Mi hermana se crece con los objetivos. El sistema de cinturones de las artes marciales era perfecto para ella; se centró primero en el amarillo; luego, en el verde; después, en el marrón y, finalmente, en el negro. Cuando ya hubo aprendido allí todo lo que tenía que aprender, aplicó el mismo esquema para entrenar: correr tres kilómetros; luego, cinco; luego, seis… Ahora, con los fenris, se la ve contenta de tener un objetivo por el que trabajar: encontrar al Potencial.
—Deberíamos empezar por la ciudad. Vaya, yo creo que es un buen punto de partida, dado que hay más gente en Atlanta que en el campo. Y parece que las manadas se están congregando aquí; al menos las más grandes y antiguas, aunque no me extrañaría que en pocos días lleguen también las más pequeñas. En cualquier caso, aquí tenemos más acceso a la información —dice Silas mientras regresamos al apartamento de vuelta de una escapada rápida a la tienda de comestibles.
—Vale —acepta Scarlett—. Empecemos por aquí. ¿Cómo podemos encontrarlo?
Se produce un breve silencio.
—Pensemos. —Silas rompe el silencio y se deja caer en el sofá junto a mí—. Lo siguen por alguna especie de llamada o rastro que olfatean o algo por el estilo, pero, además, tiene que haber algo único en ese tipo que nosotros podamos encontrar.
—De entrada, sabemos que es un hombre. Y sabemos que es un hombre concreto, que tiene alguna característica concreta.
—Y sabemos que no es un niño —añado—. Es decir, que no estamos ante el nacimiento de un Potencial, porque los fenris no se transforman hasta como mínimo la adolescencia, ¿no? Eso es lo más joven que yo conozco, ¿verdad? —pregunto. Scarlett asiente.
—Bien. Entonces, ¿qué es lo que lo convierte en Potencial durante una fase lunar concreta? —pregunta Silas optimista, como si de verdad creyera que alguno de nosotros va a saltar con la respuesta.
Más silencio. Los tres empezamos alguna frase, con la correspondiente ilusión en los ojos de los otros dos, pero las frases siempre se quedan a medias. No tenemos nada. La fase lunar —nuestro plazo— se termina a las once y cuarenta y un minutos de la noche dentro de veintiocho días.
Al día siguiente, mi hermana se sumerge a fondo en la investigación, escribiendo notas y anotando ideas que deja repartidas por todo el apartamento. Como nunca llega a verbalizarlas muy bien ni a Silas ni a mí, acabamos la mayor parte del tiempo los dos aparte.
Lo cual es bueno y malo.
Silas y yo volvemos a la cafetería y luego nos acercamos a una tienda de segunda mano Goodwill. En casa me ayuda a colgar las cortinas de estampado tropical que hemos comprado. En la misma tienda he sabido encontrar una alfombra claramente demasiado lila y una radio-despertador decente. Scarlett ha localizado enseguida la emisora de sólo noticias. Mientras, yo no hago más que esperar a que desaparezcan mis emociones hacia Silas, pero apenas se disipan un poco; siguen despertándose cada vez que me roza demasiado tiempo o que acerca su cara a la mía.
Nunca he tenido secretos con mi hermana, y ahora tengo dos: el folleto del centro social, que no dejo de hojear, y los extraños cosquilleos que siento cuando Silas está cerca. Intento convencerme de que mi hermana tampoco querría saber nada de ninguno de los dos secretos, pero más adentro de mí ambos me producen excitación y miedo al mismo tiempo. El martes después de nuestra frustrada caza en la que yo era el postre no fue una excepción: en teoría, las clases del centro comienzan hoy, y los nervios del estreno me despiertan mucho antes que a mi hermana. O quizás es el estridente repique metálico de las campanas a las seis de la mañana.
Salgo sigilosa de la cama y ando de puntillas hasta la puerta, no sin ponerme antes las zapatillas (me da horror andar descalza por este apartamento). El dormitorio es azul lavanda, y fuera veo franjas de sol anaranjado abriéndose paso en el horizonte. Mi vista se detiene en la silueta de Silas envuelto en mantas y profundamente dormido. Sonrío a mi pesar y me deslizo hasta la cocina, donde busco algunos huevos en la nevera.
El ruido despierta a Silas, que se incorpora de golpe, con el pelo totalmente revuelto sobre los ojos. Screwtape le bufa desde debajo de la mesa de centro.
—Yo también te deseo buenos días —refunfuña Silas. Alza la vista hacia mí y me sonríe rascándose la nuca. Le devuelvo la sonrisa y bato los huevos con un tenedor antes de echarlos a la sartén.
Silas se va al lavabo y Scarlett también se levanta; sale de nuestro dormitorio en camiseta y pantalón de pijama. Antes de que diga nada ya sé que tiene un plan. Le ha vuelto la mirada brillante, a pesar de las ojeras y de la herida aún abierta en el pecho. Sabe disimular el dolor.
—Cuéntame —me anticipo. Me sonríe y se sube a uno de los taburetes de bar que Silas ha rescatado. Otra corriente que atraviesa el apartamento le produce un escalofrío.
—Tenemos que retroceder. Imaginar quiénes eran antes de ser fenris. Imaginar por qué los que son fenris fueron capaces de convertirse en fenris.
—No antes de comerme los huevos —grita Silas al salir del baño un poco más afeitado. Nunca queda rasurado del todo; ni siquiera creo que lo intente—. ¿Quieres que te ayude con el desayuno, Rosie? —pregunta.
—Ya casi está —respondo.
—Pues la próxima vez —dice Silas con la voz suave que suele utilizar conmigo sólo cuando no está Scarlett. Ni siquiera me había dado cuenta hasta ahora de que había una voz especial, pero ahora me ha hecho mirar a Scarlett, nerviosa. No parece que ella haya notado nada—. ¿Y bien? ¿El plan maestro, mi sargento? —continúa Silas mientras se sube al otro taburete.
Scarlett le mira mal, pero su excitación le puede.
—Vale. El fenris que casi caza Rosie hace unos días dijo que tenía catorce años, y no creo que mintiera. Seguro que su edad como fenris es mucho mayor, pero sí que parecía que se había transformado a los catorce. Y dijo que era de Simonton. No puede haber muchos chicos de catorce años que hayan desaparecido o muerto en Simonton. Ese pueblo no es mucho más grande que Ellison. Seguro que salió en los periódicos, aunque sea hace décadas.
—¿Y si estaba mintiendo? —pregunta Silas.
Scarlett se encoge de hombros.
—Podría ser. Pero no tenía ningún motivo y, por otro lado, no tenemos nada más a lo que agarrarnos.
—Vale. ¿Dónde están esos periódicos? —pregunto mientras sirvo los huevos en un solo plato y pongo tres tenedores encima. No veo por qué vamos a lavar tres platos cuando en éste hay sitio para hacer tres secciones.
—En microfilm, en la biblioteca —contesta Scarlett.
La sala de microfilms está congelada. Se diría que los amantes de los libros no calientan este espacio por su lealtad al papel. Llevamos horas aquí, tantas que los artículos de prensa empiezan a dar vueltas en mi cabeza incluso cuando no le estoy dando al avance rápido. Hoy iba a ser mi primer día de clases en el centro social, pero ya he abandonado la idea a cambio de revisar páginas antiguas del Simonton Banner-Herald.
Suspiro mientras reviso una página de necrológicas.
Joseph Woodlief
8 de abril de 1973 - 23 de junio de 1987
Joseph Woodlief, hijo de Ruth y de Eckener Woodlief, falleció la noche del 23 de junio en su hogar. Joseph era un miembro activo de la Iglesia y un estudiante recientemente aceptado en la prestigiosa Escuela St. Martin’s Boys’. Era un gran remero y un apasionado de la música clásica.
Sobreviven a Joseph sus padres, Ruth y Eckener; tres tías, siete tíos; abuelos maternos; ocho hermanos, Stewart, Katherine, Farley, Bradley, David, Todd, Benjamin y su hermana pequeña, Abbygail. Se oficiará un servicio privado, pero la familia aceptará visitas de pésame el día 30 de junio a partir de las siete de la tarde.
—¿Esto es algo? Tenía catorce años —digo bostezando y señalando mi pantalla. La foto está palidecida y es difícil verla bien, y parece que la tomaron cuando el niño era mucho más pequeño, como mucho cinco o seis años.
Scarlett empuja su silla hacia mí de una patada en la pared. Examina con cuidado la esquela, palabra por palabra.
—Podría ser él. Yo diría que la cara se parece —murmura Silas por encima de mi hombro. Siento su aliento embriagador en el cuello.
—Lo del «servicio privado» es sospechoso. Si se volvió fenris, no tendrían ningún cuerpo que enterrar —añade Scarlett.
Silas coincide.
—¿Cómo se llama? ¿Joseph Woodlief? Creo que acabo de ver ese nombre —dice mientras lleva otra vez su silla hasta su lector de microfilms. Hace rodar los textos un momento y luego señala hacia el monitor—. Unos meses antes de morir, justo después de su cumpleaños, para ser concretos, lo detuvieron por… —vuelve a hacer pasar el texto para ver la segunda página— por atacar a una chica durante un almuerzo comunitario. La chica logró escaparse y fue a la policía.
—Eso es aún más sospechoso que lo del servicio privado —dice Scarlett, animándose—. El alma siempre tarda un tiempo en morir; supongo que el lobo empezó a apoderarse del cuerpo varios meses antes de que la familia publicara la esquela oficial. —Una bibliotecaria se asoma por la puerta y nos dirige una sonrisa cálida, pero Scarlett se vuelve hacia la pared para ocultar sus cicatrices. Cuando la bibliotecaria ya se ha ido, se vuelve de nuevo hacia nosotros, se reclina en la silla y pone en marcha su engranaje mental.
»Entonces… fue un Potencial porque… ¿por qué? —Todos volvemos a leer la esquela una y otra vez, hasta que Scarlett suspira—: Creía que habría algo, alguna pista…
—Bueno, no tenemos nada con que compararlo. Tal vez necesitamos más información sobre un segundo fenris —sugiero. Enseguida me doy cuenta de que ha sido una mala idea decirlo, porque la expresión de Scarlett se apaga frustrada.
—Un segundo fenris es prácticamente imposible. Éste era lo bastante joven para ser único y nos dijo de dónde era. Los demás son hombres normales y corrientes, sin procedencia conocida.
Para cuando acabemos con ellos, la fase lunar del Potencial ya habrá terminado.
—No sé, Scarlett, quizá no es nada concreto —dice Silas. Scarlett le lanza una mirada de acero y él se encoge de hombros—. Quizá no hay ninguna explicación científica exacta de quién se convierte en Potencial. Puede que sólo sea el destino o qué se yo…
—No. Tiene que haber una razón. —Scarlett hace retroceder la silla. Le cojo la mano. La comprendo; a mí tampoco me gustaría pensar que era mi destino perder un ojo.
Silas se mira el reloj.
—Llevamos aquí cinco horas. —Me dirige una mirada cómplice, que dice «deberías haberte ido ya». ¿Cuándo aprendimos los dos a hablarnos sin palabras? Tenía la esperanza de que se olvidara de las clases y ya no me insistiría.
—Yo no puedo irme. Me pregunto si… ¿vosotros creéis que hay algo de cierto en lo de la bala de plata para matar a los hombres lobo? O quizá… Fijaos en que el ataque se produjo justo después de su cumpleaños, a lo mejor tiene algo que ver… —Se levanta de la silla y se va corriendo en dirección al lavabo.
—Tienes clase —dice Silas en voz baja en cuanto Scarlett sale por la puerta.
—Venga, Silas, tenemos trabajo.
—Venga, Rosie, tienes clase.
Le miro con dureza.
—Esto es más importante.
—Scarlett y yo podemos llevar esto solos perfectamente. Ve y diviértete. Prueba la vida fuera de la caza.
—Si vuelves a decir «prueba la vida fuera de la caza» otra vez, te acuchillo.
Silas sonríe.
—Vete, yo te cubro. Y si encontramos algo que nos obligue a actuar ya, iré a buscarte. No deberías encadenarte a esto si tú no lo has decidido.
Miro fijamente el microfilm, luego a Silas, luego la silla vacía de Scarlett. Quiero ir a una clase. La verdad es que definitivamente quiero ir a una clase, no preocuparme de los lobos durante una hora, ver cómo sería la vida si fuera una chica de dieciséis años normal.
—Si Scarlett se entera…
—No se enterará a menos que tú se lo digas. Vete —dice, posando su mano sobre la mía. Sonríe al ver sus dedos sobre mi piel. Me muero de ganas de girar la mano para cruzar mis dedos con los suyos.
Tiene razón, debería ir. Frunzo la boca para disimular una sonrisa y me levanto de un salto, tocando brevemente el hombro de Silas antes de salir corriendo de la sala de microfilms. Salgo pitando por la puerta principal de la biblioteca con los dientes apretados hasta que me aseguro de que ya no voy a oír a Scarlett llamándome confundida y enfadada.
Quince minutos y mucho correr después, abro de golpe las puertas del centro social. Las miradas de una clase entera de embarazadas que estaba acabando su sesión de yoga en la sala de baile de detrás de la mesa de inscripción caen indignadas sobre mí.
No me puedo creer lo que estoy haciendo. Releo el tablón de cursos, aunque no hace falta, porque ya hace tiempo que me aprendí la oferta completa. «Algo pequeño. Algo sencillo, básico. No te emociones, sólo es una clase».
Me obligo a respirar y le doy a la señora de recepción mi tarjeta de clases.
—¿Qué clase quieres, cariño? —me pregunta la mujer de avanzada edad. La mano le tiembla un poco, como si mi tarjeta fuera un gran peso.
—Origami para principiantes.
La mujer me mira algo sorprendida, pero pasa la tarjeta por la máquina. Origami. Sencillo e inocente. Scarlett no se puede enfadar demasiado conmigo si hago algo tan patético, ¿no?
Las embarazadas salen del estudio tras inclinarse repetidamente ante su profesora, y varios voluntarios del centro social entran empujando mesas y sillas plegables. Ocupamos nuestros asientos. Una mujer de pelo castaño canoso nos saluda a mí y a las otras siete u ocho personas sentadas frente a ella para aprender origami.
—Hoy tenemos caras nuevas —dice con voz suave y delicada. Nos pasa papeles de colores vivos, perfectamente cuadrados y sin la menor arruga.
Paso la siguiente hora haciendo una rosa, una grulla, una bailarina. Me imaginaba que sería tonto y aburrido y, en cambio,… hay algo que me llena. No es precisamente un amor por el origami, sino esta increíble sensación de ser normal.
Escucho el hablar tranquilo de la profesora —«Doblad por aquí, girad por acá»— y veo el papel deslizándose entre mis dedos por la única razón de que yo lo quiero así. Me siento como si fuera más de lo que era cuando he entrado en la clase, más que simplemente una cazadora. También soy algo tonto y sin sentido y maravilloso, haciendo algo que no es mi obligación, sino mi simple deseo. Me pierdo en los dobleces del papel, como si cada una de ellos arrancara parte de la dureza que los años de caza han amontonado sobre mí, hasta que me siento nueva, desnuda y maravillosa.
Cuando regreso sigilosamente al apartamento, encuentro casi al instante los ojos de Silas, como si los míos sintieran una atracción automática por ellos. Me sonríe ligeramente, más con la mirada que con los labios. Scarlett repara en mí desde una montaña de notas y libros de la biblioteca.
—Hola, Rosie —murmura—. Mira, ya sé que has ido a comprar a la tienda, pero tenía hambre y… hemos pedido comida china. —Señala con un bolígrafo hacia la encimera de la cocina, donde hay alineadas una docena de cajitas cuadradas—. Lo siento. Pero ¿no habías ido a comprar comida? —pregunta apuntando a la ausencia de bolsas en mis manos.
—Yo… —pienso deprisa—, resulta que me he olvidado el dinero. ¡Qué vergüenza he pasado cuando estaba ya en la caja!
Scarlett pone cara de paciencia pero sonríe un poco y se vuelve a sumergir en sus notas.
«¿A la tienda?», le vocalizo en silencio a Silas. Se encoge de hombros; pone la radio y busca con el dial hasta que encuentra una emisora de música pop. Yo le levanto una ceja y Scarlett se burla. Es cutre, pero creo que todos lo sentimos como una merecida moratoria de la emisora de noticias que se pasa el día recordándonos las chicas asesinadas y diciéndonos «corred, corred, corred».
—No se me ha ocurrido nada mejor —susurra apenas más alto que la música, dando la espalda a Scarlett y sirviéndose arroz blanco en el plato.
—¿Y qué esperabas que yo dijera al llegar a casa sin la compra? —le pregunto, aunque me cuesta enfadarme. Supongo que todavía me queda en el corazón algo de la felicidad del papel doblado.
—Eres lista, sabía que se te ocurriría algo —responde con una amplia sonrisa—. ¿Cómo ha ido?
—Ha sido… bonito —digo. Miro de reojo a Scarlett para asegurarme de que no nos está mirando y coloco una rosa de papel de color rosa en el bolsillo de la camisa de Silas. Dejo la mano sobre su pecho y siento cómo le late el corazón; sonrío y al final aparto la mano.
—¿Qué es esto? —murmura, sacando la flor para mirarla.
—He hecho origami —Sonrío y me vuelvo para escoger trozos de pollo agridulce. Silas se ríe en silencio.
—Origami, ¿eh? Entonces, ¿piensas volver? —susurra.
—No.
Se calla y me frunce el entrecejo.
Me pongo un poco roja.
—Quería decir que he pensado en hacer otro tipo de clase. Así podría probar un poco de todo.
Me da un ligero empujón.
—¿Lo ves? Un poco de libertad no hace daño a nadie —dice. Se echa atrás hacia Scarlett mientras se vuelve a guardar la flor de papel en el bolsillo de la camisa. Lo miro alejarse y pienso en el día tan extraño que está acabando con un atardecer brillante tras las ventanas del apartamento. He mentido a mi hermana. He aprendido a hacer una bailarina de papel. Y, no estoy segura, pero creo que me he enamorado oficialmente de Silas Reynolds.