Capítulo 15. Scarlett

Ando kilómetros sin rumbo fijo. Yo si que puedo cumplir con mis obligaciones. No se trata de un juego inútil. Silas se equivoca. Estalla un trueno sobre mi cabeza.

Giro en un callejón que creo que conduce a un complejo de viviendas baratas y canchas de baloncesto en mal estado. En la esquina hay una escuela con aspecto hosco, que parece vencida por la criminalidad del barrio. Tengo la mente tan vulnerable que siento como si fuera a explotar la presión. Los lobos merodean por las escuelas a veces. Merece la pena echar un vistazo.

Me cuelo por entre las puertas de la escuela justo cuando empiezan a caer las primeras gotas de lluvia. Cuando llego al ruinoso edificio, lo que cae ya es una verdadera tormenta.

El colegio debe de estar cerrado porque el aparcamiento está vacío, excepto por una castigada ranchera marrón que está aparcada al lado de una hilera de espesos setos. En su interior hay un hombre mayor con una barba muy espesa que gesticula hacia una persona que no diviso para que se acerque a la puerta del copiloto. Me aproximo poco a poco para observar desde la esquina con quién está hablando. Es una chica de secundaria que sostiene nerviosa y firmemente los libros contra el pecho, bajo un paraguas a cuadros.

—¡Sólo necesito unas indicaciones! —dice el hombre, con una especie de risa ahogada. La chica niega con la cabeza y se aleja un paso del coche hasta poner bastante distancia entre ellos. «Bien hecho», me digo para mis adentros. Corro desde la esquina de la escuela hasta los arbustos, ignorando el agua de la lluvia que cae en mi ojo. El hombre la vuelve a llamar.

—Mire, es que yo no conduzco. No puedo indicarle bien las señas. Espere a que venga mi madre; ella le podrá decir —le responde la chica.

El hombre hace un gesto de asentimiento y aparca el coche. Después sale y va hacia ella con paso lento y decidido. La cara de la chica palidece e intenta abrir desesperadamente la enorme doble puerta de la escuela, pero está cerrada. Me brota por el cuerpo ese familiar aumento de adrenalina, el amor por la caza, el amor por mi cometido. El hombre se acerca a ella, con las manos en los bolsillos y una mirada oscura en los ojos.

En un movimiento rápido, salto hacia ellos y blando el hacha. Me sitúo detrás del hombre y le pongo la hoja del arma en el cuello, con una risita al ver su sorpresa. Se vuelve a tientas para verme la cara. «Transfórmate, monstruo. Puedes convertirte en mi segunda caza con éxito».

—Oiga, señorita… —me dice con voz ronca, dando un paso hacia atrás. Detrás de él, la chica parece haberse quedado helada de miedo y de confusión.

—Oiga, lobo —le respondo en voz baja. Me mira durante largo rato, después sale corriendo por mi izquierda. Yo soy más rápida; doy un giro brusco con el hacha y se la clavo en el brazo, dejándole una profunda línea de color carmín. El hombre grita y se toca la herida, cayendo de rodillas.

—¡Mala puta! —Su grito resuena contra las paredes de la escuela y a través de la sábana de lluvia. Doy un paso hacia él y elevo el hacha. «Transfórmate. Lucha conmigo».

El rostro del hombre palidece como si fuera él la víctima. Levanta la mano en protesta.

—Mire, yo no pretendía nada. Lo siento. La dejaré en paz —implora.

Los fenris no suplican. Recorro con el ojo los brazos moteados por la edad, hasta las muñecas.

No tienen nada, ni tatuajes ni marcas de ninguna manada. Sólo un montón de pecas.

La frustración me invade el rostro y dejo caer el hacha a un lado. El hombre tiembla; la sangre de la herida le baja hasta los dedos. Me vuelvo para mirar a la chica, que me está mirando con cierta gratitud aterrorizada.

Me he equivocado. Es sólo un hombre, un hombre oscuro, un monstruo pero no un lobo. Realmente, estoy perdiendo el control.

—Vete —le murmuro, dando un paso atrás. El hombre se levanta y corre hacia su coche. Sale del aparcamiento derrapando entre el chirrido de las ruedas sobre el asfalto húmedo.

Me quedo parada, dejando que el agua corra por mi ropa y por el hacha. Me he equivocado.

No puedo hacer esto sola. Necesito a mi hermana. Necesito a mi socio. Acaba de regresar; no puedo dejar que vuelva a desaparecer.

—Además —inspiro y cierro los ojos—, no sólo los necesito para cazar.

Me vuelvo y miro a la chica, que sigue empotrada contra las puertas de la escuela.

—¿Estás bien? —le pregunto.

Asiente.

—¿Quién eres? —pregunta, con un filo de voz apenas audible por la tormenta.

No respondo. Me vuelvo y me alejo con un andar pesado hacia los arbustos y rodeando la escuela.

No puedo hacer esto sola; no puedo hacer nada sin Rosie y Silas. Pero debo hacer que se centren. Debo conseguir que no abandonen la caza.

Que no me abandonen.

Cuando vuelvo al apartamento, Rosie está sentada a la mesa del comedor, con una toalla en el pelo. El agua corre en la ducha e indica dónde está Silas. Echo un vistazo a la habitación; Screwtape está empapado, lamiéndose la piel con indignación al lado de nuestra cama.

—¿Qué os ha pasado? —pregunto sin fuerzas.

Me saco la ropa y la dejo en una pila húmeda fuera de nuestra habitación.

Screwtape se ha escapado —explica Rosie.

Percibo algo en su voz, un tono cantarín que suena como si fuera la voz de una princesa de dibujos animados. Le alzo una ceja, pero no levanta la mirada del libro que está hojeando. Callo y me pongo una camiseta y unos vaqueros secos.

—Éste ya me lo he leído. Dos veces —le digo.

—Lo siento. Sólo intentaba ayudar —comenta Rosie, cerrando el libro.

—Lo sé. —Intento sacarme el tono amargo de la voz, pero es difícil. La frustración que me ha causado Silas me sigue hirviendo bajo la piel.

»¿Se te ha ocurrido algo nuevo? —pregunto a mi hermana, mientras me siento a su lado a la mesa.

—No. Quizá tengamos que volver a empezar —dice Rosie con un pequeño suspiro. Lanza el libro al suelo y no coge otro—. Silas dice que va a ver a Pa Reynolds. Pero yo me quedaré a investigar contigo.

Rosie estira las piernas y las coloca sobre un pila de libros y veo que tiene las pantorrillas untadas con una loción de calamina rosa.

—¿Para qué es eso? —le pregunto.

Rosie se encoge de hombros.

—Parece ser que mientras estábamos buscando a Screwtape pisé unas ortigas. Pero me he lavado con agua y puesto la calamina a tiempo, creo.

—Espero que sí —le contesto mirando su piel perfecta—. Las ortigas joden mucho. ¿Recuerdas cuando nos salió aquella urticaria de pequeñas?

—No —me corrige Rosie—. Te salió a ti primero porque te revolcaste sobre las ortigas por accidente mientras jugábamos, y se te hinchó toda la cara. Pero… ¿sabes por qué me salió a mí una semana más tarde?

Hago un gesto con la cabeza.

—Lo hice a propósito. Salí de casa y me revolqué en la misma mata de ortigas.

—¡Serás burra! —le digo riendo.

Rosie asiente con la cabeza.

—Mamá dejó que durmieras con ella en la cama. Y yo tuve que dormir sola en nuestra habitación, y me sentí desamparada.

—¿Y por eso te revolcaste en las ortigas?

—¡Te tenía tantos celos…! Hubiera hecho cualquier cosa para ser como tú, incluso una estupidez… —dice, dejando morir la frase.

Silas nos interrumpe al salir del baño, vestido con ropa arrugada y enganchada a su piel todavía mojada. Me ignora y empieza a rebuscar entre su maleta hasta que saca un par de calcetines del montón de ropa. Observo que tiene crema de calamina en los antebrazos.

—¿Me ha dicho Rosie que irás a ver a Pa Reynolds? —le pregunto. Mis palabras representan en cierto modo una oferta de paz.

—Sí. Desde que estamos aquí he ido sólo una vez —responde Silas, dejando caer la toalla mojada en el respaldo de una silla—. Volveré sobre las ocho o las nueve, supongo. ¿Vamos a cazar esta noche?

Respondo afirmativamente.

—Pero podemos salir sin ti, si quieres. Siempre puedes alcanzarnos y empezar a cazar más tarde. —Otra oferta de paz, pero ésta me cuesta más decirla.

Silas parece impresionado, y le percibo un pestañeo de culpabilidad en los ojos. Mira a Rosie, y después me mira a mí otra vez con una sonrisa de disculpa.

—Me parece bien, Lett.

Se pone los zapatos y se alborota el pelo con los dedos; nos dice adiós con la mano y se va. Todavía está enfadado, por lo menos un poco. A Silas siempre le cuesta un tiempo calmarse. Pero lo necesito a él y necesito a Rosie. No quiero estar sola. Dudo, y después corro tras él. Está en el rellano del segundo piso cuando alcanzo la puerta.

—Puedo ir contigo, si quieres —le ofrezco.

Silas alza la vista para mirarme y de su rostro sale una sonrisa triste.

—No te preocupes. Ya iremos juntos otro día.

—Está bien —le respondo, pero no se mueve. Miro hacia abajo—. Vas a volver, ¿no?

Silas parece sorprendido.

—No te voy a abandonar sólo por el hecho de que seas una pesada —dice—. Además, Lett, ¿a qué otro lugar iría?

Respiro profundamente.

—Es verdad.

Silas sigue bajando la escalera y yo vuelvo a entrar al apartamento. Nos necesita, y yo los necesito a ellos.