Cuando la magia llenó el aire
¿Por qué tardáis tanto?, dijo la llamada telepática, pero Cadderly no tenía tiempo para las intrusiones del imp. Dejó el amuleto en el suelo y puso el pie encima, entonces cogió el libro de Dellanil y continuó el repaso, mientras comprobaba dos veces la traducción.
¿Dónde estás?, dijo Druzil de nuevo, en la lejanía, y Cadderly lo apartó con facilidad. No obstante, el joven erudito reconoció la desesperación en los pensamientos de Druzil y supo que el sagaz imp no se quedaría de brazos cruzados.
—Debemos darnos prisa —imploró Cadderly a Elbereth—. El enemigo pronto descubrirá que hemos dado un rodeo.
Elbereth frotó lentamente las manos por encima de la corteza del roble más cercano, cogiendo fuerza de la solidez de la madera. Era el que estaba más nervioso del grupo. Si la llamada fallaba, era muy probable que todos ellos perdieran sus vidas, pero Elbereth se quedaba para perder incluso más. La base de su existencia, la magia de Shilmista, que colgaba de un hilo. Si esta vez los árboles no respondían a su llamada, las deprimentes creencias de su padre (que la magia ya no llenaba el aire cristalino de Shilmista) demostrarían ser verdad, para consternación y condena de todo el pueblo de Elbereth.
—¿Estás preparado? —preguntó el joven erudito con el libro abierto.
—¡Fuegos en el oeste! —gritó Danica desde las ramas más altas de un árbol cercano. Sus compañeros en el suelo oyeron el susurro de las ramas mientras ella hacía un rápido descenso—. Una fuerza se acerca con rapidez.
Cadderly le hizo una seña a Elbereth, para que le prestara atención.
—Seide plein una malabreche —empezó el erudito lentamente.
—Seide plein una malabreche —repitió Elbereth con los brazos abiertos hacia el bosque mientras andaba entre los robles más cercanos.
—Venid conmigo —susurró Danica a los enanos y, algo indecisa, a Rufo—. Mantendremos a raya al enemigo mientras Cadderly y Elbereth completan la invocación.
—Oh —se lamentó un contrariado Pikel.
—¿Qué es un Elbereth? —preguntó Iván, pero su sonrisa socarrona borró el enfado repentino de la cara de Danica. Tomaron posiciones a lo largo del perímetro de Syldritch Trea, con la esperanza de que sus amigos acabarían antes de que llegara el enemigo.
Ninguno de ellos tuvo que expresar sus miedos por las consecuencias de que fallara la llamada.
El gran caballo blanco llevó a Shayleigh sin esfuerzo, saltando por encima de los arbustos y deslizándose entre los árboles apretujados. Shayleigh refrenó a Temmerisa muchas veces, al no querer distanciarse del Rey Galladel y los otros jinetes elfos. El caballo escuchaba sus órdenes, aunque la doncella podía sentir por los abultados músculos del brillante cuello de Temmerisa que el caballo quería correr más deprisa.
Una hueste de orcos seguía el rastro de la compañía de elfos, precipitándose a lo loco, hambrientos, acosando, dando gritos y aullidos. Un centenar de ellos, que eran tantos como todos los elfos que quedaban en el bosque, y sus malvados congéneres, que eran varias veces ese número, iban en su persecución. Pronto, creían los orcos, esta pequeña banda de elfos estaría rodeada y empezaría la carnicería.
Así lo creían los orcos, y así Galladel, Shayleigh y los otros elfos querían que los orcos lo creyeran.
Shayleigh los dirigió a una ancha extensión de arbustos bajos y árboles jóvenes. Aquí los jinetes elfos pusieron expreso cuidado en evitar los árboles jóvenes, con las monturas al paso y sin hacer caso de la fuerza de orcos que se acercaba a ellos rápidamente.
Los elfos llegaron al lado opuesto de la extensión, donde el bosque se oscurecía otra vez bajo la espesa cobertura de la vegetación más vieja, y azuzaron a los caballos para que entraran en las sombras. Al poco de entrar, se dieron la vuelta.
Inconscientes del peligro, los estúpidos orcos cargaron a través del campo abierto.
Tintagel esperó hasta que todos los monstruos entraron en el perímetro de su astuta trampa. Entonces el mago salió de su árbol y pronunció una runa de activación. Veintisiete árboles se transformaron en su verdadera forma élfica y aparecieron en medio de la hueste de orcos. Golpearon a los ingenuos orcos desde todos los ángulos, cada elfo mató a varias bestias apestosas antes de que éstas empezaran a comprender lo que había pasado.
Shayleigh ya no refrenó más a Temmerisa. La poderosa montura salió al galope de entre las sombras y atropelló a un orco, y la guerrera que iba encima se inclinó en la silla, con el pelo negro ondeando y su brillante espada cortando a cualquier monstruo que se acercara demasiado.
Galladel y los demás cargaron justo después, rodearon el perímetro del claro y mataron a todos los orcos que pensaron en huir. Las miserables criaturas esquivaron, rodaron y trataron de correr, pero al final no tenían dónde ir.
El sonido de los arcos élficos se oyó sin parar; y las espadas se hundieron profundamente en la carne de los orcos.
Se acabó en segundos, los cuerpos de los orcos cubrían todo el claro. Sin embargo, ninguno de los elfos tenía sensación de victoria, y ninguno de ellos sonreía. Sabían que la batalla no había hecho más que empezar. Gritos de otra escaramuza se levantaron en algún lugar hacia el este, y más lejos, al norte, el enemigo había empezado a prender fuegos. La estación no había sido seca, y los fuegos no se extenderían por el bosque, pero eran alimentados por el empuje de muchos, muchos monstruos.
Otro grupo de elfos, enrojecidos por las llamas, corrían a toda velocidad por la zona, con unos orogs enormes en su persecución.
—¡Situaos bajo las sombras! —gritó Shayleigh, buena parte del contingente de Tintagel ya se había movido hacia los árboles, sabiendo que si los cogían a campo abierto morirían.
Shayleigh no volvió la mirada hacia su rey para recibir órdenes. Para la fogosa doncella, la decisión apropiada era fácil de discernir. En medio de la confusión de la batalla que se extendía y el humo arremolinado, había visto con claridad un nuevo enemigo al que golpear.
—¡Vamos, Temmerisa! —gritó, y el brioso caballo, en apariencia completamente de acuerdo con su jinete, se lanzó a la carga en persecución de los orogs que acosaban a los elfos.
Otro de los jinetes se adelantó para seguir a Shayleigh, pero Galladel lo refrenó.
—Los ocho debemos estar juntos —dijo el rey elfo en tono severo—. Pronto estaremos en medio de la batalla, y si el intento de Elbereth no despierta a los árboles, nuestro rumbo será el que sea más rápido para salir de las sangrientas ramas de Shilmista.
Los otros jinetes pensaron por el tono serio de Galladel que su rey no tenía mucha esperanza en el intento de su hijo. Y en ese oscuro momento, con el bosque lleno de monstruos y humo, gritos de batalla que se elevaban desde todas direcciones, y cientos, quizá miles, de soldados enemigos que avanzaban para rodearlos, ninguno de los jinetes que acompañaban al rey pudo reunir el coraje para cuestionar sus temores.
—¡Teague! —gritó Cadderly.
—¡Teague! —oyó que repetía Elbereth.
El joven erudito miró en un descuido por encima de su hombro, al oír que la batalla no estaba muy lejos.
—¡Concéntrate! —gruñó, más para sí mismo que para Elbereth, y se obligó a mirar el libro de Dellanil Quil’quien y buscó la siguiente frase de la invocación.
—¡Teague! —repitió Elbereth varias veces más, mientras se ponía casi tan nervioso como Cadderly. Su gente moría mientras él bailaba en un robledal; no podía ignorar que su espada era necesaria justo a una treintena de metros.
Cadderly vio que el príncipe elfo se apartaba del trance. El joven erudito dejó caer el libro al presumir que no lo necesitaría, que las viejas palabras se habían convertido en parte de él, o más bien, que su significado era ahora tan cristalino que podía seguir el sendero de su canto desde su corazón.
—¿Qué estás haciendo…? —oyó que tartamudeaba Iván. Kierkan Rufo añadió algo que no pudo discernir, y Pikel dijo—: ¿Mm?
Cadderly los apartó a todos de su mente. Se abalanzó hacia el elfo y agarró las manos del príncipe elfo, apartándole la obstinada mano de la empuñadura de la espada.
—Teague immen syldrítch fae —dijo el joven erudito en tono firme. Si fue su tono o su expresión grave, no sabría decirlo, pero supo que había captado toda la atención de Elbereth, que bajo su exigencia, Elbereth había apartado la cercana batalla de su mente. Elbereth reanudó el canto, y Cadderly continuó, manteniéndose unas palabras por delante del hipnotizado elfo.
El joven erudito sintió que un poder germinaba en su interior, un despertar de su alma y de su fuerza que nunca sospechó que poseyera. Las palabras llegaron rápidas (demasiado rápidas para que alguien las siguiera).
Y con todo, Elbereth, arrastrado por unas fuerzas interiores, impulsado por el ansia de crear magia, repitió a la perfección cada una de las frases que pronunció Cadderly, igualó el timbre y la pronunciación del joven erudito con tanta perfección como el eco de una montaña.
Luego Elbereth y Cadderly hablaron como si fueran uno, las palabras, la llamada, venía de las bocas de los dos al unísono.
Cadderly sabía que era imposible. Ninguno de los dos conocía tan bien las frases como para recitarlas de memoria. Pero el joven erudito no dudó que sus palabras sonaban a la perfección, que hablaron exactamente como Dellanil Quil’quien lo hizo un día místico de hacía cientos de años.
Se acercaban al final; sus frases se ralentizaron mientras las runas finales se formaban en su interior. Cadderly cogió las manos de Elbereth, para buscar apoyo, incapaz de contener el poder.
Elbereth, aterrorizado por igual, se agarró con toda su fuerza.
—¡A intunivial dolas quey! —gritaron juntos, las palabras fueron arrancadas de su corazón por un poder que consumió sus mentes y dejó sus cuerpos recostados uno contra el otro. Juntos cayeron sobre la densa hierba.
Cadderly casi se desmayó (en verdad, no estaba seguro de si había perdido el conocimiento durante un instante) y cuando miró a Elbereth, vio que el elfo mostraba la misma expresión de fatiga y confusión. Sus compañeros estaban a su alrededor, incluso Kierkan Rufo, con el semblante preocupado.
—¿Estás bien, muchacho? —oyó que preguntaba Iván, y el joven erudito no estaba seguro de cómo podría contestar.
Con ayuda de los enanos, Cadderly se las arregló para ponerse en pie, mientras Rufo y Danica ayudaban a Elbereth a enderezarse. El bosque estaba tranquilo, excepto por el continuo estrépito de una batalla distante.
—No ha funcionado —gimió Elbereth después de que hubiera pasado un largo rato.
Cadderly levantó la mano para que el elfo no continuara. Recordó el sonido de los pájaros en los árboles antes de la invocación, pero ahora ya no había. Podría haber ocurrido que los gritos de él y los de Elbereth los hubieran asustado, o quizás habían volado porque la batalla se acercaba, pero Cadderly creía otra cosa. Sintió que la calma de Syldritch Trea era un preludio, una quietud engañosa.
—¿Qué sabes? —preguntó Danica, mientras se acercaba a su lado. Observó su cara un momento más y repitió—. ¿Qué sabes?
—¿Lo notas? —respondió al final Cadderly, al tiempo que miraba los grandes robles a su alrededor—. ¿La energía creciente? —Sin apenas darse cuenta de sus propias acciones, se agachó, recogió el amuleto, y se lo metió en un bolsillo—. ¿Lo notas? —preguntó de nuevo, con más insistencia.
Danica lo notó, un despertar, un estado de consciencia creciente a su alrededor, como si la estuvieran observando. Miró a Elbereth, y él también miró a su alrededor, expectante.
—Oo —remarcó Pikel, pero lo que dijo cayó en saco roto.
—¿Qué es eso? —gruñó Iván con inquietud. Levantó el hacha y dio una vuelta dando brincos, mientras miraba a los árboles con desconfianza.
Detrás de Kierkan Rufo el suelo tembló. El delgado joven giró sobre sus talones para ver cómo una raíz gigantesca rasgaba el suelo. Oyeron unos crujidos cuando las ramas de un enorme roble empezaron a agitarse, y el sonido se incrementó, multiplicó, cuando varios árboles más se unieron.
—¿Qué hemos hecho? —preguntó Elbereth, su tono reflejaba asombro y alarma.
Cadderly estaba demasiado extasiado para contestar. Aparecieron más raíces del suelo; se agitaron y doblaron más ramas.
Iván parecía estar a punto de estallar, aguantaba el hacha como si se fuera a abalanzar y talar el árbol más cercano. Junto a él, Pikel brincó de alegría, excitado por el creciente despliegue de magia druídica. El enano de hombros abultados agarró el arma de su nervioso hermano y meneó un dedo de un lado a otro ante la cara de Iván.
Los compañeros ni se dieron cuenta de que se acercaban, espalda contra espalda.
El primer árbol, el que estaba detrás de Rufo, se liberó del suelo y dio un paso deslizante hacia ellos.
—¡Haz algo! —dijo el aterrorizado hombre a Elbereth.
—¡Soy Elbereth, hijo de Galladel, hijo de Gil-Telleman, hijo de Dellanil Quil’quien! ¡La guerra ha caído sobre Shilmista, una gran fuerza no vista desde los días del padre del padre de mi padre! ¡Así os he invocado, guardianes de Shilmista, para marchar junto a mí y purificar este, nuestro hogar!
Otro gran árbol se movió para unirse al primero, y otro siguió su ejemplo. Elbereth tomó la cabecera, pensando en dirigirse hacia la batalla, pero Iván le dio unos golpecitos en el hombro, y éste se dio media vuelta.
—Bonitas palabras, elfo —dijo el enano obviamente aliviado. Elbereth mostró una sonrisa lobuna y miró a Danica, que estaba en silencio junto a Cadderly. El joven erudito y la chica entendieron las intenciones por la mirada, y, casi al unísono sonrieron y asintieron. Elbereth devolvió la sonrisa y puso a Iván a su lado a la cabeza de la columna. Juntos se pusieron en camino, aliados improbables. Pikel, más interesado en el continuado espectáculo de los árboles que se movían, fue detrás.
Kierkan Rufo miró a su alrededor angustiado, sin saber dónde encajaba. Cuando empezó a confiar en que los grandes robles no le harían daño, su espanto hacia los árboles empezó a disminuir y encontró su lugar. Subió a uno de los robles, tan alto como pudo, más alto, se imaginó, de lo que un goblin podría arrojar su lanza.
Cadderly continuó agarrado a la espalda de Danica mientras la columna silvestre, una docena más o menos de árboles ancianos, pasó junto a ellos.
—Dorigen sabía a dónde íbamos —explicó cuando el estruendo del andar de los árboles disminuyó—. Y por la razón que sea, quiere que sea su prisionero.
Danica se dirigió a una cavidad sombría que estaba a un lado, y ella y Cadderly hicieron guardia, conviniendo que partirían tras Elbereth y los otros si la maga no aparecía en los próximos minutos.
Un grupo de orogs observó el espectáculo con curiosidad, sin saber qué hacer ante los árboles que se acercaban. Se empujaron los unos a los otros y se rascaron la cabeza, mientras señalaban y levantaban las lanzas en dirección a los árboles, en una amenaza poco menos que cómica.
Entendieron algo más (como mínimo que aquellos árboles gigantescos no eran cosas amistosas) cuando vieron a un elfo y dos enanos saltar de las ramas más bajas del árbol más cercano. Los orogs dieron un grito al unísono y uno arrojó la lanza, aunque no estaban seguros de cómo reaccionarían ante semejante demostración.
Iván, Pikel y Elbereth cargaron contra ellos, ansiosos por empezar la lucha.
Sin embargo, el alcance del árbol que encabezaba la marcha era mayor, y descargó sus enormes ramas sobre las bestias, aplastándolas. Un par de orogs se escabulleron, fuera del alcance del roble, y corrieron sin pensárselo dos veces y sin atreverse a mirar atrás.
—Oh, ¡esto no va a ser muy divertido! —rugió Iván, ya que en el momento en que llegaron hasta los orogs ninguno de los monstruos podía ofrecer resistencia.
»¡Excepto la diversión de mirar! —añadió Iván rápidamente, al descubrir a un orog en las alturas que pateaba inútilmente contra el estrangulamiento que una rama le hacía en el cuello.
—Ven, hermano mío —chilló el arisco enano agarrando a Pikel por el brazo—. ¡Vamos a buscar un goblin al que partir en dos!
Pikel miró con anhelo hacia los robles que se movían, sin querer alejarse de ellos. Pero desde luego había muchos monstruos por los alrededores, y a Iván no le llevó mucho tiempo convencer a su hermano Pikel de que el juego acababa de empezar.
Elbereth los vio salir disparados hacia las sombras, y cayeron de inmediato sobre una pequeña banda de goblins. En sólo unos instantes, los dos goblins que quedaban ya corrían hacia el bosque, con los hermanos Rebolludo pisándoles los talones.
El príncipe elfo esbozó una débil sonrisa y, también, confió en que ganarían la batalla.