Capítulo 14. Rosie

—Nada —suspira Scarlett—. Se acabó. Me he leído todos los libros de la biblioteca relacionados con hombres lobo o con fenris. He impreso siete docenas de páginas de internet y allí tampoco he encontrado nada. Nada. —Scarlett mira por la ventana. El cielo está lleno de tupidas nubes cargadas de lluvia, que iluminan el apartamento con una luz fría color azul pálido. Hago unas ranas de origami con algunas de las viejas notas de Scarlett, esperando que mi hermana no me pregunte dónde he aprendido a hacerlas.

Han pasado tres días de lo de la bolera. En un primer momento, Scarlett parecía contenta de haber matado al menos a dos fenris. Pero después ha resultado que le ha servido de impulso para estar más motivada para encontrar el Potencial y volverse a enfrentar al alfa Flecha. Aún me incorporo de golpe en la cama por las noches al ver las garras del lobo sobre mi cabeza, con la sensación de que no había nada que hacer más que simplemente esperar el golpe. Si no hubiera sido por Silas…

—Se nos acaba el tiempo —dice Scarlett, levantándose para ponerse un vaso de agua. Roba los restos de galletas con forma de animal que quedan en una bolsa. Como si se burlara de ella, la campana de la iglesia repica una vez para indicar un cuarto. Suspira.

»Tiene que haber algo más que podamos hacer. Sin el alfa, nos podríamos haber cargado el grupo en la bolera. Quizá deberíamos probar a hacer otra vez algo por el estilo.

—Pero no con la manada de los Flechas —interrumpe Silas desde el sofá, donde está estirado, jugando con una pelota de tenis—. Me imagino que el alfa habrá avisado a toda la manada sobre nosotros tres. Y, además, ¿no habíamos quedado en que cazaríamos principalmente para sacar información sobre el Potencial?

—No podemos ignorar una manada de lobos —responde Scarlett, sacudiendo la cabeza con un punto de desesperación en la voz—. Y, además, aún están los Campanas. Y los Monedas. Sus alfas no saben quiénes somos…

—Ya, y probablemente mientras hablamos están siendo absorbidos por los Flechas —dice Silas de forma taciturna mientras se incorpora—. Se están organizando. Les conviene más unirse en una sola manada y encontrar al Potencial que perder al Potencial a cambio de mantener el grupo más pequeño. Una manada unificada será mucho más difícil de combatir que tres.

—Entonces, ¿qué hacemos, Silas? ¿Tienes alguna sugerencia? —contesta con brusquedad Scarlett, dando un golpe tan fuerte con el vaso en la encimera que Screwtape sale corriendo de la habitación. Silas suspira.

—No lo sé, Scarlett. No es mi intención hacerte enfadar, sólo estoy diciendo que llevamos aquí casi tres semanas y lo único que sabemos es que el Potencial es una persona en concreto, que se transforma sólo en un período concreto y que tiene una fase lunar activa sólo cada siete años. Eso en la mitad del planeta, y que todo eso de la luna-llena-después-del-cumpleaños no nos sirve de nada a no ser que pienses empezar a presentarte en las fiestas de cumpleaños de la gente. Puede que este trabajo sea demasiado grande para nosotros, Lett. Quizá nos deberíamos centrar en la caza en lugar de querer usar de cebo al Potencial —dice con ese tono firme que parece que se guarda especialmente para Scarlett.

—¿Cazar con qué, Silas? ¿Tú? ¿Yo? ¿Se supone que Rosie tendrá que ser el cebo de toda una ciudad? ¡Ni siquiera podemos hacer mella en la población si no tenemos al Potencial!

—¿Y qué? ¡Si tampoco estabas haciendo mella antes! ¡Antes de que metiéramos al Potencial en esto, estabas muy feliz cazando a los lobos de la periferia! —responde. No le asusta pelearse con ella, pero a ella tampoco le asusta pelearse con él.

—¡El conocimiento te impide huir de la responsabilidad! —grita Scarlett, roja de rabia—. Ahora sabemos que podemos utilizar al Potencial, y hacerlo es nuestro cometido. No escojamos el camino fácil, Silas.

Silas se sienta y murmura alguna cosa entre dientes. El rostro de mi hermana está encendido; la rabia le hierve bajo la superficie de la piel.

—¿Qué has dicho? —pregunta con voz peligrosa, y veo que ella sí que ha entendido las palabras de Silas.

Considero entrar en la conversación aprovechando el silencio, pero no estoy segura de que pueda. ¿Con quién estaría de acuerdo? ¿Con la hermana de la cual soy parte o con el chico al que amo? Mantengo los labios cerrados.

—Olvídalo. —Silas sacude la cabeza y trata de alcanzar un libro.

—¡Dime!

Silas inspira y mira a Scarlett.

—Lett, quizá se trate de tu cometido, pero no del mío.

Parpadea hacia mí sólo por un instante mientras dice esto, pero yo miro hacia otro lado. Yo no puedo decirle eso a mi hermana. Afortunadamente, la rabia de Scarlett explota y no detecta la mirada.

Su voz salta.

—¿Que no es el tuyo? ¿Que no es el tuyo? ¿Sabes qué? ¡Vale! ¡Vete a San Francisco y pásatelo bien! —Scarlett suspira, y las palabras le serpentean por la lengua—. Pero su sangre está en tus manos, Silas. Todas las chicas a las que podrías salvar pero no salvarás. Espero que sus vidas valgan el precio de una clase de guitarra para ti. Espero que consideres cómo se sentirían sus madres, padres y hermanas. Me pregunto si podrías explicarles que sus niñas murieron porque tú querías aprender a tocar la puta «Brilla, brilla, estrellita».

—Venga, ya, Lett —empieza a decir Silas, y veo que, en su rostro, la culpabilidad sustituye a la frustración. Scarlett levanta las manos y agita la cabeza. Me mira.

—Rosie, estamos tú y yo, parece —dice. Sus palabras van dirigidas a Silas, pero me las lanza a mí. Asiento, con miedo de mirar a Silas, parpadeando para contener las lágrimas de la frustración. Scarlett se vuelve sobre sus talones, coge el hacha y se va, dando un portazo que provoca que la puerta rebote contra el marco y se abra de nuevo.

Por un instante se hace el silencio. Trago el nudo que tengo en la garganta y corro hacia la cocina y lanzo los platos del desayuno con tanta fuerza que oigo uno que se rompe. Debo cazar. Es mi hermana. Debo cazar; matan a las chicas, se las comen, y yo puedo evitarlo.

—Rosie —dice Silas con un suspiro.

—No —respondo con brusquedad—. No deberías haberle dicho eso, Silas. Tiene razón. Es nuestro cometido.

—Rosie, tú no quieres pasarte toda la vida cazando y estudiando lobos más de lo que yo quiero. No quiero herir a Scarlett, pero no puedo vivir de la forma en que ella vive… y tú tampoco —dice. No estoy segura de si se está disculpando sobre lo de Scarlett o si me está suplicando.

—¡Es mi hermana! —grito, con el rostro acalorado. La frustración se me fundirá enseguida en llanto; estoy segura.

—Tu hermana —repite Silas, con unos profundos y brillantes ojos que, en la habitación bañada de luz azul, parecen gotas de obsidiana—. No tú. Tú eres tú, Rosie. —Sus palabras no son precisamente amables, sino duras.

Me río con sarcasmo y unas cuantas lágrimas logran escaparse de las pestañas que las retenían; me bajan por la cara y acaban uniéndose a mis manos en el agua sucia de lavar los platos.

—Tenemos el mismo corazón —murmuro, apartándome el pelo de mi rostro mojado. El mismo corazón, que se partió en dos para que yo pudiera estar más tiempo a salvo dentro de nuestra madre, mientras ella anteponía su cuerpo al mío. Como antepuso su cuerpo al mío para que yo pudiera estar más tiempo a salvo de las fauces del monstruo. Siempre anteponiendo su cuerpo al mío, siempre dispuesta a que la hieran, a que la corten en pedazos y a que le den hachazos mientras que yo veo con los dos ojos y puedo pensar en una vida más allá de la caza.

¡Soy tan egoísta…! Tan mezquina y egoísta… De repente retumba un trueno, tan fuerte que hace temblar todos los cristales baratos de las ventanas. Ya veo algunos rayos a lo lejos, uniéndose a las perfectas líneas de luz de los rascacielos de la ciudad. No falta mucho para que empiece la tormenta.

Me vuelvo para contestar otra vez a Silas, para preguntarle cómo se atreve a ni siquiera cuestionar por qué yo lo dejaría todo para cazar con Scarlett. Pero antes de que pueda decir nada, veo por un instante una piel gris moviéndose furtivamente en la puerta. Se me cae el cubierto que tengo en la mano y pego un grito.

—¡Nadie ha cerrado la puerta! —Paso corriendo por al lado de Silas y, sin pararme, tiro de la capa que estaba sobre la silla. Echo atrás de un salto gigantesco y cojo de la encimera una de las cestas de mimbre que usamos para la ropa. Screwtape no se deja coger; la única forma es atrapándolo con algo. Me coloco la capa carmesí sobre los hombros, salto los escalones de dos en dos, abro la puerta de un golpe y empiezo a llamar a Screwtape como una loca. ¿Por qué todo en esta ciudad tiene el mismo color gris pálido que el pelo de Screwtape? Estúpido gato, estúpido, estúpido gato.

—No puede haber ido muy lejos. —Silas se me acerca corriendo, con el semblante preocupado en la mirada. No contesto por miedo a que mi voz salga en forma de chillido patético. Tanto movimiento a mi alrededor, y nada me es familiar; todo es adusto, esquinas cuadradas, codos y coches que chirrían al detenerse en una señal de stop. Nada tiene que ver con el andar lento y lánguido de mi gato. Mis ojos cruzan la calle hasta el solar vacío de enfrente. Percibo un movimiento gris detrás de una valla metálica.

—¡Ahí está! —grito tan bruscamente que un mensajero en bici casi se mete en una boca de incendios. Lo ignoro y cruzo la calle corriendo, con la capa que me vuela a las espaldas. Lo he visto, seguro. Corro junto a la valla hasta que encuentro una parte suelta. Silas aparece a mi lado. Me coge la cesta de las manos y me sujeta el trozo de valla para que pueda pasar. Luego arroja la cesta por encima de la valla y después trepa y la salta.

Silas se pone en pie entre el sonido metálico de la valla que se queja. Aquí hay algo de silencio, como si la espesa hierba y los coches abandonados que han echado raíces junto a la valla bloquearan el sonido de la calle de fuera. A ambos lados, los edificios están en estado de práctico abandono: viejos balcones de madera que nos miran de reojo, paredes de ladrillo coronadas de trozos de botella amenazadores, algunas prendas tendidas de una colada olvidada y sábanas sacudidas por el aire de la tormenta inminente. Un par de gruesas gotas de lluvia me recorren el cabello. Me arrodillo sobre la tierra para buscar por debajo de los coches oxidados. Los ladridos furiosos de un perro de chatarrería me hacen incorporar de un salto. Me mira fijamente con ojos amarillentos desde el otro lado de la valla.

—¿Estás segura de que le has visto? —grita Silas desde la otra punta del solar, donde está rebuscando entre las enormes hierbas. Asiento en silencio, la garganta dolorida por la horrible y negra bola negra de miedo que se me ha instalado en el paladar. Vuelvo a llamar a Screwtape.

Y después sólo grito.

Screwtape, Scarlett, Silas, una retahíla de sonidos sibilantes que ya no puedo diferenciar. Quiero que alguien ponga las cosas en su sitio; quiero que alguien consiga que no me sienta como si constantemente el corazón y la cabeza tiraran de mí en direcciones opuestas. Lo que quiero por encima de todo es que alguien me diga qué debo hacer, que encuentre a mi gato en la lluvia y restablezca cierto sentido de normalidad a todo. Silas se levanta y me mira, con el pelo enmarañado sobre la cara por el viento y su camiseta cubierta de barro.

—Para —pide enérgicamente. Niego con la cabeza; no puedo parar—. Venga, Rosie. Tú tienes el control; no necesitas que te rescaten —dice, leyéndome los pensamientos—. ¡Vamos!

Digo que sí con la cabeza entre sollozos, y, sin siquiera acercarnos un paso, nos damos otra vez la vuelta. Respiro profundamente pero paro de llorar. Sigo buscando entre la suciedad, mirando en los asientos llenos de telarañas de antiguos Volkswagen y sacudiendo otra vez la valla metálica.

—¡Espera! —grita Silas, y seguidamente se oye un espantoso trueno. Me incorporo de un brinco y me vuelvo. Silas está corriendo a lo largo de la pared opuesta, donde el solar se encuentra con los pisos semiabandonados. Entra y sale de entre las hierbas siguiendo una sombra gris que se mueve rápidamente entre coches y electrodomésticos viejos y por debajo de la maleza. Corro hacia Silas para unirme a él en el mismo instante en que el impacto de otro trueno estalla en el cielo y empieza a llover tan fuerte que nos caen encima escombros de los balcones en ruinas de los pisos.

—¡Vete a la izquierda! —le grito.

Silas ataja en esa dirección y yo me adelanto, saltando por encima de un motor oxidado y de los restos de una antigua máquina de pinball. Screwtape sale rápidamente de debajo de la máquina de pinball, pero tan pronto como le caen encima unas pocas gotas de lluvia, da media vuelta.

—¡Pásame la cesta! —me pide Silas, pero ya se la he lanzado. La recoge y la invierte contra el suelo en un solo y veloz movimiento. La cesta atrapa sonoramente a Screwtape antes de que pueda volver a esconderse bajo el motor.

—¡Ja! —grita Silas, sonriendo mientras pone el pie encima de la cesta para sujetarla. Screwtape se lanza contra las paredes de su celda. Río y respiro aliviada, con lágrimas que resbalan por mi rostro a pesar de la sonrisa que parece que se me ha quedado estampada permanentemente en mis mejillas.

—¡Ostras, Screwtape, te odio! —lloro y río en un mismo respirar mientras ando cansada hacia ellos. Tengo la ropa llena de barro y el pelo, enredado; pero no me importa. Observo por las rendijas de la cesta a Screwtape, que me mira como si le hubiera traicionado. Me levanto y me encuentro con la mirada de Silas.

»Gracias, Silas —digo, a pesar de que las palabras se oyen menos de lo que quisiera. Algo dentro de mí hace runrún, revolotea por mi pecho incitándome.

—Por supuesto —murmura. Me mira fijamente, su mirada me está succionando. Se lame los labios con nerviosismo y se lleva una mano al pelo. Screwtape maúlla porque la lluvia aumenta. Caen gotas sobre las pestañas de Silas que le gotean sobre el labio. ¿Por qué me fijo en sus labios? Me retiro el pelo detrás de las orejas mientras la intensa lluvia ahoga los sonidos de la ciudad al otro lado de la valla.

—Rosie —dice, o quizá sólo articula la palabra. Me toca con los dedos las yemas de los míos, y esta vez muevo la mano y entrelazo mis dedos con los suyos. Silas inspira, como si fuera a decir alguna cosa más, como si quisiera decir alguna cosa más, pero en cambio me lleva hacia él, reduciendo la distancia entre nosotros hasta que su pecho se encuentra con el mío en cada respiración. Su cuerpo es cálido, y sentirlo contra mí y sentir el calor de su piel me trastorna.

»Lo siento —murmura, pero no se aleja.

—¿Por qué?

—Porque hay algo que debo hacer —dice, con la voz suave como el terciopelo. Silas desata sus dedos de los míos y sube las manos hasta mi rostro, para secarme las gotas de agua con la palma. El cosquilleo de mi pecho se extiende por todo mi cuerpo, late en mis venas, suplica ser liberado. Pongo las manos sobre su pecho como si supiera lo que estoy haciendo, y finalmente se inclina hacia mí y me coloca suavemente el mentón hacia arriba.

Sus labios se unen con los míos, primero con indecisión, después con avidez, y me sujeto a su camisa como si cogerme a él me librara de irme flotando con la tormenta que tengo en la cabeza. Lleva las manos a mi espalda; una se queda en mi cadera mientras la otra me presiona hacia él, hasta que creo que podría fundirme en él porque nunca jamás me había sentido tan a gusto.