Trampas complicadas
El goblin mantuvo la espalda pegada al árbol durante mucho tiempo, ni atreviéndose a respirar. Una docena de sus compañeros estaban muertos, parecía que sus vidas se habían extinguido en lo que se tarda en parpadear. El aterrorizado goblin oyó los gritos que disminuían paulatinamente de su único compañero vivo, la horrorizada criatura que ponía cada vez más tierra de por medio entre él y el lugar de la masacre.
Al final, el goblin que quedaba reunió el coraje para deslizarse fuera del árbol. Echó un vistazo alrededor del ancho tronco y vio a sus compañeros cortados en rodajas y machacados.
No había señal de los monstruos asesinos.
El goblin se arrastró un poco más lejos y volvió a mirar alrededor.
Aún nada.
Abrazado al tronco, dio un paso más alrededor.
—¡Sabía que estabas ahí! —gritó un enano de barba amarilla.
El goblin cayó hacia atrás y levantó la mirada para ver un hacha de doble hoja que descendía rápidamente.
Este asunto se acabó, el enano se dio la vuelta para ver cómo se las arreglaba su hermano.
—¡Aiyiig! —gritó el último goblin vivo, mientras corría a toda velocidad al saber que el enano con el tremendo garrote estaba justo a pocos pasos de él.
—¡Oo oi! —contestó feliz el enano.
—¡Aiyiig! —El goblin fue directo hacia una línea de hayas enormes, pensando que encontraría una ruta de escape a través de los enormes troncos y las gruesas raíces. Entonces vio a una bella hembra humana, de tez morena y con el pelo verde, que le hacía señas. La mujer señaló a un lado, mostrándole un túnel que llevaba directo hacia el interior de un árbol.
Sin otra opción, el goblin no hizo preguntas. Bajó su horripilante cabeza y corrió a toda velocidad, al tiempo que esperaba que el túnel, sumido en la oscuridad, no girara con demasiada brusquedad al entrar en él.
El goblin impactó en el árbol como un ariete. El monstruo rebotó hacia atrás dos pasos, sin comprender que el túnel no era más que la ilusión de una dríada. La sangre fluyó de una docena de heridas en la cara y el pecho del goblin; estuvo a punto de desfallecer pero con testarudez se mantuvo en pie, craso error.
El enano, bajó el garrote, que más parecía el tronco de un árbol, sin reducir la velocidad. El arma golpeó al goblin, y éste golpeó el árbol otra vez, aunque ahora con un considerable peso a su espalda. De todos modos, el impacto le dolió menos que el anterior, ya que la criatura estaba muerta antes de darse cuenta de lo que había pasado.
Pikel Rebolludo pasó un momento pensando en el objeto aplastado que había entre su garrote y la enorme haya, preguntándose honestamente cómo podía haberse parecido a un goblin vivo.
—¡Oo oi! —dijo el enano mientras miraba de arriba abajo a Hammadeen.
La dríada se sonrojó como respuesta y desapareció en la arboleda.
—Le diste fuerte —comentó un poco más tarde Iván el hermano de Pikel mientras surgía a su espalda. El enano de barba amarilla aguantaba su gran hacha sobre el hombro con un goblin todavía clavado en la hoja.
Pikel lo observó con curiosidad y se rascó la barba y el pelo teñidos de verde. A diferencia de su hermano, que se remetía la barba en el cinturón, Pikel se la ponía por encima de las orejas y la trenzaba con su cabello por la espalda.
Iván levantó al goblin por encima del hombro y dejó que cayera ante él.
—También golpeé fuerte al mío —explicó. Puso un pie en el hombro del monstruo muerto, se escupió en las manos callosas, y agarró con firmeza el mango del hacha.
El hueso crujió cuando el enano tiró con fuerza.
—No quería esperar a hacer esto ahí detrás —explicó entre gruñidos—. Pensé que podrías necesitar mía ayuda.
—Uh-uh —respondió Pikel, mientras sacudía la cabeza y miraba al goblin despanzurrado y que aún estaba enganchado al árbol.
—Sucias cosas —comento Iván cuando al final liberó el hacha.
—Otra batalla estropea el bosque justo a unos kilómetros al oeste —dijo la voz melódica de Hammadeen.
—¡Siempre otro combate! —gruñó a la dríada al tiempo que sacudía la cabeza con incredulidad, y entonces miró a Pikel con escepticismo—. Condenada vida, esto de ser druida.
—¡Doo dad! —aulló Pikel entusiasmado.
—No hemos pasado un día tranquilo desde que llegamos a este apestoso —echó un vistazo a Hammadeen y se sobresaltó—, este bonito bosque.
Pikel se encogió de hombros. Desde luego, los hermanos Rebolludo habían tenido un combate tras otro desde su llegada a Shilmista hacía ya más de una semana. Nada que a ellos les importara, dada la naturaleza de sus adversarios, pero incluso Iván se empezaba a aburrir del enorme número de goblinoides y tipos de gigantes en el supuestamente apacible bosque.
La dríada puso la oreja y las suaves manos sobre la rugosa corteza de un roble, como si estuviera escuchando al árbol.
—El combate acaba de terminar —anunció.
—¿Ganan los elfos? —preguntó Iván—. ¡No es que me importe! —aclaró rápidamente. Iván no sentía mucho cariño por los elfos; eran demasiado caprichosos y ligeros de cascos para la sensibilidad de los enanos.
—¿Eh? —pinchó Pikel, y le dio un fuerte codazo en el brazo a Iván como si acabara de pillarle en un raro momento de compasión.
—Son mejores que los orcos —admitió Iván—, ¡pero no tengo arrestos para compartir una comida con cualquiera de las dos razas! —Pikel se unió con su áspera risa entre dientes, y luego los dos se volvieron hacia Hammadeen.
—Bien, ¿ganaron? —preguntó Iván otra vez.
La dríada hizo un ademán vacío y algo aburrido, sin dar una respuesta.
—Imagínome que debemos ir y ver lo que podemos hacer —dijo Iván de mala gana—. Apartamos de ellos el cuerpo bajo el árbol quemado; ¡incluso un elfo se merece algo mejor que ser servido de cena a un goblin!
Llegaron al campo de batalla una hora más tarde. Pikel fue el primero en descubrir una víctima, un orco degollado que descansaba en un espeso arbusto.
—¡Oo! —chirrió el enano deleitado cuando llegó hasta el cuerpo y descubrió a cuatro orcos más en un estado similar.
—¡Oo! —aulló incluso más entusiasmado cuando descubrió a dos ogros muertos a unos pasos de allí, uno con el cuello perforado y el otro con la cabeza hundida.
—Alguien hizo una excelente pelea —asintió Iván, mientras rodeaba el área. Vio un orco y un orog muertos junto a lo que parecía un pequeño campamento, pero continuó alrededor del lugar hacia una zona en la que aparentemente hubo incluso más acción.
Dos orogs muertos, con las cabezas casi giradas hasta la espalda, y varios orcos y orogs esparcidos por el suelo a una corta distancia de ellos. Iván se paró un rato a examinar las criaturas y sus curiosas heridas. Ninguna había sido hecha por una espada, por una flecha o una lanza, e incluso los golpes mortales no parecían las marcas de una maza o un martillo que siempre había visto el enano. Además, la manera en la que los dos orogs habían muerto, los cuellos rotos de una manera sorprendentemente similar, no parecían el trabajo de ningún elfo.
La llamada de Pikel hizo que el enano se diera media vuelta. El hermano de Iván estaba en el campamento y aguantaba en alto la cabeza y el pecho de un orog y señalaba la herida requemada de la criatura. Sólo un arma que Iván había visto podía causar estas heridas. Echó un vistazo a los dos orogs muertos y una repentina imagen de Danica vino a su mente.
—El trabajo de un mago —propuso Iván esperanzado, mientras se acercaba a su hermano—. O…
Esa última idea fue contestada tan pronto Pikel soltó de repente al orog, saltó sobre un arbusto, y recogió un familiar bastón de paseo con la empuñadura en forma de cabeza de carnero.
—Uh oh —dijo Pikel.
—¡Dríada! —bramó Iván.
—El silencio te sería más útil en un bosque peligroso —ofreció Hammadeen cuando surgió de un árbol que estaba detrás del enano. Le dedicó a Iván un guiño y una sonrisa melancólica.
—¡Basta de esas tonterías embrujadoras! —le gritó el enano, pero incluso el brusco Iván se ablandó cuando la sonrisa encantadora de Hammadeen se convirtió en seriedad—. Eso es muy importante —explicó Iván—. ¿Quién luchó en el combate?
La dríada se encogió de hombros.
—¡Bien pregúntale a los árboles! —rugió el enano—. ¿Fueron elfos o humanos?
—Ambos —dijo Hammadeen, después de volverse sólo un instante.
—¿Adónde fueron? —preguntó Iván mientras miraba a su alrededor.
Hammadeen señaló hacia el nordeste. Iván y Pikel salieron a la carrera al momento, mientras Iván le pedía a la dríada que les guiara.
Se tranquilizaron cuando alcanzaron a la partida que los había capturado, para encontrarse a Cadderly y Danica todavía vivos, aunque muy maltrechos. Danica estaba suspendida en el aire por dos ogros que aguantaban un palo largo atado a sus hombros y que pasaba por detrás del cuello de la chica. Los gigantescos monstruos le mostraban mucho respeto a la chica, manteniéndose lejos de ella, incluso cuando sus brazos y piernas estaban firmemente atados. Uno de ellos cojeaba de mala manera y el otro estaba todo arañado y amoratado. Los enanos pudieron suponer fácilmente que los ogros habían tenido la desgracia de enzarzarse con Danica en el campamento.
Cadderly venía después, andaba con las manos atadas a la espalda, una capucha en la cabeza, y cuatro orogs que lo rodeaban y le empujaban a cada paso. El último de la línea era un elfo, que era llevado por una hueste de orcos, con los tobillos atados a una tabla.
—Demasiados —murmuró Iván, y desde luego, no menos de veinte monstruos formidables rodeaban a sus amigos indefensos—. Debemos poner una trampa.
—Oo oi —acordó Pikel, y salieron a toda prisa, rodeando por delante a la comitiva. Algún tiempo más tarde se detuvieron en un pequeño claro. Iván miró a su alrededor y se rascó la barba. Levantó la mirada hacia un olmo de ramas gruesas, miró a un montón de rocas, y luego hacia el camino por el que la comitiva haría su llegada.
—Si podemos llevar unas cuantas rocas árbol arriba —meditó el enano. Sus ojos oscuros chispearon, y golpeó sus manos dos veces en una sucesión rápida—. ¡Tump! ¡Tump! ¡Y dos ogros menos con los que luchar!
—Uh oh —susurró Pikel ominosamente, mirando hacia el cielo. Una risa ahogada en las ramas demostró que la dríada veía las mismas posibilidades de desastre que el dubitativo enano.
Iván no tenía tiempo de oír protestas. Empujó a su hermano y los dos se las apañaron para llevar rodando una piedra voluminosa hasta la rama que colgaba por encima. Iván se rascó la barba amarilla y se preguntó cómo podrían subir la roca por el árbol, ya que en su punto más bajo, la rama estaba a casi tres metros del suelo, y era la rama más baja del olmo.
—Tú levantas la roca y la pones en mis hombros —dijo Iván—. La cuelgas en la unión con el tronco y subimos, y más tarde ya la pondremos en su sitio.
Pikel miró la piedra y la rama y sacudió la cabeza dubitativamente.
—¡Hazlo! —ordenó Iván—. ¿Quieres ver a Cadderly y a Danica servidos como aperitivo para los ogros?
Con gruñidos y gemidos a cada centímetro, Pikel se las arregló para levantar la roca de noventa kilos sobre su pecho. Iván dejó caer a un lado su yelmo con cuernos de ciervo, dio un paso detrás de Pikel, y colocó la cabeza entre las piernas de su hermano. El poderoso enano se levantó con toda su fuerza, elevando finalmente a Pikel con precariedad.
—¡Ponla encima! ¡Ponla encima! —pidió Iván entre gruñidos. En el cimbreante asiento, Pikel no podía separar la roca lo suficiente de su cuerpo para colocarla en la rama.
—Correré hacia él —ofreció Iván, al ver el dilema de su hermano. Se desvió a un lado del árbol, y luego cargó hacia delante con la esperanza de que su impulso ayudaría a Pikel.
Pikel la levantó con toda su fuerza, y consiguió estirar los brazos con la piedra por encima de la cabeza, y entonces chocó contra la rama. Inconsciente del repentino problema de su hermano, Iván continuó, estirando al pobre Pikel hasta su límite. La roca llegó hasta la parte de arriba de la rama y rodó por el otro lado, cayendo en dirección a la cabeza de Iván.
—¡Ooops! —alertó Pikel. Iván se las arregló para levantar los brazos y desviar el proyectil, pero de cualquier manera acabó en el suelo y dejó a Pikel colgado de la rama por la punta de los dedos.
—¡Ooo! —gimió Pikel, y cayó sobre el pecho de Iván.
Sin ser vistas pero sí oídas, las risas disimuladas de Hammadeen no hicieron mucho para mejorar el humor de Iván.
Unos minutos más tarde, cuando se hubieron recuperado, probaron de usar sus cuerdas para levantar la roca. Ésta se deslizó fuera del nudo unas cuantas veces, hasta que la ataron de la manera apropiada, una de las veces rebotó sobre el pie de Iván. Casi la tenían cerca de la rama, cuando la cuerda se rompió.
—¡Tú eres el druida! —le gruñó Iván—. ¡Dile a tu árbol que se incline y coja la maldita cosa!
Pikel se puso las manos en las caderas y lo miró enfurecido.
Iván le dio un puñetazo a Pikel en el ojo; Pikel le agarró la mano y le mordió los nudillos a Iván. Rodaron por el suelo, pellizcos, mordeduras, patadas (todo aquello que funcionara en el cuerpo a cuerpo) hasta que Iván se separó, una sonrisa de inspiración se formó en su cara.
—Te subo al árbol y te tiro la piedra —planeó.
Pikel miró a su alrededor, y sonrió del mismo modo.
Subir a Pikel no era un problema, pero la tozuda roca era un tema diferente. Tan fuerte como era, Iván no podía esperar levantar la piedra a la altura suficiente para que Pikel la agarrara. Con una frustración creciente como la de su hermano, Pikel se dio la vuelta, enganchó sus rechonchas piernas a la altura de las rodillas en la rama y se agachó tanto como pudo.
La roca le impactó directamente en la cara y en el pecho, pero se las arregló para aguantar su precaria posición, aunque no tenía ni idea de cómo se iba a levantar con la pesada piedra.
Iván le animaba, apremiando a su hermano. Se dio cuenta (demasiado tarde) de que había ido a parar bajo su hermano.
Pikel estaba a punto de enderezarse cuando sus piernas se soltaron. Iván se las arregló para dar un paso desesperado antes de que su hermano y la roca lo enterraran.
Las carcajadas de Hammadeen se tornaron más fuertes.
—¡Casi! —bramó Iván, cuando se puso en pie. Agarró la piedra y trató de hacer palanca para apartarla de Pikel, que estaba tendido en el suelo diciendo—: Oo. —Una y otra vez agarraba la piedra como si fuera un enano bebé, y, la verdad, de alguna manera lo parecía.
Entonces Iván cogió la piedra. Cargó hacia el árbol y la lanzó donde la rama se unía al tronco. Rebotó, pero Iván la levantó otra vez, y otra vez, y otra.
Pikel se sentó en el suelo, mirando a su hermano con incredulidad.
Entonces, asombrosamente, la roca encajó en el pliegue y aguantó, e Iván se volvió en tono triunfal.
—Pronto estarán aquí —observó, mientras recogía la cuerda—. No hay tiempo para otra roca.
—Fiu —comentó Pikel en voz baja.
Ataron la cuerda a la rama y empezaron a subir, uno a cada lado. Pikel, menos protegido y menos cargado que su hermano, ganó ventaja con rapidez, y entonces puso su sandalia en el hombro de Iván (pasando sus apestosos pies por la cara de su hermano) y empujó. El impulso lo elevó lo que le faltaba para llegar, se aupó y se sentó, olvidándose de aguantar la cuerda. Observó hipnotizado cómo caían su hermano Iván y la cuerda.
El enano de barba amarilla se sentó, escupiendo ramitas y tierra al tiempo que se increpaba a sí mismo por no tener más cuidado.
—Oops —ofreció Pikel como disculpa.
—¡Ata la cuerda! —gruñó Iván. Pikel pensó en la tarea y las consecuencias de dejar que su enfadado hermano se acercara a él, y luego negó con la cabeza.
—¡Átala! —rugió Iván—. ¡O talaré el árbol! —Levantó el hacha y dio una zancada hacia el ancho tronco antes de que Hammadeen apareciera entre él y su objetivo.
—No hagas esto —advirtió la dríada. Iván estaba más preocupado por su hermano, el que sería druida, que se había deslizado cerca de la unión y de la roca que estaba en una situación precaria. Iván no dudaba que si empezaba a talar el árbol, Pikel le tiraría la piedra a la cabeza.
Iván cruzó sus brazos fornidos en el pecho y se quedó mirando a Pikel. Al final, el enano sentado se ablandó, ató la cuerda y le hizo señas a su hermano para que subiera. Pronto los dos estaban sentados en la rama, Iván impaciente e incómodo, pero Pikel, pensando que su situación era muy druídica, bastante contento.
—¿De qué te ríes ahora? —le requirió Iván a la molesta dríada algún tiempo después. Hammadeen apareció en una rama superior y señaló al norte.
—Los ogros no vienen en esta dirección —dijo. Bastante segura mientras miraba con atención por entre los árboles, Iván y Pikel apenas podían distinguir el lejano alboroto de la caravana de prisioneros, a alguna distancia al norte y alejándose.
Pikel miró a Iván, luego a la piedra, de nuevo a Iván, con una expresión ácida en su cara angelical.
—Silencio… —empezó Iván, pero se detuvo de repente al darse cuenta de que algo se movía en un arbusto no muy lejano. Un momento más tarde, apareció un orco, rebuscando entre los árboles, mientras cortaba trozos de leña menuda con un cuchillo largo. Iván tuvo en cuenta el camino de la criatura y se dio cuenta de que no pasaría muy lejos de la trampa.
—Hazlo pasar por aquí —le susurró a Pikel.
Su hermano hizo un ruido agudo y se puso un dedo en el pecho.
—Sí, ¡tú mismo! —murmuró Iván con aspereza, y abofeteó a Pikel en la nuca, de manera que lo tiró de la rama.
—¡Oooo! —gimió Pikel antes de impactar contra el suelo con un ruido sordo.
Iván no le prestó atención a su hermano. Estaba más preocupado por el orco, que había oído el ruido. La criatura se arrastró hacia allí lentamente, con el cuchillo dispuesto.
Pikel giró sobre sí mismo, y levantó la vista hacia Iván, pero con la suficiente inteligencia para moverse hacia la parte más lejana del claro. Le volvió la espalda al orco que se acercaba, se puso las manos en los bolsillos, y empezó a silbar despreocupado.
El orco se deslizó hasta el tronco del árbol, inconsciente de la presencia de Iván, que aguantaba la roca encima de su cabeza. Un paso, dos, y entonces rompió a correr.
Luego murió.
Iván ató la cuerda y bajó. Pisó a la víctima aplastada con su robusta bota, al tiempo que con el puño se golpeaba el pecho.
—Te dije que funcionaría —proclamó.
Pikel miró al orco destrozado y a la rama, y una expresión divertida se extendió por su cara. Iván supo lo que su hermano pensaba: habría sido mucho más fácil acercarse y clavar el hacha en la gruesa cabeza del orco.
—¡No digas ni una palabra! —gruñó Iván enfurecido. Afortunadamente, Pikel nunca tuvo problemas para seguir esta orden en particular.
—Creo que podemos volver a poner la roca en su lugar —comenzó Iván mientras volvía a mirar la juntura—. Si pudiera…
Pikel lo tumbó en el suelo, y la pelea empezó. Otro que estaba cerca y recogía leña, pasó bastante desapercibido para los enanos que luchaban. Llegó hasta el claro, descubrió a su compañero despanzurrado, y estudió la titánica reyerta. Miró desconcertado su magro cuchillo.
El orco se encogió de hombros y se alejó mientras pensaba que algunas cosas era mejor olvidarlas.