Capítulo 16. Rosie

Scarlett se ha ido al ayuntamiento porque la realidad es que intentar encontrar entre toda una región a personas que estén a punto de cumplir una edad múltiple de siete es bastante compleja. Se supone que Silas y yo tenemos que leer los periódicos, que siguen sacando en portada el aumento de asesinatos, y encontrar la más mínima pista acerca de los planes de los lobos.

Pero la verdad es que no lo estamos haciendo.

—Deberíamos estar investigando —digo entre risas.

Silas sonríe abiertamente, me presiona en los riñones y me hace fundir en otro ataque de risa tonta. La libreta de apuntes en la que he estado escribiendo yace en el suelo junto al sofá. Me rodea con el brazo y me atrae hacia él. Unimos nuestros labios, conmigo en su regazo, cogiéndolo por los hombros. El olor a roble y a bosque me llena los pulmones, como si me los introdujera con su respiración mientras nos besamos. Me acerco más a él hasta que me rodea con sus brazos y me abraza contra su pecho. Me parece lo natural, lo correcto, como si el cambio en nuestra relación fuera tan simple como estrenar ropa nueva.

Nos separamos, ambos sonrojados, sonriendo de oreja a oreja como locos.

—Vale. Ahora nos centramos. Cumpleaños de hombres lobo —dice Silas con falsa rotundidad.

Nos volvemos hacia las libretas casi vacías por un momento, pero la mano de Silas vuelve lentamente al ataque y me acribilla los riñones, y yo me fundo de nuevo en la histeria. Nuestro día de investigación es prácticamente un desastre. De hecho, los últimos cuatro días de investigación han sido un desastre.

¿La luz en la pesadilla de la investigación sobre los fenris y las cazas manivacías? Silas. Mi corazón sigue palpitando con fuerza cuando estamos juntos, pero ahora al menos sé que, si lo abrazo, no significará el fin del mundo y él me abrazará también. Me inspira la misma sensación de normalidad y de que hago lo correcto que ir a las clases del centro social, sólo que multiplicado por mil.

Han pasado casi cuatro semanas. Cuatro semanas de ir a clase en el centro social, cuatro semanas de la fase lunar del Potencial, cuatro semanas fuera de Ellison. Casi un mes entero enamorada de Silas.

—Podrías apuntarte a más —dice Silas cuando le cuento que hoy es el último día de clases.

Niego con la cabeza.

—No… no puedo seguir mintiendo a Scarlett. O le digo que estoy yendo, o lo dejo.

—La verdad es que me alivia oírte decir eso —dice Silas, mientras me pasa los dedos por el pelo—. No sé cómo, pero Scarlett me hace sentir culpable, y eso que no sabe nada de… —hace una pausa y me acaricia la mejilla— las clases. Entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Decírselo o dejarlo?

Suspiro.

—No lo sé. Supongo que no debería hacer ni una cosa ni la otra hasta que no encontremos al Potencial.

—Me parece bien —dice Silas—. O quizá deberíamos…, ya sabes, encontrar al Potencial.

—Ya, buena suerte —murmuro. Suspiro y me levanto—. Debería irme a clase. Si vas demasiado tarde, ya no queda ninguna buena.

—¿Quieres compañía para el camino? —se ofrece Silas, y me besa la mano antes de soltarla. Sonrío y me sonrojo; sigue haciendo que me sonroje.

—Puedes… me refiero a que… ¿me lo estás ofreciendo para ser amable, como antes, o me lo estás ofreciendo como… como…?

—¿Tu novio? —termina, alzando una ceja. Me ruborizo tanto que hasta las manos se me enrojecen. Silas sonríe.

Yo suspiro.

—No te rías. Es sólo que… esto es nuevo para mí. Tú has vivido esto antes.

Silas me alcanza y me lleva hacia él, con las manos fuertes y musculosas de blandir el hacha.

—Rosie —me reprocha—, créeme cuando te digo que nunca antes he hecho todo esto.

—Oh —musito, la única palabra que mi boca parece capaz de formular. Silas se sonríe abiertamente y me tira encima de él.

Nuestras piernas se entrelazan, reposo la cabeza en el recodo de su cuello y beso su piel con suavidad en un intento casi imposible de estar aún más cerca de él. Me desliza los dedos por el costado y luego cambia de posición para besarme la frente con ternura.

»Quizá la clase pueda esperar —mascullo mientras me estiro para besarle en los labios. Mi mano trepa despacio hacia la parte delantera de su camiseta acariciándole las líneas de los músculos que se marcan debajo.

—Te prometo —murmura en un tono tan aterciopelado que me hace estremecer— que tendremos muchas más oportunidades de… bueno… hacer esto —termina, a pesar de que sé que «esto» significa mucho más que mi mano en su pecho y sus labios en los míos. Me tumbo sobre él mientras me acaricia el pelo.

—Siempre y cuando lo prometas —susurro, sonriendo.

Silas se ríe en voz baja y me vuelve a besar; después dice que sí con la cabeza. Finalmente consigo apartarme y me doy prisa en vestirme para ir a clase.

Clase de tango.

Es la única clase que queda que no parece un rollo, como «Inversiones Inmobiliarias» o «Arreglo de Flores Artificiales». Hay un curso de pintura, pero después de la locura de la clase de dibujo, voy servida de arte por un tiempo. En la clase de tango la mayoría son parejas, y observo cómo se relacionan entre ellos mientras esperamos en el pasillo fuera del aula de danza. Posan los dedos sobre los brazos del otro, se besan en las mejillas, y sonríen con dulzura. Me pregunto si a mí se me ve como a esas chicas cuando Silas me abraza.

Un hombre pasa rozándonos, meneando las caderas y escurriéndose entre las señoras que salen de la clase de yoga. Entramos a la habitación en fila, las parejas con las manos cogidas, y el resto desperdigándonos tímidamente por atrás. Tanta apología para que haga cosas que no tengan relación con la caza, pero Silas nunca diría que sí a esto, así que hoy tendré que buscarme a otro compañero.

—Bien, damas y caballeros, me llamo Timothy —dice el chico del afeminado golpe de cadera, contoneándose hasta ponerse delante de la clase mientras se saca la chaqueta para revelar una camisa de vestir naranja—. Recordad: manteneos de puntillas, moved las caderas, chicas, y, sobre todo… ¡Recordad que es el baile del amor! ¡De la pasión! ¡Del sexo! —La sala suelta una risita y Timothy pestañea exageradamente—. Bien, pues. Veamos. ¿Quién de vosotros no tiene pareja? Levantad las manos. —Los del fondo del salón obedecemos—. Perfecto. ¡Mmm…! Vamos a ver…

Timothy se acerca hacia nosotros, contoneando las caderas, y empieza a juntar a la gente, aparentemente según la altura. Llega a mí y me agarra del bíceps para moverme.

—¡Vaya, una chica fuerte! —dice al notarme los músculos bajo la camiseta. Me ruborizo y le permito que me arrastre hasta alguien que está en la esquina de la sala, de cara a la pared, inspeccionando un cartel que muestra varias posturas de baile. Cuando Timothy le toca el hombro para que se gire, la larga cola de caballo del chico se columpia sobre su rostro. Tiene los ojos profundos y oscuros, como una escultura de piedra pulida a la perfección.

»Bieeeeen… ¡Ya lo tenemos! —dice Timothy mientras el chico y yo nos miramos.

—¿Cómo te llamas? —pregunto.

—Me llamo… esto… Robert —responde con voz cantarina.

Se detiene antes de decir su nombre, como si tuviera problemas para recordarlo. Se lame los labios y me lanza una mirada grave que me estremece.

—¡Los pechos más juntos que las cinturas, abrazados! ¡Mantened vuestra musicalidad, chicos! —dice Timothy, alzando los brazos como si tuviera un compañero invisible—. Damas, una mano en el hombro de vuestro compañero. Caballeros, una mano en la caja torácica de ellas, justo encima de la cintura. —La clase se reordena mientras cada cual busca la posición con torpeza. Intento no poner toda la mano sobre el hombro de Robert, pero él me agarra por las costillas tan fuerte que hasta me hace un poco de daño. Intento apartarme con un meneo de forma un tanto disimulada—. Y las otras dos manos las juntamos, así. —Timothy se aproxima a la pareja que tiene más cerca y les eleva los brazos hasta el nivel de los hombros.

Alzo la mano derecha y espero a que Robert la coja. Cuando lo hace, la manga se desplaza y destapa su muñeca.

Y lo veo. Un tatuaje simple de una moneda, con una flecha superpuesta. Es un fenris. Es un fenris y estoy bailando con él. Están literalmente «por todo» Atlanta.

—¿Te gusta el tatuaje? —pregunta Robert con ironía en la voz. Siento cómo le crecen un poco las uñas en la mano con la que me sujeta las costillas. No obstante, mantiene la transformación bajo control. «Céntrate, Rosie, céntrate. No te asustes». ¡Dios, no he cogido mis cuchillos de caza! Scarlett siempre me dice que los lleve conmigo a todas partes, pero no los he traído.

—Es interesante —respondo, maldiciéndome a mí misma cuando escucho un pequeño temblor en mi voz. Robert sonríe misteriosamente. ¿Sabrá quién soy? ¿Se lo habrán contado los de la manada de los Flechas cuando lo robaron a los Moneda?

Mientras Timothy sube la música, intento recordar todas las técnicas de lucha cuerpo a cuerpo que Scarlett y yo aprendimos en las clases de taekwondo a las que nos apuntamos en Ellison. Es sólo un fenris. Ni siquiera ha sido fenris durante mucho tiempo, a juzgar por el aspecto del tatuaje.

—Y damas, un paso adelante con el pie derecho; caballeros, hacia atrás con el pie izquierdo. ¡Sentid el ritmo!

No. Puedo matarlo. Soy una cazadora. Él es sólo un lobo. Un lobo fuerte, pero uno.

Damos un paso hacia delante, moviéndonos a la par con torpeza, con un ritmo forzado mientras Timothy da palmadas y dirige los pies de todos. Timothy nos manda separar las cabezas, y oigo cómo Robert inspira, saboreando el aroma de mi piel, de mi miedo.

—Se supone que deberíamos estar más cerca —me susurra al oído y tira de mí con fuerza. Sonríe—. Lo siento, pero soy el más joven de siete chicos. Necesito tocar a una chica.

«Céntrate. Sé el cebo». La música forma remolinos de violines estridentes y los gemidos profundos de los violonchelos punteados siguiendo un ritmo oscuro y violento.

Y yo sonrío, la sonrisa más coqueta y sensual que consigo formar, batiendo las pestañas para completarlo. Robert parece encantado de la forma más terrible, y me agarra más fuerte de la cintura. Libero las caderas, balanceándolas en cada paso. Me retiro el pelo de encima de los hombros y me ladeo para atrás para exponer el cuello cuando Timothy enseña un paso lento e invasivo. No me hará daño aquí; no puede arriesgarse. Cuando nos incorporamos, tiro los hombros hacia atrás. Las uñas de Robert crecen más; los dientes se le han afilado en unas pequeñas puntas y se han torado más amarillos. Y los ojos —¡madre mía, los ojos!— se le han oscurecido tanto que no puedo creerme que no se haya convertido ya totalmente en lobo. Palmas unidas y elevadas apuntando al cielo, descenso súbito a mi cintura, giro hacia dentro, giro hacia fuera, rodilla al suelo. Me saldrán morados en la cintura y en las muñecas, seguro. Hundo la mano en su hombro. Si por mí ha de ser, a él también le saldrán morados. Por lo menos hasta que lo mate.

—Un paso para atrás, un paso para el lado, sentid el ritmo, chicos, ¡no tengáis miedo al erotismo! —Timothy grita más alto que la música, pero yo apenas le oigo, como si me estuviera ahogando entre el sonido de los violines y el miedo. La sala gira a mi alrededor mientras realizamos las vueltas y las manos de Robert se tensan en mi columna vertebral. Se está resistiendo al cambio, a pesar de que ya le ha crecido el pelo, que se le apelotona como la piel del lobo. Aprieta la mandíbula. «Venga, me estás deseando, deseas devorarme». Si consigo superar la clase, podré hacer que me siga fuera y podré luchar contra él. Puedo hacerlo. Soy una cazadora. Nos agachamos de nuevo, damos vueltas. La canción se acelera, los violines luchan a la desesperada para seguir con el tempo, los chelos puntean de manera salvaje como si la música se moviera a lo largo de la misma vida del músico. Nuestros pies pisan fuerte, frenan, voltean; las cabezas giran, vuelven a girar. Me coge de la cintura y gruñe, y el gruñido casi se pierde entre los instrumentos de cuerda cuando Timothy sube el volumen. Paso decidido, giro, torsión, cabeza erguida.

Grito y me aparto de un salto, sorprendida al sentir repentinamente las garras en mi piel. Empujo a Robert, sobresaltada. ¡Delante de tanta gente! Me miro la cintura en los espejos que rodean la sala y veo cuatro puntos de sangre que se expanden por el tejido de mi camiseta. El resto de bailarines se quedan boquiabiertos. Timothy levanta las cejas y corre a quitar la música. Miro a Robert con asombro.

Y entonces se abalanza sobre mí.

No cambia, pero la mirada que tiene en los ojos no es para nada humana. Cae sobre mí, empujándome hacia atrás. La cabeza me rebota en el suelo de madera de la sala de danza como si fuera una muñeca y mi visión se torna de un rojo cegador por unos instantes. Los demás bailarines gritan. Algunos hombres corren hacia mí, pero yo controlo. Apuntalo mis pies debajo de él y le doy una patada con todas mis fuerzas. Vuela por encima de mi cabeza y se estampa contra uno de los espejos. Se hace pedazos, en una lluvia de cristales en los que yo y el resto de los bailarines horrorizados nos reflejamos en millones de trozos antes de que se desparramen sobre el cuerpo de Robert. Aturdida, intento levantarme pero no lo consigo; me ha golpeado más fuerte de lo que pensaba. Me toco la nuca con suavidad.

No se mueve. Más gritos. ¿Qué estoy haciendo? Tengo que levantarme, luchar con él. No, ha golpeado la pared como humano. No era lo suficientemente fuerte como para encarar ese tipo de golpe. Varias personas me ayudan a ponerme en pie mientras Timothy nos saca deprisa de la sala. No puedo dejarlo ahí. Debería volver sin que me vean y matarlo. Oigo fragmentos de conversaciones cuando una de las voluntarias del centro se abre paso hacia mí y cierra la puerta del aula de danza. Tengo punzadas en la cabeza, y alguien me incorpora para sentarme en la mesa de recepción.

—Vamos a limpiarte…

—La ambulancia está de camino…

—No te preocupes, cariño, está encerrado ahí…

—La herida le sigue sangrando.

—Estoy bien —digo finalmente. Me subo la camisa un poco para inspeccionar las heridas—. Ni siquiera necesito puntos.

—Cariño, ¿cómo es posible que sepas eso? —me pregunta una voluntaria con gesto de asombro. Pego un salto del susto cuando me pone una bolsa de hielo en la cabeza.

—Créame. Me han tenido que poner muchos puntos. —Miro hacia atrás, hacia la puerta del estudio. No puedo entrar de ninguna de las maneras. Delante de la puerta se han quedado varias personas, y a mi alrededor hay prácticamente una multitud. Mierda. Otro que se escapa—. Scarlett me va a matar —musito.

—Quienquiera que sea Scarlett, no te preocupes, corazón. Pero tenía razón, eres una chica dura —me dice Timothy. Le tiembla un poco la voz, como también las manos—. ¡Menos mal! ¡Ha llegado la policía!

En el exterior paran una ambulancia y dos coches de policía. Los ATS entran corriendo y, a pesar de las protestas de las voluntarias del centro y de los otros bailarines, los convenzo de que no necesito ayuda. Sólo me proporcionan un par más de bolsas de hielo y van hacia la sala de danza. Tenso las piernas, a punto para luchar contra el fenris, anticipándome a que va a estar esperando justo al otro lado de la puerta. Pero no. Cuando los ATS vuelven a aparecer, lo llevan atado en la camilla. Por su rostro gotea la sangre, y tiene trozos de cristal en la piel y en el pelo; pelo que sigue siendo sarnoso y que parece un pelaje, aunque dudo que alguien más se dé cuenta. Entreabre los ojos al pasar por mi lado. Timothy le dirige un sonido sibilante similar al de un gato, y el lobo vuelve a cerrar los ojos.

La gente rodea a los policías, deseosa de contar lo que ha pasado. Intento irme, pero Timothy insiste en que me quede y lo explique. Justo cuando estaba dando al oficial una versión de la historia muy descafeinada: «De repente me atacó; y yo le di una patada…», un Lexus entra derrapando al aparcamiento. De él sale un hombre trajeado que se anuda la corbata mientras atraviesa deprisa las puertas del centro social.

—¡Oficial! Soy Robert Culler Senior. ¿Mi hijo se ha visto envuelto en un incidente? —pregunta, alargando la mano al policía que me está tomando declaración.

—Sí, señor Culler. ¿Le importaría quedarse un momento para que hablemos con usted? Su hijo está de camino al hospital Grady…

—Por supuesto —dice el señor Culler. Me mira atentamente, después ladea la cabeza indicándome que le siga fuera de la multitud.

»¿Te ha hecho daño, el desgraciado de mi hijo? Puedo darte un cheque —propone en voz baja, sacándose un talonario del bolsillo—. ¿Cómo te llamas?

—Pues… —Sacudo la cabeza, preguntándome si le habré escuchado mal—. Rosie March. Pero no se preocupe, estoy bien.

—Sandeces —contesta el señor Culler—. Está enfermo, ¿sabes? Hará alrededor de un año ahora que está así, pero no es culpa suya.

El señor Culler observa la ambulancia mientras se aleja y luego se vuelve hacia mí:

—Intentamos internarlo, pero su comportamiento fue a peor, así que ahora tenemos un cuidador a tiempo completo. Supongo que hoy le ha dado esquinazo…

Firma el cheque con un movimiento de muñeca grandilocuente, lo dobla y me lo pone en la mano con tal agilidad que me da la impresión de que lo hace bastante a menudo.

—¿Te ha venido con esa estúpida cancioncilla de que es el más joven de siete hermanos varones?

Asiento.

El señor Culler pone expresión de paciencia.

—Ya, siempre dice eso. Puro cuento. Yo también soy el menor de siete hermanos varones, y no soy un loco. Es como tener a un niño de veintinueve años.

—No entiendo cómo ha conseguido usted que siga siendo… humano. —Digo la última palabra casi por accidente, pero el señor Culler se encoge de hombros.

—Me ha costado mucho dinero y preocupaciones. Pero mira, ya tienes tu dinero; ahora no creas que no tengo un abogado que te llevaría…

—¡Oh, no! —le corto—. No hay ningún problema.

—Vale, muy bien. Oficial, ¿quería hablar conmigo? —dice el señor Culler, volviéndose hacia el policía. Mientras están enzarzados en la conversación, me escabullo por la puerta y tiro las bolsas de hielo en la salida. Los rayos de sol son cegadores y siento la cabeza todavía un poco mareada. Me la masajeo con suavidad mientras desdoblo el cheque. Se me escapa una palabrota al ver la cantidad: dos mil dólares. ¿Dos mil dólares? ¿Por haber sido lanzada al suelo? Imagino que en los tribunales le hubiera salido más caro. Culler debe de saber que podría haberme matado. Me pregunto si habrá matado a alguna chica. Mantener a un fenris enjaulado de esta manera, intentando conservarlo como a un miembro de la familia… Me pregunto si por eso ha conseguido mantener la apariencia de humano mientras la mente de lobo lo estaba poseyendo. Años de práctica, supongo. ¿Sabrá su padre lo que es? Suspiro y vuelvo a doblar el cheque y me lo meto en el bolsillo mientras recorro como puedo las últimas manzanas hasta el apartamento.

—¿Dónde has estado? —pregunta Scarlett al verme entrar por la puerta tambaleándome. Su ojo desciende hasta las manchas de sangre de la camiseta. Silas aparece de detrás de la puerta de la nevera. Abre mucho los ojos y se me acerca. Me muerdo los labios, resistiéndome al impulso de acercarme también, de dejar que me abrace. Scarlett se levanta del sofá, preocupada.

»¿Rosie? ¿Estás bien?

—Sí, sí, estoy bien. He recibido un golpe en la cabeza, eso es todo. ¡Ah, y he conseguido dos mil dólares!

Silas y Scarlett intercambian miradas de preocupación; observo que Silas da un paso rápido hacia delante, como si quisiera correr a mi lado, pero se reprime de hacerlo.

—Tiene una contusión —dice Silas.

Scarlett expresa su acuerdo y empiezan a guiarme hasta el sofá.

—¡No! ¡No! Bueno, quizá. Pero mirad. —Saco el cheque del bolsillo y lo pongo de golpe en la mano de Scarlett. Lo desdobla y abre el ojo de par en par. Se lo entrega a Silas, que lo mira y me mira repetidamente por lo menos cuatro veces.

—Vale. A ver, ¿cómo has conseguido dos mil pavos, Rosie? —pregunta Scarlett.

Ando lo que queda de distancia hasta el sofá y me derrumbo en él. Scarlett y Silas se me acercan.

—Pues, bien… Estaba… Esto… —Suspiro y miro a Scarlett. Por fin la cabeza ha dejado de darme vueltas, y de golpe me doy cuenta de que le voy a tener que contar lo de la clase de danza—. Estaba en esa clase de tango —digo rápidamente— y había un fenris…

—¡Para! ¿En clase de qué? —pregunta Scarlett.

—Eh… mmm… una clase de baile —repito con tono dócil.

Silas hace una mueca.

—¿Una clase de baile? ¿Desde cuándo vas a clases de baile? —pregunta Scarlett, alzando ya la voz.

—Yo sólo… Me apunté a tres clases en el centro social y hoy he asistido a una clase de tango.

—¿Tres clases? Tú… ¿Tú crees que tenemos tiempo para clases de baile? —pregunta Scarlett. Primero parece asombrada; después, herida, y luego, furiosa; su ojo me mira echando chispas.

—No eran largas, media hora o una hora por clase… —Mis palabras se van apagando mientras Scarlett empieza a apartarse de mí.

—Yo… Yo vivo cazando, respiro cazando. Nos estamos quedando sin tiempo y…

Parece que se ha quedado sin palabras y se cruza de brazos. Ni siquiera me mira.

—Mira, Scarlett, lo siento, yo sólo…

—¿Tú lo sabías? —Se dirige bruscamente a Silas. Silas aparta la mirada pero luego le responde que sí en silencio. Scarlett se queda boquiabierta y hace un gesto de desesperación—. Déjalo. Es igual, déjalo. Explica lo del dinero —dice sin fuerzas.

Cuento rápidamente lo que ha pasado; la mirada de Silas parece de enfado y protectora a la vez; el ojo de Scarlett, frío e inexpresivo.

—Su padre me dio el dinero —termino—. Supongo que tiene miedo de que pongamos una denuncia o algo por el estilo. Pero no podrán mantenerlo controlado durante mucho tiempo. Ya es un monstruo…

—¿Creéis que es el Potencial que ya ha cambiado? —se pregunta Scarlett, más bien a sí misma que a Silas y a mí.

—No —niego con la cabeza—. No creo que sea posible. Tenía demasiado autocontrol como para que fuera un fenris recién formado. Además, su padre dijo que lleva así desde hace un año.

Supongo que cumplió veintiocho años el año pasado y que le mordieron durante su fase. Por cierto, era un Moneda, pero ahora es un Flecha…

El rostro de mi hermana se ensombrece.

—Pero ¿dijo alguna cosa más? ¿Alguna cosa que nos dé alguna otra pista sobre quién es el nuevo Potencial? —pregunta Silas con suavidad.

Se nota que está intentando que ambos nos reconciliemos con Scarlett.

Me encojo de hombros con tristeza.

—No mucho. Que tenía un montón de hermanos, al igual que su… —Me quedo helada. Examino la habitación detenidamente. Pego un brinco, olvidándome de la sensación de mareo y quemazón que tengo en la cabeza y cruzo la habitación de una zancada para coger ¡Mitos, leyendas, monstruos! Paso las hojas del libro como una fiera. «Venga ya, ¿dónde está?» No puede ser tan fácil. Por fin consigo encontrar la página que estoy buscando. Levanto la vista y encuentro la expresión intrigada de Scarlett y de Silas, y alzo el libro triunfante.

»Es el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón.

Cruzo las piernas y me siento en el suelo. Silas y Scarlett se levantan y se acercan corriendo hacia mí, y pasan de mirarme a mí a mirar la página.

—¿Y qué? Yo soy el sexto hijo varón de una familia y el noveno de todos los hijos, y tú eres la segunda; ¿qué diferencia…? —empieza a decir Silas, pero Scarlett le corta con una férrea mirada.

—El séptimo… —No acaba la frase porque corre a coger una pila de papeles. Tira unos cuantos al suelo antes de sacar la necrológica que imprimimos de Joseph Woodlief.

»Joseph también. Era el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón.

—El séptimo hijo de un séptimo hijo, cada siete años —musita Silas con un poco de orgullo en la voz que creo que está dirigido a mí. Intercambiamos una mirada y cierro despacio ¡Mitos, leyendas, monstruos!.

—¿Creéis que eso es todo? ¿Que eso es todo lo que hay? —susurra Scarlett, dejándose caer de espaldas en el sofá.

—E incluso si no lo fuera, ¿cuántos séptimos hijos varones de séptimos hijos varones puede haber en la ciudad? —dice Silas. Me coge de la mano y, a pesar de que Scarlett está mirando, no me sale apartar la mía—. Lo… Lo tenemos. Ahora sólo hay que encontrarlo.

No hablamos. Aprieto la mano de Silas y él me sonríe mientras Scarlett se levanta y empieza a andar, sumida en sus pensamientos.

—Buen trabajo, cariño —me susurra Silas. Cuando Scarlett nos da la espalda, me agarra hacia él y me besa la frente con adoración.