ocurriendo, pero algo me detiene.

Hay algo distinto, algo que va más allá del cambio de voz de Rosie, algo que pesa en mi mente y que me provoca un retortijón en el estómago. No puedo determinar con precisión qué es hasta que Silas se acerca hacia mi hermana y le toca el pelo con suavidad, moviendo las manos con tanta delicadeza como si estuviera tocando una joya de gran valor. Rosie se sonroja cuando se inclina hacia ella y le susurra algo al oído que hace que sus labios se ondulen en una elegante sonrisa. Reconozco esa mirada en los ojos de Silas: adoración. Frunzo el entrecejo e intento sacudirme de encima la sensación de que me han dado un puñetazo en la cara.

Me debo de haber confundido. No estoy viendo lo que me parece estar viendo.

Pero, aún peor: no me sorprende. Porque de alguna manera, en algún lugar muy dentro de mí, lo sabía.

Aprieto el pomo con tanta fuerza que su superficie jaquelada de éste me corta la palma de la mano. Él es mi mejor amigo; ella, mi hermana pequeña. No. No es ella. No somos nosotras. Nosotras no somos chicas tontas que flirteamos con chicos y que nos reímos de sus estúpidas bromas y se tocan como Rosie y Silas están haciendo ahora mismo, con las manos entrelazadas mientras ella se vuelve para mirarlo.

Rosie se ríe. Se acerca al cuello de Silas —que parece más alto y más mayor de lo habitual— y le enrosca los dedos en torno al pelo de la nuca. Él la rodea con los brazos por la cintura con aire protector, y una de sus manos se esconde bajo la camisa de seda de Rosie para acariciar su suave espalda. El áurea que los envuelve es sedosa y reluciente: la suavidad de la piel, el brillo del pelo y las lánguidas voces. Siento más que nunca las cicatrices de mi piel, como gruesas cuerdas que me quieren estrangular. Me cuesta tragar.

Silas se inclina. Se me encoge el corazón e imploro que se detenga, pero nadie me escucha. Ni siquiera sé si lo he expresado en voz alta. Rosie ladea la cabeza hacia atrás. La aprisiona un poco más con los brazos, encajona su pequeño cuerpo. «¡Parad, los dos! Somos cazadores. Estamos juntos en esto, ¿os acordáis? Lo prometimos; lo prometimos hace muchos años. Estamos juntos en esto». Se besan.

Y yo estoy más sola que nunca.

La puerta se abre con un chirrido, porque las bisagras están algo sueltas, y yo no hago nada para impedirlo. Sus cabezas se giran hacia el ruido y sus rostros palidecen cuando me ven de pie en el marco de la puerta. Screwtape sale corriendo de la cocina y se pone debajo de la cama donde dormimos Rosie y yo, como si percibiera mi rabia, la tormenta crece en mi corazón. Rosie no habla, a pesar de que tiene la boca abierta como si estuviera intentando buscar las palabras. Se aparta de los brazos de Silas pero lo coge de la mano. No me muevo. No creo que pueda moverme, no mientras siga viendo los puntos del cuello en los que Silas la ha besado.

—Lett —dice finalmente Silas, con voz ronca.

—No —susurro en respuesta—. No, no, no… —Me late el corazón tan fuerte que apenas puedo escuchar mis propias palabras. Nuestro corazón, palpitando.

—Lett, escúchame —dice Silas, dando un paso por delante de mi hermana. Ella se le agarra de la mano como si él la fuera a proteger—. Tampoco hay para tanto. Nos daba miedo que te enfadaras, eso es todo.

—Miedo.

Entro en el apartamento y me vuelvo para cerrar la puerta y respiro hondo en busca de energía mientras la cierro. «Respira, Scarlett. Sólo respira». Me vuelvo hacia ellos, intentando mantener mis emociones bajo control, intentando que ninguno de ellos vea que tiemblo de tristeza, de furia y de dolor.

—Me habéis engañado. Los dos me habéis engañado.

—No… sólo no te lo hemos dicho. Venga, Scarlett, por favor —me pide Rosie, que suelta la mano de Silas y corre hacia mí con lágrimas en los ojos. La golpeo con la misma fuerza que usaría para luchar contra un fenris. Rosie se tambalea hacia un lado, pero mantiene el equilibrio. Se restriega el brazo donde la he golpeado.

—No me lo habéis dicho. Lo habéis guardado en secreto, porque… porque yo… —Me miro las cicatrices—. Porque me margináis; porque soy la tipa rara que caza. Porque hago lo correcto. Porque yo… yo lucho. No dejo que la gente muera, mientras que vosotros dos estáis aquí, así… yendo a clases de baile y… de besuqueo y… —Estoy perdiendo el control.

Muevo la cabeza y elevo la voz más de lo que quisiera, reprimiendo las lágrimas.

—Ambos sois unos niños egoístas. Sabéis lo que hay en este mundo. Tenéis el poder para detenerlo. Y… y me abandonáis para que luche yo sola.

—Los tres somos cazadores, Scarlett. Pero hay muchas otras cosas en este mundo. Y debes saber que contra eso no puedes luchar —implora Rosie.

—Sí —le respondo bruscamente, con una voz que parece un gruñido—, ¡yo puedo luchar! Porque es lo que tenemos que hacer, Rosie. ¿A cuántas chicas podríamos haber salvado durante todo este tiempo en que tú estabas en clase de baile o aquí con él?

—Lo siento —dice sofocada. Las lágrimas le recorren el rostro. Silas la mira con dolor.

—Scarlett, nosotros… —se interpone Silas.

—¡Ah, sí! —grito con falso entusiasmo—. ¡Nosotros! Tú y mi hermanita, Silas. Sois una parejita feliz, ¿no? —Hago un gesto de desesperación—. Yo no puedo… No voy a quedarme aquí —digo apretando los dientes. Rosie se acerca para tocarme, pero yo la aparto con brusquedad.

»No —la corto—. No me toques.

Los tres nos miramos fijamente, con las caras llenas de dolor.

Me doy la vuelta, abro la puerta y me voy.