21

Larga vida al rey

La batalla está en pleno apogeo —susurró Danica en la oreja de Cadderly—. Debemos irnos.

Cadderly no dejó que se fuera, tiró de ella hacia las sombras. Sentía algo, una presencia, y supo por instinto que el peligro estaba cerca. Inconscientemente, el joven erudito puso la mano en un bolsillo de su capa de viaje y cerró sus dedos sobre el amuleto.

—Druzil —susurró, sorprendido de decir la palabra. Danica lo miró con curiosidad.

—El amuleto funciona en ambas direcciones —descubrió Cadderly—. Sé que el imp está cerca. Y si el imp está cerca…

Justo en aquel instante, Dorigen apareció en el claro detrás de los árboles que se iban. Cadderly y Danica se ocultaron más, pero la maga estaba claramente absorta en el ahora distante espectáculo de los árboles que andaban.

Danica señaló al oeste, y luego empezó a alejarse a hurtadillas, rodeando a la maga. Sin atreverse a decir una palabra, Cadderly levantó el amuleto para recordarse que el demoníaco esbirro de Dorigen a lo mejor también estaba en la zona, y, además invisible.

—¿Qué has hecho? —gritó Dorigen, y Cadderly casi se desmayó de miedo, al pensar que se dirigía a él. Aunque su mirada furiosa continuó posada en los árboles andantes. Estiró el brazo, crispó la mano en un puño y gritó—. ¡Fete! —la palabra élfica que significaba fuego.

Un chorro de llamas surgió desde la mano de Dorigen (Cadderly pensó que quizá saliera de un anillo), una línea ardiente que se alargó lo suficiente para engullir el último árbol de la procesión.

¡Fete! —repitió la maga, y las llamas no se aplacaron. Movió la mano, cambió el ángulo del fuego para inmolar al árbol. El gran roble volvió su enorme volumen, sin darse cuenta de que prendía fuego a los árboles que estaban a su lado. Extendió una raíz larga hasta Dorigen, pero la maga bajó la mano hasta la extremidad y la abrasó hasta convertirla en cenizas.

Cadderly estaba hasta tal punto horrorizado por la pura maldad de las acciones destructivas de Dorigen, que se quedó sin aliento. Miró a su derecha, el oeste, por si veía alguna señal de Danica, mientras rezaba para que su amada saliera y detuviera la masacre de Dorigen. Pero mientras, Danica estaba escondida en los matorrales que estaban a la espalda de la maga y no podía acercarse a Dorigen. Tres orogs salieron de entre las sombras y ocuparon una posición defensiva detrás y a cada lado de la hechicera.

El árbol crepitó y se partió en dos, cayendo en un montón de llamas. Dorigen detuvo su ataque, pero mantuvo el puño cerrado, tratando de ver a otro adversario a través del humo y las llamas.

Cadderly sabía que no podía permitir que eso sucediera.

Dorigen extendió el puño de nuevo y empezó a pronunciar la runa de activación, pero se detuvo, distraída por algo que le llamó la atención. Un rayo de luz salió de las sombras de unos matorrales balanceándose lentamente de atrás adelante. Mientras mantenía el puño extendido, la hechicera se acercó lentamente para investigar.

Su expresión malvada se transformó en una de curiosidad mientras se acercaba hacia la oquedad sombría. Un tubo cilíndrico, la fuente del rayo de luz, se mecía en la parte interior de un sombrero de ala ancha de color azul celeste que estaba puesto de lado. Dorigen no reconoció el sombrero, pero ya había visto el objeto cilíndrico antes, dentro de la mochila que pertenecía al joven clérigo, Cadderly.

A corta distancia, agazapado tras el tronco de un árbol, Cadderly desenroscó su anillo emplumado, sacó la cabeza en forma de carnero del bastón, e insertó el dardo. Tuvo mucho cuidado en mantenerlo alejado del sol, pero no estaba muy seguro cuando puso sus labios en la cerbatana y le lanzó el dardo a Dorigen.

—¿Dónde estás, joven clérigo? —dijo Dorigen. Se volvió para hacer una señal a sus guardias orogs, y entonces dio un respingo cuando algo pequeño y agudo le golpeó la mejilla.

—¿Qué? —balbuceó, arrancándose el dardo emplumado. Casi soltó una carcajada ante la insignificante cosa.

—Maldita —gruñó Cadderly, al ver que aún estaba en pie. Entonces Dorigen bostezó profundamente, y se restregó los ojos soñolientos.

Cadderly supo que la oportunidad se le iba de las manos. Saltó a un lado del árbol y cargó contra el enemigo.

Al ver a su ama en peligro, los orogs rugieron y cargaron para interceptar al joven erudito. En vez de ello se encontraron a Danica, y cada uno degustó un pie o un puño antes de descubrir qué había pasado.

Sin embargo, Dorigen parecía no necesitarlos. Su puño, que todavía mantenía cerrado, apuntó a Cadderly (ahora éste pudo ver que llevaba el anillo de ónice en esa mano). Tal vez no podría llegar a tiempo hasta ella, y no tenía más armas para golpearla a distancia.

Dorigen empezó a hablar y Cadderly esperó que las palabras cayeran sobre él como la sentencia de su destino.

—¿Dónde te escondes, rey elfo? —rugió Ragnor por encima del repicar del acero y de los gritos de los que agonizaban.

Galladel refrenó a su caballo y giró sobre sí mismo, al igual que los de su grupo de caballería.

—¡Allí! —gritó uno de los elfos, al señalar hacia un línea de hayas. Allí estaba Ragnor en todo su maligno esplendor, con su colmillo inferior clavándose en su labio superior y sus guardias bugbears de elite desplegados en abanico a su alrededor, con sus aguzados tridentes brillando peligrosamente. Galladel encabezó la carga, con los siete bravos jinetes a su alrededor.

El rey elfo se detuvo al poco, dándose cuenta de que sus tropas no podrían atravesar el anillo defensivo de Ragnor. De alguna manera, Galladel entendió que tendría que llegar hasta el ogrillón, tendría que asestar el golpe definitivo en la desequilibrada batalla.

—¿Tú eres Ragnor? —gritó Galladel en tono burlón—. ¿Aquel que se esconde tras sus acólitos, que se acobarda mientras los otros mueren en su nombre?

Las carcajadas del ogrillón superaron la fanfarronada de Galladel.

—¡Soy Ragnor! —proclamó el bruto—. Que reclama Shilmista para sí. ¡Ven, rey miserable, y dale tu corona a aquel que se la merece! —El ogrillón pasó el brazo por encima del hombro y sacó su enorme espada.

—No lo hagáis, mi rey —le dijeron los escoltas.

—Juntos podemos aplastar sus filas —dijo otro.

Galladel levantó su mano delgada para silenciarlos a todos. El rey elfo pensó en los errores del pasado, en el momento en que falló al despertar a los árboles al precio de demasiadas vidas de elfos. En realidad, estaba cansado y sólo quería viajar a Siempre Unidos. Pero también era noble, el rey de Shilmista, y ahora, ante él, veía claro su deber. Espoleó a su caballo unos cuantos pasos, y ordenó a su escolta que se quedara atrás.

Los bugbears de Ragnor se apartaron, y la carga de Galladel empezó. Pensó en atropellar al ogrillón, golpearlo de lleno con su poderosa montura y aplastar al invasor. Sus planes tuvieron un final abrupto cuando una roca enorme, lanzada por un gigante escondido, alcanzó al caballo en el flanco y lanzó a la pobre y condenada criatura al suelo.

La escolta de Galladel rugió y cargó. Los bugbears y el gigante se movieron rápidamente para bloquearla. Cuando Galladel salió de debajo del caballo y se puso en pie, aturdido pero sin ninguna herida grave, se encontró solo, enfrentado al poderoso Ragnor.

—¡Ahora la lucha es justa! —gruñó Ragnor, que avanzaba sin vacilar.

Galladel aprestó su espada. Que grande le parecía ahora el ogrillón, con el caballo muerto a su lado.

Cadderly pensó que lo freiría mucho antes de llegar. La maga empezó a pronunciar la runa de activación, pero en lugar de eso bostezó mientras el veneno de sueño continuaba abriéndose paso hacia su interior.

Cadderly no dudó. Corrió en línea recta, y descargó el bastón en un golpe circular, con las dos manos, que alcanzó a Dorigen en la sien y la lanzó al suelo. En toda su vida, Cadderly jamás había golpeado a alguien con tanta dureza.

Dorigen descansaba inmóvil a sus pies, con los ojos cerrados y la sangre que le manaba de un corte en la oreja que le había hecho la cabeza de carnero.

La visión inquietó a Cadderly, y volvió a recordar los trágicos hechos de unas semanas antes. Los ojos sin vida de Barjin acecharon al joven erudito cuando miró a Dorigen, y rezó por que no estuviera muerta.

Danica no pronunció semejante oración por el primer orog que derribó. Había golpeado a la criatura justo en el cuello y supo que su tráquea se había roto y que pronto se asfixiaría. Sin embargo, los otros dos lucharon salvajemente, a pesar de las heridas que Danica les había infligido. Llevaban espadas de gran calidad y muy afiladas, y pronto pusieron a la joven en retirada.

Una espada pasó justo por donde había estado su cabeza antes de agacharse. Soltó una patada hacia delante, e impactó en el muslo del monstruo, pero tuvo que ceder cuando el otro monstruo atacó con fuerza. Uno, dos, tres golpes dieron los monstruos, y cada uno de ellos no acertó por un dedo a la joven que se movía sin parar.

Entonces Danica volvió a estar de pie, de puntillas. El orog al que había golpeado se quedó tras su compañero en la persecución, y Danica vio su oportunidad.

El único orog lanzó una estocada directa. Antes de que el arma pudiera alcanzarla, Danica se puso en cuclillas, casi se sentó en el suelo, luego se levantó con fuerza y en ángulo hacia el atacante, los dedos de su mano derecha cerrados en un puño. La mano izquierda marcó el camino, apartando a un lado la espada del orog, para dejar al monstruo indefenso. Su mortífero brazo derecho, apretado contra su pecho, salió disparado hacia el objetivo, golpeando con la mano abierta en el hueco del pecho del orog con cada átomo de fuerza que la chica pudo reunir.

La bestia dio un brinco de medio metro de altura y volvió a caer sobre sus pies, sin aliento, después se desplomó.

El orog que quedaba, se acercó a la joven y miró a su compañero muerto con curiosidad, entonces, súbitamente, cambió de dirección, y se fue hacia los árboles aullando.

Danica empezó a seguirlo, luego se dejó caer de rodillas, sorprendida, cuando algo pasó silbando, justo a un metro a su lado. Comprendió cuando el dardo se hundió en la espalda y explotó, de manera que lanzó a la criatura boca abajo. Boqueó una vez para aspirar un aire que no entraría, y se quedó muy quieto.

Danica volvió la mirada para ver a Cadderly con su ballesta, que había cogido de la hechicera inconsciente, agarrada con firmeza. De pie sobre Dorigen, casi le pareció un ente terrible a Danica, con la cara rígida y encolerizada.

Danica imaginó que las emociones romperían al pobre Cadderly; comprendía la culpa y la confusión que lo habían llevado hasta este punto. Pero ahora no era momento para la debilidad.

—Acaba con ella —instruyó Danica con frialdad. Miró a su alrededor rápidamente para asegurarse de que no había enemigos en la zona, y después corrió tras los árboles que se habían ido, donde habría combates más intensos.

Cadderly bajó la mirada hacia la maga inconsciente, disgustado ante lo que tenía que hacer.

Cuando dirigía la procesión desde Syldritch Trea, Elbereth pensó en mantener las fuerzas agrupadas y romper una parte de las líneas enemigas para reunir a su pueblo. Aunque mientras se acercaba al área de la batalla, constató lo absurdo de sus planes.

No había líneas enemigas que romper, y ningún grupo claro de su gente a la que reunir. El caos reinaba ese día en Shilmista, un salvaje revoltijo de elfos y goblinoides, árboles gigantes y gigantes.

—¡Buena lucha, elfo! —fueron las últimas palabras que Elbereth oyó de Iván, mientras rodeaban los árboles, y el príncipe corría a toda velocidad hacia un lado para enfrentarse a un bugbear que se movía a lo largo de un arbusto de zarzas.

En el momento en que Elbereth acabó con la criatura, los árboles se habían adelantado y repartido, muchos iban a los fuegos que ardían en el norte o a los sonidos de lucha en el este, y a los enanos no se les vía por ninguna parte. Demasiado ocupado para ir en su busca, Elbereth hizo sonar su cuerno, una llamada que esperó que pronto obtuviera respuesta.

Temmerisa apareció a los pocos segundos, volando como el viento, con Shayleigh agarrada con fuerza a las riendas de la montura. El caballo atropelló a un goblin, y saltó por encima de unos cuantos más que gateaban por un matorral.

—¡Los árboles! —gritó Shayleigh, sus palabras llenas de esperanza y asombro. Se volvió a mirar a un roble que estaba tras ella machacando a una hueste de monstruos—. ¡Shilmista está vivo!

—Coge a Temmerisa —dijo Shayleigh rápidamente mientras bajaba de la silla.

—El caballo está en buenas manos —respondió Elbereth, rechazando las bridas—. Sólo te llamé para asegurarme que Temmerisa y su jinete todavía estaban cerca.

—¡Cógelo! —imploró Shayleigh al príncipe elfo—. Encuentra a tu padre. He oído rumores de que lucha contra Ragnor, y si eso es verdad, ¡entonces necesitará a su hijo a su lado!

Elbereth no tuvo que oír nada más para convencerse. Agarró la brida y de un salto se subió a la silla.

—¿Dónde están? —gritó.

—¡Cerca de las hayas! —contestó Shayleigh. Fue a advertir a Elbereth de la guardia de bugbears, pero se calló, al darse cuenta de que el príncipe elfo, que ya se alejaba montado en su poderoso caballo, estaba demasiado lejos para poderla oír.

Elbereth galopó por el bosque. Vio docenas de pequeñas escaramuzas donde su espada habría sido de utilidad, pero no tenía tiempo. ¡Galladel luchaba con Ragnor!

La idea se clavó en Elbereth en el cuello y en el corazón como un alfiler agudo. Recordó su doloroso encuentro con el poderoso ogrillón, un combate que habría perdido. Elbereth era más reputado como espadachín que Galladel.

Elbereth se agachó ante una rama baja y condujo a Temmerisa en un apretado giro, por un estrecho claro entre dos arces, entonces incitó al caballo a dar un largo salto por encima de un arbusto de zarzas. Pudo notar la espuma en el cuello musculoso de Temmerisa, pudo oír los pulmones de la orgullosa montura esforzándose para llenarse del aire que necesitaban para semejante esfuerzo.

Otro salto, otro giro, y luego una galopada en línea recta; Temmerisa parecía estar al límite de su capacidad, corriendo con fuerza al notar la urgencia de su querido amo.

Elbereth descubrió al gigante por el rabillo del ojo, vio cómo la roca que había lanzado se precipitaba hacia él. Tiró con fuerza de las riendas de Temmerisa, y apartó al caballo a un lado, pero no del todo fuera del alcance de la piedra. El semental blanco se derrumbó bajo la fuerza del impacto, pero volvió a enderezarse, con testarudez, y continuó su camino.

—A ese monstruo se la devolveremos —prometió Elbereth, mientras daba unas palmadas al cuello de su preciosa montura. Temmerisa resopló, bajó la cabeza, y cargó.

Iván y Pikel trataron, como pudieron, de mantenerse cerca de los árboles. Pero cada orco o goblin que los enanos se encontraban, los ralentizaba, mientras que los robles andaban justo a través de todo lo que se ponía a su paso y arrollaban a los monstruos horrorizados allí por donde pasaban.

Los enanos oyeron gritos de entusiasmo de los elfos a su alrededor, aunque vieron a poca de la gente de Elbereth. Nada que les importara, ya que los hermanos estaban, desde luego, más interesados en descubrir enemigos que en encontrar aliados que no creían necesitar.

Entonces los árboles se alejaron demasiado para ellos, mientras se desplegaban en su inexorable avance, y los Rebolludo se quedaron solos.

—Uh oh —remarcó Pikel, al sospechar lo que se les venía encima. Docenas de monstruos salieron de sus escondites a la estela de los árboles que pasaban, docenas de monstruos sin más blancos aparentes que los dos enanos.

—Prepárate para algo de lucha —dijo Iván a Pikel. Las palabras apenas eran necesarias; Pikel hizo pedazos a un orco mientras Iván hablaba.

Entonces Pikel agarró a su hermano y corrieron hacia un lado, bajo las ramas bajas que colgaban de unos pinos. Iván comprendió lo que intentaba, y el sentido común de su hermano, ya que el cuerpo a cuerpo y la baja visibilidad favorecía a los enanos superados en número.

No obstante, casi en cada lugar en que Iván descargaba su hacha, a ciegas o no, encontraba un monstruo listo para que lo hirieran y una docena en fila tras éste, preparados para intervenir.

Seguro en su atalaya, Kierkan Rufo pensó que era bastante listo. El anguloso chico no tenía intención de jugar ningún papel más allá del de observador, en esta batalla horrorosa, y con ese objetivo, disfrutó a conciencia al ver que los despreciables goblins, orcos y orogs corrían ante el increíble poder de su roble.

Cambió de opinión rápidamente cuando el roble tropezó con un enemigo diferente: dos gigantes que no eran tan cobardes ni pequeños. El árbol se estremeció cuando una roca impactó en el tronco. Agitó una rama hacia el monstruo más cercano, y lo cogió con fuerza, pero el gigante, en vez de caer muerto, agarró la rama y la retorció.

Por encima, Rufo oyó el áspero crujir de la madera verde y pensó que desfallecería.

Otra rama se movió para golpear al monstruo, pero el segundo gigante consiguió entrar cerca del tronco, y lo agarró con una fuerza estremecedora. El gigante levantó y estiró, y el enorme árbol se bamboleó de un lado a otro.

Cayeron más ramas sobre el gigante más lejano, moliéndolo a palos. El monstruo cogió unas cuantas y las arrancó con sus enormes manos, pero los golpes hicieron mella. Pronto el gigante cayó de rodillas, y después de eso, el roble lo aplastó contra el suelo.

Otra rama gruesa, la más baja del árbol, se enredó alrededor del torso, rodeando al gigante que empujaba en un agarre indestructible.

Kierkan Rufo se descubrió animando al árbol mientras el gigante luchaba por respirar. El joven larguirucho pensó que el combate estaba ganado, pensó que este roble podría acabar con su enemigo y continuar contra enemigos menos peligrosos y más pequeños.

El gigante que boqueaba asfixiándose se agachó todo lo que pudo sobre sus piernas gruesas como troncos, y luego tiró con todas sus fuerzas hacia arriba y hacia un lado.

Una de las raíces del roble se dobló sobre sí misma, y el árbol cayó para no levantarse nunca más, unido en un abrazo mortal con su sentenciado destructor. Más ramas se enroscaron para asegurar la suerte del gigante.

Rufo estaba seguro de que una de sus piernas estaba rota, aunque no podía asegurar cuál, trabado bajo una de las enormes ramas del árbol. Pensó en pedir ayuda, y entonces se dio cuenta de la estupidez que esto representaría. Cerca había más monstruos que aliados.

Apartó algo de tierra, y cavó un agujero poco profundo, entonces se puso encima tantas ramas pequeñas y frondosas como pudo y se quedó muy quieto.

Danica llegó a la confusión del combate con la boca abierta de asombro. La mujer nunca había sido testigo de semejante destrucción. Vio que el árbol caía junto al gigante, y otro árbol se desplomó, más lejos, bajo la presión de los bugbears.

Danica miró hacia atrás, preocupada por Cadderly. Esta vez no podía protegerlo (ni siquiera creía que pudiera protegerse a sí misma). Con un resignado encogimiento de hombros y una mirada anhelante hacia donde había dejado al joven erudito, la joven se puso en camino sabiendo que no tendría dificultad para encontrar a un enemigo al que atacar.

Un sonoro grito de Pikel le hizo girar la cabeza hacia un pinar. Un bugbear salió precipitadamente, seguido por un garrote volador. El arma alcanzó a la criatura en las piernas, y la derribó. Antes de que se pudiera levantar, Pikel salió corriendo, recogió su garrote, y aplastó la cabeza del bugbear contra el suelo. El enano, con una sonrisa brillante entre la capa de sangre que cubría su cara, subió la mirada hasta Danica.

A pesar de la locura y el peligro que la rodeaba, Danica devolvió la sonrisa y le guiñó un ojo al enano, y los dos sospecharon que sería un guiño de despedida.

Pikel volvió a desaparecer entre los pinos, y Danica se agachó y sacó sus dagas gemelas. Entonces la joven monje se fue de caza.

Cadderly hojeó el Tomo de la Armonía Universal para tratar de encontrar algunas respuestas que le ayudaran a escapar de la tarea que Danica y la desagradable situación habían cargado sobre su espalda. Dorigen descansaba inmóvil a sus pies, soltando quejidos de vez en cuando.

Más importante era el creciente ruido de la batalla. Cadderly sabía que no podría permitirse mucho más tiempo, que debía unirse a la batalla junto a sus amigos, y que incluso si no lo hacía, la batalla vendría hacia donde estaba él muy pronto. Tenía la ballesta recargada (sólo quedaban cinco dardos) descansando sobre la hechicera.

Las páginas del gran libro le parecieron un borrón; en ese frenético estado de ánimo, apenas podía leer sus palabras, y mucho menos encontrar algún significado en ellas. Entonces fue completamente apartado de las páginas, distraído por una sensación clara de que no estaba solo. Pasó un breve instante inmerso en esa sensación, centrando su mente.

Lentamente, Cadderly se agachó y recogió la ballesta. Se dio media vuelta y dejó que sus instintos lo guiaran allí donde no podían los ojos, y disparó.

El dardo impactó contra el tronco de un árbol joven destrozándolo. Justo al lado, Cadderly oyó el batir de unas alas coriáceas.

—¡No puedes esconderte de mí, Druzil! —gritó el joven erudito—. ¡Sé dónde estás!

El sonido del aleteo se desvaneció en el bosque y Cadderly no pudo reprimir que una sonrisa de superioridad se le dibujara en la cara. Druzil no lo volvería a molestar.

Dorigen gimió y empezó a cambiar de posición, atontada trataba de apoyarse sobre los codos. Cadderly bajó la ballesta y cargó otro dardo.

Sus ojos se abrieron como platos ante sus actos; ¿cómo podía pensar en matar a una mujer indefensa, y cómo podía pensar en usar la condenada arma para cometer ese hecho inmundo? Empezó a jadear. Los ojos de Barjin le observaban desde las sombras.

Dejó caer la ballesta y recogió el libro, lo cerró y lo agarró fuertemente con ambas manos.

—Esto no era lo que teníais en mente cuando me disteis esto —admitió, como si hablara con la Maestre Pertelope, y entonces dio un trompazo con el pesado tomo en la nuca de Dorigen que la hizo caer de nuevo al suelo.

Cadderly trabajó con desesperación, antes de que la hechicera se pudiera recuperar. Sacó los tres anillos de las manos de Dorigen: uno, el sello que llevaba el símbolo de la secta de Talona; otro, de oro con un ónice negro y brillante (éste era el que Cadderly sospechaba que había lanzado las llamas mágicas); y el último, de oro y con varios diamantes pequeños engarzados. Lo siguiente fue la túnica de la maga, que Cadderly metió dentro de su mochila. Encontró una delgada varita bajo un nudo de la ropa interior de Dorigen, y palpó para ver si encontraba más bolsillos en la ropa que le quedaba, y se aseguró de que no llevara más objetos mágicos o ingredientes para conjuros.

Cuando hubo acabado, se quedó mirando a la mujer indefensa, mientras se preguntaba qué hacer. Algunos conjuros, sabía, no necesitaban componentes materiales, y otros usaban objetos comunes y pequeños que se podían encontrar poco menos que en todas partes. Si dejaba a Dorigen así, todavía podría jugar un papel en la presente batalla, se podría levantar y matar a cualquiera de ellos, quizás a Danica, con sólo pronunciar unas sílabas.

Enfurecido ante la idea, Cadderly agarró su bastón de paseo y puso las manos de la hechicera a un lado. Con la cara crispada mientras el bastón caía, aplastó los dedos de Dorigen, primero en una mano y luego en la otra, reiteradas veces, hasta que las manos estuvieron amoratadas e hinchadas. Durante todo el rato, la drogada y apaleada maga sólo gruñó en voz queda y no hizo ademán de apartar las manos.

Cadderly reunió sus posesiones, se puso la bandolera con los dardos que quedaban sobre el hombro, y empezó a alejarse, sin tener ni idea de adónde debía ir.

Por fin Elbereth divisó a su padre, que luchaba en el pequeño claro con Ragnor. El príncipe elfo supo que le llevaría un tiempo dar un rodeo para evitar muchos de los combates que tenían lugar en la zona y poder acercarse a Galladel, y sabía también, que Ragnor ganaba ventaja con rapidez.

Vio cómo su padre intentaba una estocada directa. Ragnor cogió el brazo del rey elfo y descargó su espada en un movimiento vertical, que Galladel detuvo agarrando la muñeca del ogrillón. A Elbereth la escena le pareció horriblemente familiar. Quiso avisar a su padre, quiso morir por no haberle explicado a su padre la táctica favorita del ogrillón.

El estilete salió del pomo de la espada de Ragnor, en dirección a la cabeza indefensa de Galladel, y Elbereth sólo pudo mirar.

Continuaron con el forcejeo durante un momento antes de que Ragnor liberara su mano y la bajara.

Súbitamente, demasiado súbitamente, Elbereth era el nuevo rey de Shilmista.