A Rosie le pasa algo.
Es algo insignificante, algo que nadie notaría, excepto la otra mitad de su corazón. Coge los palillos y rebusca entre los trozos de comida china con una ligereza desconocida que me asusta. ¿Cómo es posible que algo de Rosie me resulte extraño? Se deja caer en el suelo, arrastra un libro hasta ella, lo abre y se pone a hojearlo entre trozo y trozo de pollo agridulce. Silas levanta la vista del libro que está repasando por segunda vez y la mira. Pero, al parecer, soy la única que hace algún progreso; tengo un montón de notas a mi lado.
Sacudo la cabeza y vuelvo al libro que estoy estudiando detalladamente: ¡Mitos, leyendas, monstruos!, de Dorothea Silverclaw. No sé por qué, pero dudo de que éste sea su verdadero nombre, como dudo hasta de que sepa lo que es un fenris. Los llama hombres lobo y los describe como si fueran lindos lobitos que se convierten en adolescentes peligrosos. Se vuelca en el aspecto supersticioso: el ajo detiene a los vampiros, los fantasmas no pueden cruzar cursos de agua, el séptimo hijo de un séptimo hijo está maldito, las hadas quieren robarte a tus hijas. Seguro, Dorothea. Me atrevería a decir que lo que hemos aprendido de Pa Reynolds es mucho más útil que todo lo que he encontrado hasta ahora en la selección que hice en la biblioteca de leyendas sobre hombres lobo.
Pero aunque Silas y yo hemos anotado todo lo que Pa Reynolds nos contó sobre los fenris, y yo lo he combinado con lo que he sacado de estos libros, seguimos sin poder precisar demasiado sobre el Potencial.
—Puede que le estemos dando demasiadas vueltas —dice Rosie, cerrando su libro de golpe.
Suspiro y tiro el montón de papeles que tengo en la mano.
—Puede. O puede que sea inútil. Tenemos que ir a cazar otra vez, aunque no podamos matar nada; puede que oigamos algo, que consigamos alguna información o… algo. Cualquier cosa. —Hasta yo me noto la desesperación en la voz. Ahora ya no paro de pensar en encontrar al Potencial, es como una adicción. La idea de tener que volver a casa con las manos vacías me duele físicamente.
—No te preocupes, Scarlett —dice Rosie con ternura. Me ha hablado con este mismo tono de voz docenas de veces antes que ahora para calmarme: la primera vez que lloré al ver el aspecto de mi cara mutilada, cuando nos quedamos sin dinero y vendimos las primeras pertenencias de Oma March, cuando estaba convencida de que, sin Silas allí, los lobos invadirían Ellison. No es lo que dice, sino cómo lo dice, de una forma que hace que la crea, no importa lo que pueda ser o no verdad—. Iremos a cazar esta noche —añade. La miro a los ojos. El cambio misterioso está ahí, oculto tras una expresión dulce y reconfortante.
Su tono resulta familiar, pero esa mirada suya sigue siendo nueva, extraña. Tenemos que ir a cazar otra vez, y no sólo porque necesitemos información. Cazar nos devuelve la sensación de una sola identidad, recompone el corazón roto. No es que tenga demasiado sentido estando los fenris tan concentrados en lo suyo, pero, aun así, pondrá las cosas en su sitio, no sólo con Rosie, sino también con Silas; nos unirá, independientemente de qué clase de mirada extraña tenga mi hermana en los ojos.
—Entonces, esta tarde saldremos temprano —digo.
—Vale, pero ahora que lo pienso, quizá deberíamos cambiar nuestro plan de caza —sugiere Silas, levantándose para poner su plato en la fregadera—. Supongo que necesitamos información ya. Ésta no es una cacería normal.
—¿Alguna idea? —pregunto. Parece que las cosas empiezan a ponerse en su sitio. Silas y yo planeando una cacería, preparándonos para conquistar la noche.
Silas responde, encogiéndose de hombros:
—Bueno, podríamos dividirnos. Así cubriríamos más terreno.
Frunzo el ceño pero ¿qué puedo decir? ¿Que no, que Rosie no puede ir sola? ¿Que quería cazar para estrechar los vínculos entre Rosie y yo, entre Silas y yo? Tengo muchísimas ganas de decir que no, pero la verdad es que es una buena táctica y hay gente muriendo. Suspiro y muestro mi conformidad.
Varias horas después, los tres estamos al pie de la escalera. La luz de las farolas de fuera se derrama sobre los rostros de Rosie y Silas; por un momento es como si tuvieran cicatrices como yo.
Rosie parece nerviosa, pero sé que nunca lo admitirá. «Puedes cazar sola en esta ciudad, Rosie. Seguro que mejor que yo».
—¿Nos volvemos a encontrar aquí, pongamos… a las tres de la mañana? —sugiero, pasando el dedo por el mango de mi hacha.
—A las dos —dice Silas—. Venga, Lett, los hay que dormimos. Y además, si a las dos no hemos encontrado nada, ya no lo encontraremos después.
Lo miro con expresión de disgusto pero acepto.
—Vale. A las dos. A no ser que estemos siguiendo a algún fenris o algo así. En ese caso, continuamos. Rosie, si encuentras un grupo… —Rosie me lanza una mirada de frustración y dolor. No quiero decirlo, porque sé que le hace daño oírlo, pero…—, ten cuidado, Rosie. Por favor. —Me siento un poco mejor al ver que Silas le echa una mirada que reitera mi petición.
—Lo tendré —nos responde con un suspiro, apretándose el cinto de los cuchillos.
—A ver: yo volveré al parque donde vimos a aquellos tres —digo, intentando ocultar la impaciencia en mi voz. Cinco… ojalá pudiera volver a ver a aquellos cinco. Esta vez no esperaría a que se transformaran—. Rosie, ¿por qué no vas por la calle Diecisiete?
—Allí no hay más que empresas, y a esta hora de la noche no habrá nadie. ¿Para qué? —se queja Rosie, pero cede cuando suspiro exasperada.
—Y Silas…
—Yo iré a la parte norte de la ciudad. Seguramente es demasiado lujosa para que haya muchos fenris por allá, pero me imagino que también será más fácil pillarlos merodeando —dice Silas, echando la mano atrás para comprobar el mango del hacha y ajustar las correas de su mochila.
—Vale. Y a las dos de la mañana, ¿de acuerdo? —concluyo. Los dos asienten. Dudamos un momento, mirándonos a los ojos. Los de Silas no se apartan de Rosie. ¿Está preocupado por ella como lo estoy yo?
Después nos separamos. Silas se va en dirección contraria y Rosie y yo nos tocamos las puntas de los dedos brevemente antes de separarnos a la salida de Andern Street. Noto que se le acelera el corazón cuando se aleja. Un corazón con el que esperaba volver a conectar en una cacería. Pero no esta noche. «No seas egoísta, Scarlett». Las Libélulas te necesitan.
Camino penosamente hacia el parque, con la cabeza baja y la capucha puesta. El parque tiene algo que me desafía. El lugar de mi fracaso: es como si necesitara demostrarle que puedo cazar con éxito. Esta vez me dirijo al otro extremo, donde los árboles se funden con pequeños chalés y calles. Sigo el retumbar de la música y el rumor de las conversaciones hasta que aparece una casa convertida en discoteca.
Una pared de The Attic está cubierta de grafitis, y cada vez que se abre la puerta, los sonidos de guitarras y de baterías barren la calle y las notas se estrellan contra mí. Hay una larga cola de gente esperando para entrar. Sus sombras se recortan nítidas y bien definidas en la pared de ladrillo que hay tras ellos. Piensan que esto es lo real, que el mundo no es más que gente con un pelo precioso y ropa bonita y coches pasando a toda velocidad. No han visto la luz del sol.
«Es increíble cómo el haber visto la luz puede hacer que una persona se sienta tan sola», pienso mientras me escondo detrás de un todoterreno ridículamente grande. Es el lugar perfecto para observarlos, para esperar y ver quién sigue a las chicas cuando se van en pequeños grupos. Me siento en el bordillo y trato de parecer aburrida, como si estuviera esperando que venga alguien, me coja del brazo y me lleve a la discoteca. Algunos me miran, pero apartan la vista rápidamente.
«Observa. Sólo observa». Pasan unos minutos, quizás un poco más. La mayoría de las chicas que se van parecen tener el coche cerca y nadie merodea a su alrededor. Puede que los fenris no estén por esta discoteca, igual debería intentarlo en otra. Me levanto, pero mientras lo hago, tres chicas salen de la discoteca. Es evidente que una está borracha; baja los escalones dando traspiés, como si tuviera las piernas de trapo. Las otras se ríen y la ayudan a mantenerse en pie, aunque no están mucho mejor. Se detienen en la esquina, hablando y señalando hacia varias calles. Al final, parecen ponerse de acuerdo en una dirección y empiezan a alejarse. Estoy a punto de desviar la atención hacia otra persona cuando veo que un hombre con un abrigo oscuro se escabulle por la pared opuesta de The Attic. No desentona entre los otros chicos, pero se aleja de la música a todo volumen y de la cháchara a voz en grito, y va hacia las tres chicas.
Es un fenris. Lo noto. Hay algo primario en sus largas zancadas. Cruzo a una calle que va en paralelo para poder observarlo sin que se dé cuenta de que lo están siguiendo. ¿Por qué he de esperar a que se transforme y darle la oportunidad de escapar? No tengo que ser el cebo. Puedo matarlo ahora. Me acerco dando una larga zancada, como un gato acercándose a un ratón. Agarro el hacha.
Y entonces se oye la risa, esa maldita risa alegre, terriblemente efervescente. Tienen por lo menos mi edad: ¿por qué se ríen como niñas? No son como las chispeantes Libélulas de la discoteca, sino una variedad de Libélulas menos adornada que visten camisetas y vaqueros y van juntas por la calle con los brazos entrelazados y moviendo las colas de caballo. El fenris las observa ávidamente, olfatea el aire y sonríe de un modo asqueroso cuando capta en la brisa el olor del pelo y del perfume de las chicas. No importa que haya gente por todos los lados, puedo matarlo como el monstruo que es y después salir corriendo. Nunca me encontrarán. Necesito hacerlo.
Pero sí que importa. Ver a los fenris, ver lo que de verdad son… te cambia. Lo cambia todo, aunque no te arranquen los ojos o la piel. Las Libélulas nunca serán lo mismo: habrán visto la oscuridad; sabrán que existe, a pesar de su reluciente sombra de ojos y sus labios brillantes. No volverán a mirar las noticias de la misma forma, no volverán a sentir lo mismo. No sólo mataría al fenris, también mataría la inocencia ignorante y estúpida de las chicas.
«Vamos, monstruo. Transfórmate. Oblígame a actuar. Cambia aquí mismo, delante de todo el mundo. Oblígame a luchar contra ti».
Pero el fenris no se transforma. Simplemente se acerca a ellas, al tiempo que tira su cigarrillo al suelo. Al hacer este gesto, las luces de neón se reflejan en su muñeca, iluminando un símbolo entre las gruesas venas: una flecha.
Aprieto el hacha tan fuerte que me pellizca las manos y siento que los vasos sanguíneos me empiezan a latir. ¡Dios, un Flecha! Observo a las Libélulas, segura de que si sigo mirándolo se apoderará de mí una fuerza animal y tendré que atacar. Cuando el fenris se acerca a ellas, las Libélulas mueven el pelo y se balancean sobre sus pies como una hilera de purasangres, todo belleza y gracia refinadas, zapatos puntiagudos y piel reluciente. El fenris sonríe, malicioso, mueve las manos y se pasa los dedos por su lustroso cabello que sé se convertirá en pelo enmarañado de aquí a bien poco.
«Mantente firme. Míralo a los ojos. Es hambre, no deseo, lo que hay en ellos». Quiero gritar, advertirlas… no. Pensarían que estoy loca y perdería cualquier elemento de sorpresa que tuviera con el lobo.
Las Libélulas y el fenris empiezan a alejarse entre un coro de risitas y parloteo. Camino tras ellas sigilosamente pero andan rápido y me cuesta seguirlas sin que me vean. De repente tuercen por Spring Street, una calle que está tan iluminada que me da miedo seguir por ahí. «Tranquila, céntrate». Doy la vuelta y bajo corriendo por un callejón que corre paralelo a la calle, esperando llegar antes que ellas al otro lado para estar segura de su próximo movimiento. Llego a la entrada del callejón y me asomo nerviosamente por la esquina de la pared de ladrillo.
Han desaparecido. Dónde…
El grito de una chica atraviesa la noche, un grito estridente y terrorífico.
Corro hacia allí, aunque es difícil saber con exactitud de dónde viene el chillido que resuena en los edificios de cristal. Vuelve a gritar de dolor, y chilla otra chica. ¿Dónde están? Bajo corriendo por Peachtree y a mi izquierda aparece una calle lateral, tan pequeña que apenas llega al callejón. Hay unas figuras al fondo de la calle, dos chicas muy juntas rodeadas por un lobo gigantesco que chasquea sus fauces. Ahí había tres chicas, no dos. Siento una sacudida en el estómago. Saco el hacha de la cintura de un tirón y bajo disparada por el diminuto callejón, lanzando un furioso grito de guerra. «Por favor, todavía puedo salvaros».
El lobo ruge enfadado enseñándome unos colmillos amarillentos y relucientes. Levanto el hacha: no conseguiré alcanzarlos a tiempo; no me queda más remedio que arrojarla. Las fauces del lobo se cierran de golpe y una de las chicas grita de terror cuando sus colmillos le rozan la pierna. Lanzo el hacha con tanta fuerza y odio que el cuerpo me impulsa hacia delante y caigo sobre la acera grasienta mientras el arma atraviesa el aire a toda velocidad.
Me apoyo en las manos para levantarme y continuar, pero mi mano derecha encuentra algo caliente y blando sobre la acera. Me basta un vistazo justo antes de ponerme de pie para darme cuenta de lo que es: el codo de una chica. Un codo desgajado, sólo una pequeña curva de piel y hueso tirada en la calle como un trozo de basura. El suelo está teñido de rojo. Rojo por todas partes. Sangre, pelo apelmazado y restos… Me dan arcadas a pesar de todo lo que he llegado a ver. Cierro el ojo y me obligo a permanecer de pie.
Corro hacia las dos Libélulas supervivientes y me doy cuenta, con una sensación de asco y ansiedad, de que son las únicas formas de vida que quedan al fondo del callejón; el arma que arrojé no le dio. El fenris se ha desvanecido en la noche, otra vez poderoso y centrado después de su festín. La rabia me domina y tengo la lengua demasiado trabada por la furia para poder hablar. Levanto rápidamente el hacha del suelo.
Las chicas gritan, aferradas la una a la otra. Sus ojos, muy abiertos y aterrados, están llenos de lágrimas.
—Se ha ido —digo. Veo que examinan mi cuerpo, miran las cicatrices que lo cubren y el hacha que tengo en la mano. No sé qué más decirles. Su amiga está muerta, ¿vieron cómo la devoraba el lobo o cogió la primera que pudo en la oscuridad? La amiga de alguien, la hija, la nieta de alguien, la hermana de alguien… sólo comida para un monstruo. El estómago se me vuelve a poner tenso y trato de vomitar en la cuneta pero no puedo. Tapo el lado herido de mi cara con la capucha para calmar sus nervios.
»Vamos, os acompañaré a coger un taxi. Deberíais volver a casa.
Tiemblan. Tienen miedo de moverse, miedo de respirar. Sé cómo se sienten: mientras bajan por el callejón con paso vacilante, piensan que todo es una pesadilla horrible. ¿Es éste el aspecto que tenía yo, de pie delante de mi hermana hace ya tantos años? «Nada os puede ayudar, Libélulas. Despediros del mundo que conocíais, bienvenidas a la caverna. Siento haberos fallado, lo siento muchísimo».
Las conduzco hasta la calle principal rodeando los diminutos pedazos del cuerpo de la chica muerta que hay esparcidos por el suelo. Las llevo hasta un taxi y desaparecen en la noche. No miran atrás, como si tuvieran miedo de que yo también forme parte del mal sueño. Creo que podrían tener razón.
Pienso en tomar el autobús para volver al apartamento pero, en lugar de ello, echo a andar, intentando ignorar la profunda impresión que me corroe el corazón. Mi mente reproduce tantas veces el hallazgo del codo de la chica que no puedo evitar pensar que lo tengo debajo de las puntas de los dedos. Esta sensación se mezcla con los recuerdos de cuando salí de la habitación de Oma March, cubierta de sangre del fenris muerto, esperando echarme en sus brazos, y me encontré con que no quedaba nada de ella, excepto un delantal ensangrentado y hecho jirones. Es como si el fenris supiera que tiene que dejar un trocito de las víctimas, un trozo que siempre ronda por delante de los recuerdos felices de los muertos.
Un equipo de música suena a todo volumen en la noche y los neumáticos de un coche chirrían, pero, aparte de esto, la calle está vacía. Camino como una zombi, demasiado cansada para sentir algo. Bueno, algo sí. Me invade un odio hacia mí misma. El lobo está libre, tuve la oportunidad de detenerlo y no lo hice.
Me pregunto si Rosie habrá tenido suerte esta noche.
Sé que la idea de que mi hermana lo haya conseguido debería hacerme feliz, pero noto una fea y vergonzosa sensación de celos flotando por mi cuerpo que me parece que podría estallar. Cazar me acompaña, me calma, me conforta. Soy una cazadora. O lo era. Ahora soy una fracasada. Me quito de un tirón el parche del ojo y me arranco la capa de los hombros.
El camello está en los escalones de entrada del edificio pero ni siquiera masculla un saludo. Simplemente mira el hueco donde debería estar mi ojo y después se aparta de mi camino con una especie de dignidad que me inquieta. La luz parpadeante de la calle se refleja en las lágrimas negras que lleva tatuadas en la cara, y noto las sombras que arrojan mis cicatrices en mi piel como si también estuvieran tatuadas. Subo los escalones despacio, con los pies pesados. Abro la puerta de un empujón y me arrastro escaleras arriba hasta llegar al último piso.
—No, ellos pensaban que era una niña; de hecho, lo pensaron hasta el momento en que nací. Si te digo la verdad, creo que se sintieron defraudados.
—¿De verdad? Eso explica muchas cosas. —Mi hermana ríe tontamente, con una voz tan parecida a la de las Libélulas que hace que se me encienden las mejillas por la frustración. Eso, y lo que estoy viendo: Rosie, tumbada en el sofá, con Screwtape dormido en su regazo. Silas, reclinado en una de las sillas, con los pies apoyados encima de la mesa del grafiti. Los dos están en pijama. Los dos parecen sentirse a gusto. Cómodos. Aburridos, incluso. No tienen aspecto de haber estado cazando, obsesionados, siguiendo el rastro de las Libélulas para protegerlas de los monstruos, intentando por todos los medios hacer del mundo un lugar un poco mejor. No parece que hayan tenido que ocuparse de una chica brutalmente asesinada.
—Scarlett. —Mi hermana pronuncia mi nombre como si estuviera sorprendida y preocupada.
Dejo caer la capa y el parche al suelo y me doy la vuelta, furiosa, tomando cierto tiempo para cerrar la puerta con llave. «Respira, Scarlett. No grites».
—¿Lett? ¿Estás bien? —pregunta Silas. Su silla cae al suelo con un ruido sordo y oigo sus pasos detrás de mí.
—Ha muerto una chica. No pude llegar a tiempo para detenerlo. Murió. Un fenris la ha devorado —respondo. Me vuelvo hacia ellos, apretando los dientes. Las imágenes de las Libélulas, del Flecha, de Oma March pasan por mi cabeza a toda velocidad.
—Scarlett —vuelve a decir Rosie, con la mandíbula desencajada por el horror.
—Estoy seguro de que has hecho todo lo que has podido —dice Silas con firmeza.
Arqueo las cejas.
—Por supuesto que he hecho todo lo que he podido —le corto—. Porque yo estaba fuera cazando. No aquí hablando de tonterías.
—Un momento, Lett, quedamos en encontrarnos aquí a las dos.
—¿Y? —le digo entre dientes.
—Son la cuatro de la madrugada, Scarlett —responde Rosie mientras deposita a Screwtape en el suelo y se me acerca con los pies descalzos.
Miro el reloj de la radio. Tienen razón. Las cuatro y tres minutos. Muevo la cabeza y me voy al cuarto de baño dando fuertes pisadas; abro el grifo y me echo agua por la cara. Cuando vuelvo a salir, encuentro a Rosie y a Silas mirándome, cerca uno del otro. Rosie sigue teniendo un aspecto diferente y eso me da miedo.
—Venga, Scarlett —dice Rosie—. He hecho galletas de mantequilla de cacahuete mientras te esperábamos. Siéntate un ratito.
—¿Que me siente? —Casi escupo. La rabia me bulle por dentro, me sube de los pies a la cabeza hasta que tengo la impresión de ver doble, triple.
»He vuelto pensando en dormir un par de horas y volver a salir después para intentar hacer algo, y os encuentro a vosotros, a mi socio y a mi hermana, sentados… simplemente sentados. ¿Cómo podéis estar sentados? ¿Cómo podéis relajaros cuando sabéis que hay monstruos en este mundo, monstruos que tenéis el poder de detener? —El tono de mi voz es alto, más alto de lo que recuerdo haya sido jamás, y me doy cuenta de que la gruesa hinchazón que noto en la garganta es por las lágrimas. Yo no lloro. No lloro nunca. Pero me gustaría.
¿No les importa? Pensaba que todos estábamos aquí con el mismo objetivo. Ella es mi hermana, ¿cómo no puede importarle? Me enfrenté a los lobos por ella, me puse delante de ella. A cambio, ahora necesito que a ella le importe.
Silas habla con suavidad.
—Porque es así, Lett. Nadie puede pasarse toda la vida luchando. Venga, siéntate con nosotros. —Da un paso hacia mí y extiende la mano. A veces tiene una forma de hablar que me hace sentir como si estuviéramos sólo los dos en la habitación. Quiero cogerle la mano. Más que nada, lo que me gustaría es sentarme y no pensar en la caza durante sólo un momento, ignorar mi obligación tan fácilmente como ellos. Ellos: los dos guapos e intactos, un club exclusivo. Es natural que quieran sentarse y charlar durante toda la noche en vez de cazar.
Silas y Rosie se inclinan el uno hacia el otro, como si pudieran protegerse de mí, como si yo fuera una intrusa en lugar de una hermana, en lugar de una socia. Hago un gesto de frustración con la cabeza y vuelvo a esconderme en el cuarto de baño, dejando que la puerta se cierre de golpe tras de mí. Abro el grifo de agua fría de la ducha para ahogar el sonido de sus cuchicheos, las sirenas de la ciudad y los sollozos ahogados que luchan por salir de mi fea y herida garganta.