Me está siguiendo.
Ya era hora. He tenido que pasar cinco veces por delante de la vieja estación de tren hasta que ha captado mi perfume en el viento. Hago ver que no oigo los pasos sordos que me siguen en la oscuridad y me reajusto la capa carmesí sobre los hombros. Luego finjo un escalofrío cuando la brisa que se ha levantado me agita el cabello brillante. «Así me gusta… acércate, acércate. Piensa en las ganas de devorarme que tienes. Piensa en lo sabroso que estará mi corazón».
Me detengo en una esquina para comprobar si el perseguidor aún está ahí, pero también para parecer confundida y asustada. Nada les enciende tanto la sangre como una adolescente perdida en el lado oscuro de la ciudad. Las farolas hacen brillar el suelo mojado, y yo evito la luz todo lo que puedo. Toda la farsa sería un fracaso si viera la raya abultada y desigual que tengo donde debería estar el ojo derecho. Aunque el parche la cubre en parte, la cicatriz es evidente. Por suerte, los lobos suelen estar demasiado ofuscados con la capa roja para ver nada más.
Tuerzo de pronto y me meto en un callejón. Mi perseguidor también tuerce. Esta parte de la ciudad apesta a cerveza vieja, porque al caer la noche los restaurantes se convierten en bares de copas, aunque sospecho que el hombre que me sigue puede distinguir mi perfume por encima de tanto olor a alcohol. Digo «el hombre» por llamarlo de alguna forma. Cuando se convierten en monstruos van perdiendo poco a poco su alma humana. Acelero el paso, uno de los primeros trucos que aprendí: escápate corriendo de un animal y el animal te atrapará.
Rozo con la yema de los dedos el mango gastado del hacha que llevo en la cintura, oculta bajo el revoloteo de la capa roja. La capa cumple varias funciones: su color, el color de la pasión, el sexo y el deseo le resulta irresistible a los lobos; la prenda en sí esconde el instrumento de su muerte; y, sobre todo, siento que llevarla es lo «correcto», como si me hubiera puesto un uniforme que me convierte en algo más que una huérfana cubierta de cicatrices.
—¡Disculpe! —grita mi perseguidor en el momento en que acabo de atravesar el callejón.
Ya te tengo.
Ahogo un grito y me doy la vuelta, procurando que no se me caiga la capucha roja.
—Me ha asustado —exclamo llevándome la mano al corazón, la única parte de mi cuerpo que no han tocado las fauces de un fenris. En las manos también tengo cicatrices, como en la cara, pero las marcas son muy pequeñas y confío en que en un momento de tanta hambre no las verá. Hacer que un lobo se fije en mi cabello, en mis piernas largas o en mi cintura es fácil, pero saber esconder las cicatrices me costó bastante más.
—Lo siento —dice saliendo a su vez del callejón. Parece normal. De hecho, parece agradable: cabellos caoba y un mentón firme con algo de barba, como el típico mejor jugador de rugby del instituto en su mejor momento. Lleva un polo azul claro y vaqueros. Si no fuera por mi experiencia, incluso creería que acaba de salir de alguno de los bares. Pero, claro, todo forma parte de la misma ilusión. No puedes llevar a las jovencitas a la perdición si pareces un psicópata. Tienes que tener un aspecto agradable, ordenado, de bueno. Enséñales un cabello bonito y ve bien vestido y la mayoría de chicas no se detendrán a ver que tus dientes tienen una forma muy canina ni se darán cuenta de que lo que ilumina tus ojos es el hambre.
El hombre mira alrededor. A varias manzanas de aquí se ven algunas sombras moviéndose por las esquinas. Son aspirantes a matones de pueblo fumando y gritándose unos a otros. No interesa: él no me quiere matar donde alguien le pueda ver y yo no quiero luchar con él donde alguien pueda intervenir. A los lobos y a mí nos gusta acechar a nuestras presas bajo el manto de la oscuridad… aunque, si hay que elegir, prefiero matar un lobo a plena luz del día que dejarlo escapar vivo.
Se acerca un paso más. No creo que sea mucho mayor que yo; a lo sumo tendrá veintidós años. Cierto que, como dejan de cumplir años cuando se transforman, es difícil hacer un cálculo exacto. Cuando ya han cambiado, no tienen edad… hasta que alguien los mata, claro está. Sonríe y sus dientes blancos brillan en la noche. Una chica normal se sentiría atraída por él. Una chica normal pensaría en tocarlo, pensaría en besarlo, en desearlo. Una chica normal, tonta e ignorante.
—Una chica tan guapa como tú no debería andar sola por la calle a estas horas —dice con voz tranquila, aunque percibo cierto jadeo en ella y veo cómo sus ojos recorren la capa roja. Ha empezado a crecerle el pelo de los brazos; tiene demasiada hambre para poder controlar su transformación mucho más tiempo. Nunca mato a un fenris si no se ha transformado. No quiero correr el riesgo de matar a una persona, de hacer que alguien pase la misma agonía que mi hermana y yo pasamos.
No sería más que una asesina. De manera que, aunque nunca me he equivocado, siempre espero.
Arrastro los pies como si estuviera nerviosa.
—Me he perdido —miento. Camino de un lado a otro, balanceando la cadera—. Había quedado aquí con una amiga…
Unos pasos más y la fila de casas de empeño de la calle perpendicular nos tapará. El hombre ríe con una carcajada rugiente.
—Te has perdido, ¿eh? —dice mientras se acerca—. ¿Quieres que te enseñe el camino? —Me extiende una mano. La miro: tiene una marca similar a un tatuaje en la muñeca, una imagen perfecta de una moneda. ¿Un miembro de la manada de la Moneda por aquí? Qué raro. Retrocedo otro paso. Ahora ya estoy fuera de la vista de la gente corriente y, si se acerca un poco más, él también lo estará.
—Es igual, estoy bien —murmuro. Él sonríe. Cree que me está asustando y eso le encanta. No basta con asesinar y devorar a chicas. Necesitan asustarlas antes. Le doy la espalda y empiezo a alejarme deprisa, dejando que la capa se infle con el viento para provocarlo. «Venga, sígueme». Ha llegado la hora de morir.
—¡Oye, espera! —me llama. Habla con voz ensombrecida, casi gutural. Intenta frenar la transformación, pero su hambre puede más. De alguna forma «lo siento». Siento su deseo de sangre flotando en el aire. Quiere despedazarme, clavarme los dientes en la garganta. Me detengo y dejo que la capucha se me caiga y el cabello se agite con el aire. Lo oigo gemir con repugnante placer mientras coloco los dedos sobre el mango del hacha. «No te vuelvas todavía». Aún no ha cambiado, y, si me ve las cicatrices de la cara, adiós tapadera. No me puedo arriesgar a que se escape: tiene que morir. Merece morir.
—Quiero decir que —las palabras se le atragantan porque la mutación le está alcanzando las cuerdas vocales— la gente puede pensar mal, una chica tan guapa como tú en una esquina como ésta.
Mis labios empiezan a dibujar una sonrisa mientras voy sacando el hacha del cinturón. Se oye el roce de su ropa al caer al suelo y el choque metálico de las garras contra el asfalto.
—Eso no me preocupa —respondo, sin poder reprimir una sonrisa maliciosa—. No soy ese tipo de chica.
Cuando vuelvo la cabeza, ya no veo a ningún hombre, sólo a un monstruo. Hay quien los llama hombres lobo, pero son mucho más que lobos. El pelo de este fenris es oscuro y aceitoso y se difumina en una piel moteada de gris en lo que ahora son enormes patas. Gruñe y agacha su largo hocico, tensando la mandíbula y entrechocando los dientes, que se han vuelto amarillos. La farola ilumina su enorme cuerpo y proyecta una sombra que llega hasta mis pies. Levanto una ceja poco impresionada y sus ojos encuentran el brillo del hacha que llevo en la mano.
Salta.
Estoy preparada.
Sus potentes hombros lo impulsan por el aire. Esta vez el gruñido suena a rocas trituradas. Me doy la vuelta de un salto y me agacho. Empieza a pasar volando sobre mi cabeza, pero a medio camino gira el cuerpo. Espero hasta el último momento para levantar el hacha. La hoja pasa rozando la pata delantera del fenris; la volteo hacia la izquierda y consigo hacerle un corte en la parte superior de su pata trasera antes de que toque el suelo. Me cae una lluvia de sangre.
El fenris aúlla y se desploma sobre el asfalto detrás de mí. «Inténtalo otra vez, lobo. No te escapes aún». Cuando se ha empezado una pelea, ya no se les puede dejar escapar. Tendrán el doble de hambre por la energía gastada y matarán el doble de veces en la mitad del tiempo. No, sólo hay un final posible: la muerte del lobo. En cualquier caso, éste no va a salir corriendo; aún quiere devorarme.
El fenris segrega saliva y entorna los ojos. Camina de un lado a otro frente a mí, y sus hombros se balancean con cada paso. Sus labios negros se contraen y dejan al descubierto los colmillos.
Vuelve a lanzarse sobre mí. Lo esquivo y lo ataco con el hacha, pero fallo. Se da la vuelta. Ya no me da tiempo de llevar el hacha hacia atrás, de manera que la levanto ante mí como un escudo y relajo el cuerpo. Cuando el fenris se abate sobre mí, siento el golpe terrible del asfalto, pero el hacha ya se ha clavado en su pecho. Ha caído sobre ella con todo su peso. Encojo las piernas contra su abdomen y me lo saco de encima de una patada. El monstruo desmadejado va a caer detrás de mí. Me pongo en pie con una mueca de dolor y siento que me invade el mareo y cómo me baja por la espalda la sangre que me he hecho en los hombros al chocar contra el suelo. «Recupérate, rápido».
Cierro los ojos y los vuelvo a abrir. El lobo se ha ido. No, no se ha ido, aún lo puedo oler en el aire. Aguanto la respiración y aguzo el oído.
«Espéralo. Está aquí. Espéralo».
El fenris cae sobre mí con la fuerza de un autobús. ¡Mi lado derecho, mi lado ciego! Sus garras me perforan la piel en la cintura. El dolor es tan punzante y agudo que las lágrimas me inundan los ojos y me nublan la vista. Vuelvo a caer al suelo y el hacha se me escapa de las manos. Noto todo el peso del lobo y sus jadeos entrecortados. No me resisto, les gusta demasiado. La sangre de su pecho se encharca en mi vientre y, cuando empuja su cara contra la mía, sólo puedo ver un ojo rabioso.
«Espéralo. Se relajará. Cometerá un error. Sólo tienes una oportunidad de quitártelo de encima, aprovéchala bien». Sus pelos se me meten en la nariz y en la boca, y la mugre de su cuerpo se mezcla con mi sudor. Podría intentar coger el cuchillo de caza que llevo en la cintura, pero me ha inmovilizado las manos con las patas delanteras. Me asfixio cuando se agacha aún más contra mí y me aplasta los pulmones. Su resuello, que penetra casi directamente en mi garganta, me produce arcadas.
De pronto, un sonido sordo y repetido atraviesa la noche, tan sorprendente que nos distrae al lobo y a mí por igual. ¿Pasos? Antes de que ni el fenris ni yo podamos reaccionar, un fuerte golpe en su ijada me saca al fenris de encima. Recupero el aliento como si saliera del agua. «Levántate, deprisa, levántate». Ruedo sobre mí misma y, por el rabillo de mi ojo bueno, veo a un hombre en la oscuridad. Su andar desgarbado me resulta familiar. Gira la cabeza hacia el fenris, que sigue merodeando a pocos metros.
—¡Quién iba a decir que, después de tantos años, no sabes evitar que un fenris te ataque por tu lado ciego! —dice el intruso. Me levanto sonriendo. El fenris nos gruñe; me inclino hacia un lado cuando salta y le arrojo el cuchillo de caza a la pata delantera. El lobo se lleva parte de mi capa cuando se aleja tambaleante.
—Podía con él. Estaba esperando el momento adecuado —le contesto. El chico se ríe. Sus ojos azules grisáceos le brillan en la oscuridad.
—¿Te refieres al momento en el que grabásemos «Scarlett March» en tu lápida? —se burla.
El fenris da unos pasos hacia atrás y gruñe. Sabe que ya es demasiado tarde para escapar. O nos mata él o lo matamos nosotros. Me uno al chico mientras recojo el hacha del suelo. El fenris se relame nervioso. Es evidente que llevaba mucho tiempo sin cazar. Me pregunto cuánto.
—Si no te ves con ánimos de manejar la situación —le digo con sorna—, yo puedo sola. A lo mejor no eres lo bastante hombre.
Frunce el ceño, pero en las comisuras de sus labios delgados se asoma una sonrisa. Nos damos la vuelta hacia el fenris mientras éste se agazapa con los ojos concentrados y furiosos. El chico se saca dos cuchillos del cinturón. Agito mi hacha en el aire.
—Saltará sobre ti primero —dice el chico.
—Lo sé —contesto—. Atácale por…
—Lo sé —me interrumpe con una sonrisa. Hago un gesto con la cabeza. No ha cambiado nada. No nos hace falta hablar, no cuando cazamos juntos.
El lobo nos ataca justo cuando empezábamos a correr hacia él. El chico lo alcanza antes. Salta sobre su grupa y le hunde los dos cuchillos en las ijadas. Con eso debería bastar, pero no quiero que se lleve él todo el mérito. Patino hasta un punto y le lanzo el hacha, que describe un círculo en el aire antes de hundirse sonoramente en su pecho.
El fenris se desploma sobre el suelo. Mira cómo me acerco a él con un débil brillo en los ojos, mezcla de hambre y odio. Intenta cogerme las piernas un par de veces en vano. No tiene nada de humano, tampoco nada de canino. Es sólo un ser moribundo, monstruoso y repugnante. El hedor de basura podrida y leche agria me produce arcadas. He perdido la cuenta de los fenris que he cazado, pero el olor siempre me afecta.
—¿Cuándo has vuelto? Y ¿dónde está tu hacha? —le pregunto al chico sin apartar la vista del fenris. Hay que esperar hasta asegurarse de que están muertos.
—Hace poco menos de una hora, y la verdad es que no pensaba ponerme a cazar de inmediato, por eso no llevo hacha. ¿Cómo iba a imaginar que te encontraría aquí antes incluso de llegar a mi casa? Creo que deberías buscarte una afición.
Niego con la cabeza mientras se oyen los últimos resuellos roncos del fenris. Le sale la lengua por la boca y, con un último gruñido, expira. El fenris muerto estalla en la oscuridad, en una explosión de noche. Las sombras salpican y rebotan en las paredes, los coches, las briznas de hierba, como fuegos artificiales negros lanzados en todas las direcciones. Miro al chico.
—Me alegro de verte, Silas.
Silas sonríe y limpia la sangre del fenris de sus cuchillos antes de volver a envainarlos.
—Yo también me alegro, Lett.
—Tú de lo que te alegras es de volver a ver a una auténtica cazadora en acción —le digo bromeando.
Se acerca y me abraza. Me pongo tensa; me gusta que me abracen, pero no pasa muy a menudo. Supongo que a la gente se le pasan las ganas de tocar a una chica a la que le falta un ojo. Pero Silas me conoce desde antes de las cicatrices. Me rindo y lo rodeo con los brazos.
Cuando me suelta, Silas mira con desagrado las manchas de sangre en sus vaqueros.
—Hay algunas cosas de la caza que no he echado de menos para nada —dice—. Por cierto, ¿estás bien? —Señala la herida que tengo en la cintura.
—No es nada —le respondo con gesto despreocupado—. ¿Quieres decir que no cazaste nada en todo el tiempo que estuviste en San Francisco? —Paso el dobladillo de mi capa por el hacha. La sangre del fenris apenas se ve en la tela carmesí.
—¡Pido perdón por querer pasar algo de tiempo con mi tío!
—Sí, claro —suspiro. Me cuesta entender cómo puede pasar periodos tan largos sin cazar, pero para mí ese tema siempre ha sido una batalla perdida—. ¿Cómo está el tío Jacob?
Silas se encoge de hombros.
—Bien, tratándose de un hombre de cuarenta y cinco años que vive prácticamente como un ermitaño.
—Pero no es culpa suya —digo mientras empezamos a caminar de regreso por el callejón—. ¿Siguen tus hermanos y hermanas cabreados porque tu padre le dejó a Jacob todo el dinero de la herencia?
—Sí. Y aún más desde que él me dio a mí la casa de Ellison —responde. Silas acabó la enseñanza media en lugar de seguir un aprendizaje de leñador, algo que sus hermanos encontraron bastante deshonroso y sus hermanas trillizas, muy poco masculino. Si a eso se le añade el hecho de que Pa Reynolds les dio a él y a Jacob sus posesiones terrenales antes de perder la cabeza… parece lógico que les tengan algo de rencor.
—Lo siento —le digo. A veces intento imaginarme la vida sin mi hermana, pero me es imposible. Sin ella, mi vida se detendría. Le ofrezco a Silas lo que creo que es una sonrisa comprensiva. Me responde asintiendo.
Al final del callejón hay un coche sin tapacubos ni parachoques delantero, con la puerta del conductor abierta de par en par. La parte de atrás está llena de bolsas de viaje y de recipientes de comida rápida.
—¿Con eso llegaste a California? —pregunto extrañada.
—No sólo eso, sino que, una vez allí, lo hice funcionar con aceite vegetal —responde.
—Nada menos que hasta California y ni un solo fenris… —me lamento.
Silas sonríe y me rodea los hombros con su brazo.
—Lett, de verdad, tienes que buscarte una afición. Venga, te llevo a casa.
Subo al coche. Para sentarme tengo que apartar varias botellas de refresco vacías. Cuando Silas entra, yo ya he bajado del todo la ventanilla. Será por falta de costumbre, pero los coches me dan claustrofobia. Silas se desliza a mi lado, manipula unos cables que cuelgan del encendido y el coche arranca renqueante.
—¿Qué está pasando aquí, por cierto? No sabía que volvían a merodear manadas por Ellison —dice Silas.
Me encojo de hombros.
—Es bastante reciente. Ése parece que llevaba aquí un tiempo. Era Moneda. No he visto ni Flechas ni Campanas —le contesto. «¿Cómo deben de ser las manadas de la costa oeste? ¿Tan grandes como las del sur? ¿Igual de feroces? ¿Hay alguien allí para destruirlos como hago yo aquí? ¿Cuánto más podría conseguir si estuviera en California en lugar de la rural Georgia?» No puedo creer que no cazara ni un solo día…
—Por cierto, gracias por felicitarme por mi cumpleaños. —Silas interrumpe mis pensamientos.
—¡Oh, Silas, se me pasó, perdona! Es cierto, ya puedes beber alcohol…
—No creas que es tan emocionante. —Sonríe. Salimos de la ciudad y nos sumergimos en la oscuridad de la noche. Fuera de algunas granjas dispersas que iluminan como estrellas los montes, lo único que se ve es la escasa luz del único faro que funciona del coche de Silas. Compruebo otra vez que no queda sangre ni en el hacha ni en el cuchillo de caza y los envuelvo en la capa. Abro el espejo de la visera y hago una mueca. Mi cabello parece electrocutado. Intento alisarlo con los dedos mojados de saliva.
—No parece que Ellison haya cambiado mucho… Oye, ¿desde cuándo te preocupas por el pelo?
—Desde ahora —respondo rápido. Me ajusto la camisa y meto la capa y las armas bajo el asiento cuando giramos por un camino sin asfaltar. A ambos lados crecen hierbas altas, y el canto de los grillos y las langostas se vuelve ensordecedor a través de la ventanilla bajada. Me quito la humedad de la frente.
—¡Ya sé! ¡Quieres ocultar que has estado cazando!
Suspiro.
—Mira, le dije a Rosie que podría ir a cazar sola por primera vez, pero ese fenris…
—¿Le has robado una cacería en solitario a tu hermana?
—¡No! Bueno, sí, pero he hecho lo correcto. Ese lobo ha sido más duro de lo que había previsto. No sé, ella no está preparada y yo tenía que salir a cazar o me volvía loca…
—Scarlett… —Silas adopta un tono serio. Empezó a usar «el tono» cuando éramos pequeños para recordarme que es mayor que yo. Me sigue molestando tanto como me molestaba entonces, con la diferencia de que ahora no me puedo permitir tirarlo al barro—. Se supone que es tu socia.
—No, se supone que es mi hermana. Tú eras mi socio, antes de que cogieras y nos abandonaras…
—Oye, sigo siéndolo, sólo me he ido una temporada… Bien mirado, no quiero volver a empezar esta discusión. ¿Por qué Rosie no puede ser también socia?
—Mira, no puedo esperar a que mi hermana acabe de hacer la compra mientras los fenris matan gente a destajo —le corto mientras tomamos el desvío de la derecha, hacia la casa de Oma March. No importa el tiempo que lleve muerta, yo siempre la consideraré su casa. El camino de la izquierda lleva a la casa de Silas. Nuestro otro único vecino es la parte trasera de un enorme pasto para vacas.
—Es responsabilidad nuestra —añado—. Nosotros sabemos cómo matarlos, sabemos cómo salvar la vida de la gente. No nos cogemos noches libres o un año de vacaciones en California.
—¡Vaya por Dios! —dice Silas, aunque sé que mis palabras no le afectan. Cuesta mucho hacerlo enfadar, por desgracia—. Lo único que digo es que no puedes tener a Rosie encerrada para siempre.
Suspiro cansada, cuando la casa aparece a lo lejos como un oasis encendido en la oscuridad.
—No está preparada —murmuro—. Y no quiero que acabe como yo. —Silas asiente cómplice y pasa el pulgar por las cicatrices de mi brazo mientras el olor de los jazmines penetra en el coche. Seguimos en silencio.
El coche llega al final del camino de grava. La puerta de entrada se abre de par en par y proyecta un largo haz de luz por todo el patio.
—¡Caramba! —exclama Silas en voz baja mientras apaga el motor. Sigo su mirada hasta Rosie, en pie frente a la puerta de la cocina, con los brazos cruzados y los ojos brillantes de ira—. Rosie está… diferente.
—Bueno, yo más que diferente diría que está enfadada —digo resignada mientras abro la puerta del coche—. Espera aquí un momento.