SSapiencia Antigua
¡Parad! ¡Parad! —gritó Elbereth, al tiempo que salía del río y apartaba de un empujón a los dos elfos que mantenían las espadas contra el cuello de Iván—. ¡No es un enemigo!
La declaración cogió a Iván por sorpresa.
—Gracias, elfo —dijo, mientras hacía muecas de dolor con cada palabra. La flecha de astil negro se hundía hasta la mitad en su muslo grueso y musculoso.
Los dos elfos, muy desconcertados, pusieron sus hombros bajo los brazos de Iván y llevaron al enano el resto del camino desde el río.
—¡Fuera, y rápido! —dijo uno de ellos—. El enemigo cruzará tras nosotros si nos quedamos a campo abierto. —A nadie del cansado grupo se lo tuvieron que decir dos veces, y en especial desde que oyeron a Ragnor por encima del estrépito de las aguas turbulentas, fuera de la vista, en la cima, bramando órdenes a sus soldados.
Elbereth miró la cresta. Nunca antes el príncipe elfo había sido superado en un combate, y a pesar de sus quejas hacia Iván, Elbereth tuvo que admitir que si el enano no lo hubiera apartado de la lucha, Ragnor lo habría matado.
El príncipe elfo dejó el río con ese pensamiento oscuro en la mente.
El campamento no era un campamento como es debido. Más bien, era una zona donde las sombrías ramas de cada árbol parecían esconder un arquero, de rostro ceñudo y preparado por si el enemigo intentaba cruzar el río.
Elbereth y sus compañeros estaban reunidos en un pequeño claro con Shayleigh y Tintagel, dos elfos que el príncipe había temido que hubieran muerto en Daoine Dun. No sonrieron mientras andaban para unirse al grupo, incluso arrugaron la frente ante la visión y el olor de los enanos.
—Es bueno que hayas vuelto —dijo Shayleigh, con su voz melódica más sombría de lo que Elbereth recordaba haberla oído nunca. Clavó los ojos en ella durante un rato y justo entonces empezó a entender la dimensión de la derrota en Daoine Dun.
—Han muerto muchos —añadió Tintagel, en el mismo tono reservado.
Elbereth inclinó la cabeza.
—¿Quién atiende a los heridos? —preguntó—. El brazo de lady Maupoissant requiere un nuevo vendaje y mi —miró a Iván con curiosidad durante un instante—, mi amigo ha sido alcanzado por una flecha.
Los ojos de Iván se abrieron como platos ante la afirmación del príncipe de que él era su amigo.
—¡Uah! —dijo Pikel.
—¡Bah! No es nada, elfo —gruñó Iván, pero cuando se apartó de los que le llevaban y trató de dar un paso, casi se desmayó del dolor y se dio cuenta de que la pierna no lo aguantaría.
Danica llegó detrás tras el enano en un instante, y lo sostuvo con el brazo bueno.
—Ven —dijo, con una sonrisa forzada—. Iremos a curarnos juntos.
—Dos caminantes viejos y cascados, ¿eh? —dijo Iván entre risas ahogadas.
—No tan cascados como los enemigos que dejamos atrás —apuntó Danica. Se dio cuenta que Shayleigh y Tintagel no habían abandonado sus caras serias, y casi les gruñó cuando Iván y ella pasaron a su lado.
—Los enanos han de ser tratados como aliados —ordenó Elbereth—, ya que eso es lo que son, y no dejéis que ningún elfo piense de otra manera.
—¿Por orden de quién? —dijo una voz, desde un lado, que Elbereth reconoció como la de su padre antes de que se girara para mirar al rey élfico.
—¿Has tomado el mando de las fuerzas? —soltó Galladel, mientras avanzaba hacia su hijo—. ¿Es tu derecho escoger nuestras alianzas?
Danica e Iván se detuvieron y se quedaron a mirar, Cadderly y Pikel ni pestañearon, pero Cadderly posó una mano en el hombro de Pikel para tranquilizar al enano mientras el rey se acercaba a ellos.
Elbereth no estaba convencido de que el arrebato de su padre fuera digno de respuesta, pero supo que el problema sólo se acrecentaría si no se enfrentaba a Galladel allí y ahora.
—No creo que estuviéramos en una situación muy favorable para rehusar ayuda —dijo.
—Nunca dije que te ayudaría, elfo —soltó Iván, al querer situar de nuevo todo el asunto desde una perspectiva que su sensibilidad enana pudiera aceptar—. ¡Yo y mío hermano vinimos para vigilar a Cadderly y Danica, no a ti!
—¡Oo oi! —acordó Pikel con firmeza.
—Desde luego —dijo Galladel, al posar la mirada sobre un hermano y luego el otro—. Vigilad a Cadderly y a Danica, entonces, y manteneos apartados del camino de mi gente.
—Padre —empezó a decir Elbereth con aspereza.
—¡Y no quiero oír más comentarios tuyos, príncipe de los elfos de Shilmista! —gritó Galladel sarcástico—. ¿Dónde estaba Elbereth cuando Daoine Dun fue invadido? ¿Dónde estaba mi hijo mientras su gente era descuartizada?
Por primera vez desde que conocía a Elbereth, Cadderly pensó que el príncipe elfo parecía muy pequeño. El joven erudito miró más allá del elfo, a Danica, y vio que tenía los ojos almendrados humedecidos. Esta vez el joven no se puso celoso, ya que compartía la lástima de ella.
—Lárgate otra vez, si así lo deseas —gruñó Galladel—. Entonces, quizá, no estarás obligado a observar nuestros últimos momentos, la destrucción de nuestro hogar. —El rey elfo dio media vuelta y desapareció entre los arbustos.
Elbereth se quedó en silencio en las crecientes sombras.
—No atacarán por la noche —dijo Tintagel al grupo, esperando cambiar el cariz sombrío que tomaban las cosas.
—La oscuridad favorece a los goblins —dijo Cadderly, más para continuar la conversación que para discutir el comentario.
—¡No en Shilmista! —respondió el mago elfo de ojos azules, mientras se esforzaba por sonreír—. Nuestros enemigos han aprendido a temer la oscuridad. Sólo atacan durante el día. Ése fue el caso en Daoine Dun. —Su voz se quebró cuando mencionó la funesta batalla.
Elbereth no dijo nada. No bajó la cabeza, rehusó hundir su orgullosa barbilla, y se alejó lentamente.
La noche era extraordinariamente fría para el avanzado verano, y a Cadderly se le permitió hacer fuego lejos de las líneas del frente. Cogió su tubo de luz y el libro de Dellanil Quil’quien y empezó su tarea de traducción, decidido a hacer lo que pudiera por la causa de los elfos.
Aunque poco después se distrajo por el canto melódico de un pájaro nocturno a poca distancia de él.
Una idea cruzó la mente de Cadderly. Dejó el antiguo libro en el suelo y recordó el conjuro de silencio que había memorizado antes. No era un conjuro fácil. Cadderly supo desde un principio que el lanzamiento del conjuro sería un desafío para él. Mientras que, por un lado, estaba contento de que Dorigen no hubiera aparecido en el campamento de Ragnor, por otro, casi deseó haber encontrado la oportunidad de tomar ese riesgo.
—¿Por qué no? —pensó el joven erudito, y se alejó del fuego mientras estrechaba el haz del tubo de luz para localizar mejor al pájaro.
Recitó las palabras exactas, no muy seguro de las inflexiones, pero confiado en que no omitiría nada del canto prescrito. Pasaron varios segundos y Cadderly sintió que una energía extraña crecía en su interior.
Ésta le dio fuerza y con urgencia, le exigió que la soltara. Y lo hizo, al pronunciar la última sílaba con toda la determinación que pudo dar a su voz.
Se detuvo un momento. El pájaro nocturno se había callado de pronto, y todo el bosque estaba en silencio.
Cadderly cerró la mano en señal de victoria. Volvió hasta el antiguo libro, sintiéndose mejor acerca del papel que podría jugar en los próximos combates.
Aunque su entusiasmo desapareció poco después, cuando Danica se acercó al fuego. Los labios de la joven se movieron al saludarlo, pero no salió ningún sonido de su boca. Miró a su alrededor, confundida.
Cadderly comprendió, y hundió la cabeza entre las manos.
El suspiro tampoco se pudo oír, ni el crepitar del fuego, entonces se dio cuenta. Cogió un palo y escribió: Pasará, en el suelo y se acercó a Danica para sentarse junto a ella.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Danica unos minutos más tarde, cuando el sonido de las llamas volvió a oírse.
—He vuelto a demostrar mi inutilidad —respondió Cadderly. Le dio una patada a su mochila que contenía el Tomo de la Armonía Universal—. No soy clérigo de Deneir. No soy clérigo en absoluto. Incluso los conjuros más simples salen desmañados de mis labios para caer donde no deseo. He tratado de silenciar un pájaro y en vez de eso lo he hecho conmigo. Deberíamos estar contentos de que la maga no apareciera en el último combate. Aunque todos nosotros habríamos muerto si así hubiese sido, y nadie hubiese oído nuestros gritos de agonía.
A pesar del tono grave de Cadderly, a pesar de todo lo que la rodeaba y el dolor que sentía en el brazo herido, Danica rompió a reír ante esa idea.
—Tengo miedo de usar incluso el más simple de los conjuros de curación —continuó Cadderly—, ¡al saber que con toda probabilidad harían más grave la herida y no la paliarían!
Danica quiso animarlo, decirle que era el hombre más inteligente que jamás había encontrado y el clérigo joven más respetado de toda la Biblioteca Edificante. Pero no pudo compadecerse de esos problemas menores, no con el peso del destino colgando abrumadoramente de las viejas ramas de Shilmista.
—Compadecerte no es muy propio de ti —remarcó ella con sequedad.
—Es la verdad —corrigió Cadderly.
—Puede serlo —replicó Danica—. Pero ahora es irrelevante.
—Toda mi vida… —empezó Cadderly.
—No ha sido malgastada —interrumpió antes de que el joven erudito se pudiera hundir a más profundidad en su desesperación—. ¿Toda tu vida? Justo acabas de empezar a vivirla.
—Había pensado vivir como clérigo de Deneir —se lamentó Cadderly—, pero parece que ése no es mi rumbo.
—No puedes saber eso —le reprendió Danica.
—Tienes razón —dijo una voz. Levantaron los ojos y se sorprendieron al ver a Kierkan Rufo que se acercaba al fuego.
Danica casi había olvidado al joven larguirucho, y verlo ahora le recordó cosas desagradables. Cadderly notó su repentina rabia, y puso la mano sobre su hombro, temiendo que saltaría sobre Rufo y lo estrangularía.
—Algunos de los miembros de más alto rango de nuestra orden son ineptos lanzando conjuros —continuó Rufo, mientras tomaba asiento en un tronco frente al fuego, evitando la mirada fría de Danica—. Tu amiga, la Maestre Pertelope, por ejemplo. Incluso el más simple de los conjuros falla a menudo cuando lo pronuncia la Maestre Pertelope.
Las angulosas facciones de Rufo parecían aún más afiladas en las sombras vacilantes, y Cadderly detectó un temblor en su voz. Aunque el joven erudito le dio poca importancia a ese hecho, más preocupado por la revelación que Rufo le había hecho.
—¿Cómo puede ser verdad eso? —preguntó Cadderly—. Pertelope es una líder en la orden. ¿Cómo puede haber alcanzado semejante rango en la Biblioteca Edificante si no puede lanzar el más simple de los conjuros?
—Porque es una erudita, como tú —respondió Rufo—, y en beneficio de Deneir, no lo dudes, incluso si ese beneficio no se manifiesta en la forma de magia clerical. La Maestre Pertelope no era una aspirante a su cargo.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Danica, y aún tenía más preguntas que hacerle a Rufo, en particular las que concernían a su interacción con Dorigen.
—Oí a Avery hablar de ello —contestó Rufo, mientras trataba de parecer despreocupado, aunque su voz monótona se estremecía con cada palabra—. Y he estado atento desde entonces. —Se apoyó en sus codos huesudos, y trató de parecer tranquilo.
Cadderly comprendió que había mucho más en esa conversación, desde las perspectivas de Rufo y Danica, de lo que la charla informal daba a entender. El tiempo que pasó no contribuyó a disipar la tensión que, en efecto, le pareció a Cadderly que crecía en ambos compañeros. A pesar de eso, Cadderly se sintió más tranquilo después de oír los comentarios de Rufo sobre Pertelope. Consideró sus palabras a la luz de sus propias experiencias con la maestre, y tuvo que estar de acuerdo en que raramente había visto a Pertelope intentar el lanzamiento de un conjuro.
—Estoy contento de que hayáis vuelto —dijo Rufo mientras se levantaba con rigidez y algo tenso. De su mochila sacó la capa de seda de Cadderly y su sombrero de ala ancha, éste un poco arrugado—. Estoy contento —repitió Rufo. Hizo media inclinación y empezó a alejarse, casi tropezando con el tronco mientras se iba.
—¿Piensas que está sorprendido de vernos? —comentó Danica cuando Rufo ya no podía oírles—. Sin duda nuestro amigo estaba un poco nervioso.
—Kierkan Rufo siempre está nervioso —respondió Cadderly, su voz sonó relajada por primera vez desde que había descubierto el fallo de su conjuro de silencio.
—Crees que es una coincidencia, entonces —murmuró Danica—. ¿Y es una coincidencia que Dorigen lo conozca?
—Puede conocer a Rufo por la misma fuente que le habló de nosotros —razonó Cadderly.
—Desde luego —dijo la joven, y su tono enconado le dio la vuelta al significado de las palabras de Cadderly para que sonaran como una acusación contra su anguloso compañero—. Desde luego.
Cadderly se despertó con los sonidos de lucha poco después del amanecer. Manoseó la mochila en busca de su buzak, agarró el bastón, y salió a toda prisa. El combate había terminado incluso antes de que se acercara, con los elfos rechazando con éxito otro ataque de sondeo del enemigo.
Aunque a pesar del logro, ni Danica, ni Elbereth, ni los enanos parecían contentos cuando Cadderly llegó hasta ellos.
—Lo siento —se disculpó el joven erudito, entre tartamudeos—. Estaba dormido. Nadie me dijo…
—No temas —respondió Elbereth—. Habrías hecho poca cosa en el combate. Los arqueros élficos hicieron volver atrás al enemigo antes de que muchos de ellos cruzaran el río.
—¡Y los que lo hicieron desearon poder volverse atrás! —añadió Iván, que al parecer no notaba el dolor de la pierna herida. Extendió intencionadamente su hacha ensangrentada para que Cadderly la viera. Pikel, mientras tanto, estaba muy ocupado sacando un mechón de pelo de goblin de una grieta estrecha que había en su garrote.
Cadderly no se perdió la mirada de agradecimiento que Elbereth dirigió a los enanos, aunque por supuesto el elfo trató de disimularla.
—Ahora marchaos y recuperad fuerzas —dijo Elbereth a Danica, y luego miró a su alrededor para indicar que las palabras eran para todos—. Tengo que asistir a un consejo con mi padre. Nuestros exploradores volverán esta mañana con estimaciones más completas de las fuerzas del enemigo. —El elfo se inclinó y se fue.
Iván y Pikel se durmieron casi inmediatamente después de que volvieran al pequeño campamento de Cadderly. Los enanos habían estado despiertos toda la noche, enseñando a algunos de los elfos más receptivos como construir una barricada decente, completada con astutas trampas.
Danica también se echó para descansar, y Cadderly, después de un desayuno rápido de apetitosas galletas, se sumergió en el libro de Dellanil Quil’quien. Su traducción había sido lenta las últimas horas, ya que sólo había descubierto el significado de una única runa. Un centenar más de símbolos arcanos seguían siendo un misterio.
Elbereth fue a verlos más tarde esa misma mañana, acompañado de Tintagel y Shayleigh. La expresión seria del príncipe elfo reveló mucho de lo que los exploradores habían descubierto.
—Nuestro enemigo es más disciplinado y organizado de lo que habíamos creído —admitió Elbereth.
—Y la hechicera enemiga volvió esta mañana —añadió Shayleigh—, lanzó una línea de fuego con su mano, que envolvió a un desafortunado explorador. Está vivo, pero nuestros sanadores no creen que pase de hoy.
Cadderly echó una mirada pensativa a la mochila, al Tomo de la Armonía Universal.
«¿Qué secretos curativos podría descubrir ahí?», se preguntó, «¿Encontraría la fuerza para ayudar al elfo herido?».
—¿Qué hay de los aliados? —preguntó Danica—. ¿Ha respondido a nuestra llamada la Biblioteca Edificante?
—No hay mensajes de ayuda exterior —contestó Elbereth—. De cualquier forma creemos que la biblioteca no puede reunir suficientes fuerzas, incluso si pudieran llegar a tiempo.
—¿Adónde nos lleva esto? —preguntó Cadderly.
—Galladel habla de dejar Shilmista —dijo Elbereth después de tragar saliva—. A menudo habla de Siempre Unidos, y dice que nuestros días en los Reinos ya han pasado.
—¿Y tú qué dices? —preguntó Danica, su pregunta sonó casi como una acusación.
—No es el momento de irse —respondió con dureza el orgulloso elfo—. No dejaré Shilmista a los goblins, pero…
—Pero nuestras esperanzas se desvanecen con rapidez —respondió Shayleigh. Cadderly no se perdió el aire de tristeza en sus ojos violeta, una mirada sombría que le había quitado el vigor y el ánimo para luchar.
—No podemos vencer a un enemigo tan grande —admitió la doncella elfa—. Muchos goblins morirán, es verdad, pero nuestro número ira diminuyendo hasta que no quede ninguno.
Para su propia sorpresa, Cadderly rompió de improviso el dramático silencio.
—He empezado la traducción del libro de Dellanil —dijo con decisión—. Encontraremos las respuestas ahí.
—Tienes poco tiempo —explicó Elbereth mientras sacudía la cabeza—, y no esperamos tanto como tú del libro. La magia del bosque no es como solía ser, en esa apreciación, me temo que mi padre acierta.
—¿Cuándo decidiréis el rumbo que debemos tomar? —preguntó Danica.
—Hoy, más tarde —respondió el príncipe elfo—, aunque creo que la reunión es sólo una formalidad, ya que la decisión está tomada.
No había más que decir, pero había demasiado que hacer, y los tres elfos se fueron. Danica se dejó caer sobre su manta, y se acurrucó en un intento vano de encontrar el sueño, y Cadderly volvió al libro antiguo.
Pasó otra hora, frustrado por dos runas que aparecían en casi cada página. Si aquellas dos le llevaban tanto tiempo, ¿entonces cómo podía esperar acabar el trabajo en un solo día?
Apartó el libro a un lado y se estiró, exhausto y vencido, lleno de rabia por su incompetencia. ¿Cadderly el clérigo? Aparentemente no. ¿Cadderly el guerrero? Apenas. ¿Cadderly el erudito?
Quizá, pero ese talento le pareció de pronto demasiado inútil en el real y violento mundo. Cadderly podía recordar las aventuras de un millar de héroes antiguos, contar guerras que habían ocurrido hace tiempo, y escribir el libro de conjuros que un mago había perdido después de leerlo sólo una vez. Pero no podía apartar la marea negra del bello Shilmista, y ahora ninguno de sus otros talentos parecían importar.
El sueño lo venció, misericordiosamente, y al dormirse le vino un sueño que Cadderly no había esperado.
Vio Shilmista bajo la luz de un cielo antiguo, bajo la luz de la estrellas de rayos azules y violetas y amarillos, que se filtraban con delicadeza a través de la bóveda frondosa. Allí danzaron los elfos, diez veces el número de las presentes huestes de Shilmista, dirigidos en la canción por el más grande de los reyes de Shilmista.
Las palabras eran extrañas para Cadderly, aunque hablaba con fluidez el lenguaje común a los elfos de su tiempo. No obstante fue extraña la reacción del bosque alrededor de los elfos, ya que los mismos árboles reverberaron con la canción de Dellanil, respondiendo al rey elfo. Sólo soplaba una brisa ligera en su visión antigua de Shilmista, sin embargo las ramas enormes y gruesas se doblaron y cimbrearon, sincronizadas con los gráciles movimientos del pueblo de los bosques.
Entonces la visión desapareció, y Cadderly se incorporó, despertado por los tronantes ronquidos de Iván y Pikel. El joven erudito sacudió la cabeza y se acostó de nuevo, con la esperanza de recuperar el momento perdido. Los sueños se desvanecían con rapidez, eran sólo un borrón, pero recordó intensamente la serenidad y la magia.
Sus ojos se abrieron de repente y gateó hacia el libro de tapas negras. Las runas desconocidas le dieron la bienvenida una vez más, pero esta vez Cadderly arrojó a un lado sus notas y sus técnicas ejercitadas y lógicas. Esta vez, usó sus revelaciones emocionales, se sintió como se había sentido Dellanil en su visión maravillosa, y envió su alma a danzar como lo habían hecho los árboles y los elfos, como su canción sonando en su interior.
—¡Lárgate! —gruñó Kierkan Rufo, mientras golpeaba con la mano el tronco de un árbol—. ¡Hice lo que me pediste, ahora déjame solo! —El chico larguirucho miró a su alrededor, nervioso al temer que hubiera hablado demasiado alto. Los elfos estaban por todas partes, y no dudó que alguno de ellos le clavaría una flecha si alguna vez descubrían la fuente del dilema de Rufo.
Estaba solo en el bosque, físicamente al menos, y lo había estado desde la partida de Cadderly y Danica la noche anterior. Rufo no podía dormir (una voz de imp se lo impedía). El chico aparecía ojeroso, obsesionado, ya que no se podía librar de las intrusiones telepáticas de Druzil.
¿Qué tienes que perder?, ronroneó la voz rasposa del imp. El mundo será tu provecho.
—No sé lo que planean, ni te lo revelaría aunque lo supiera —insistió Rufo.
Oh, pero lo harás, respondió Druzil confiado. Desde luego que lo harás.
—¡Nunca!
Ya has traicionado a tus amigos una vez, Kierkan Rufo, le recordó Druzil. ¿Cuán compasivo sería el rey de los elfos si conociera tu debilidad?
La respiración de Rufo era jadeante. Comprendió que la pregunta de Druzil era una amenaza directa.
Pero no pienses en esas cosas desagradables, continuó Druzil. Ayúdanos ahora. Seremos los vencedores, eso está claro, y tú serás bien recompensado cuando la batalla esté ganada. Desprécianos, y lo pagarás.
Rufo no se daba cuenta de sus movimientos, era inconsciente del agudo dolor. Bajó la mirada hacia su mano, que aguantaba un mechón de su desgreñado cabello negro.