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Daoine Teague Feer

Muchos elfos abrieron los ojos de par en par cuando Elbereth entró en el campamento escoltado por tres humanos, ya que pocos visitantes llegaban a Shilmista, y, con la violencia de la batalla, no se esperaba a nadie. Aunque otro par de ojos se abrió incluso más, malvados ojos amarillos surcados por arterias diminutas.

Druzil casi cayó de su posición elevada, en lo alto de una delgada haya con vista hacia el campamento, cuando vio a Rufo, Danica, y en especial a Cadderly. El imp reconoció al joven erudito e instintivamente se frotó las señales de la herida en el costado donde Cadderly una vez le hundió un dardo emponzoñado.

Druzil de pronto se sintió vulnerable, a pesar del hecho de que era invisible y estaba en un árbol demasiado delgado para que incluso los ágiles elfos subieran. No se había acercado demasiado al campamento, temiendo que los elfos lo descubrirían, pero ahora, con este diabólico joven en el área, el imp se preguntó qué distancia sería segura.

De inmediato Druzil envió sus pensamientos a Dorigen, que esperaba su retorno a un kilómetro y medio al norte. Druzil dejó que la maga entrara del todo en su mente, de manera que le permitía ver a través de sus ojos mientras seguía los movimientos de Cadderly por el campamento.

¿Qué estará haciendo él aquí?, preguntó Druzil, como si esperara que Dorigen lo supiera.

¿Él?, dijeron sus sorprendidos pensamientos. ¿Quién es él?

¡El joven clérigo!, replicó el imp.

Sus pensamientos casi gritaron que Cadderly era el hijo de Aballister, pero Druzil apartó el pensamiento, prefiriendo guardar la noticia hasta que pudiera observar la cara que pondría Dorigen.

Él es de la Biblioteca Edificante, ¡el que venció a Barjin!, prosiguió el imp.

Por la larga pausa, Druzil constató que Dorigen había captado su sensación de peligro. El imp recordó el combate en el que Cadderly lo había derribado con un dardo lleno de veneno de sueño. Druzil notó que Dorigen se lo pasaba bien ante ese recuerdo, y mandó un chorro de maldiciones en su dirección.

Otra idea le pasó por la mente y miró por todo el campamento, buscando a los dos enanos que habían acompañado a Cadderly en aquella ocasión. No los encontró, y Druzil confió en que estuvieran muertos.

¿Quiénes son los otros?, preguntó Dorigen, mientras crecía su impaciencia tras unos instantes sin comunicación.

La chica estaba junto al clérigo, aunque no sé qué papel jugó, explicó el imp. El otro… Druzil se detuvo, recordó la descripción que le dio Barjin del zopenco que había ayudado al malvado clérigo en su causa: anguloso y alto, y que andaba con una pequeña inclinación en la postura.

Kierkan Rufo, decidió Druzil, imaginándose que no podría haber dos sacerdotes en la biblioteca que, con tanta exactitud, encajaran con la descripción de Barjin. Dorigen continuó interrogándolo, y Druzil decidió ser directo con la maga.

Deseo irme de aquí, comunicó el imp con claridad. A su alrededor, el campamento pareció cobrar vida llenándose de actividad, elfos corriendo y gritando que el Príncipe Elbereth había vuelto.

Ven a mí, Druzil, le ofreció Dorigen, al ver, en apariencia, los conocimientos del imp.

No tuvo que decirlo dos veces.

—Requerí tu presencia hace algunas horas —dijo Galladel en tono frío cuando Elbereth entró finalmente en su habitación—. En tiempos de paz, puedo pasar por alto tus desplantes…

—Una fuerza de goblins se había establecido en el sur de Daoine Dun —interrumpió Elbereth—. ¿Hubieras preferido que les dejara fortificarse y atrincherarse? Ahora ya se han ido, y el camino está despejado si nos fuerzan a huir (como sospecho que va a pasar si los rumores acerca del ejército del norte son verdaderos).

Las noticias diluyeron el ímpetu de la ira del anciano rey. De improviso se volvió hacia los pergaminos esparcidos por la extensa mesa de piedra.

—Necesitaré tu colaboración —dijo cortante—. Las patrullas necesitan ser coordinadas. Debemos saber las armas y las provisiones con las que contamos. —Removió los papeles un poco, lo justo para mostrar su desagrado.

Elbereth observó a su padre con creciente preocupación. Había algo demasiado restrictivo en los movimientos y tácticas de Galladel, algo demasiado humano para el gusto del elfo más joven.

—El bosque es nuestro hogar —dijo Elbereth, como si ese único comentario explicara su desacato.

Galladel lo miró furioso, sospechando que había sido insultado.

—Debemos salir a luchar —continuó Elbereth—, con libertad, como nos guíen nuestros instintos y los árboles.

—Nuestros ataques deben ser planeados —argumentó el viejo rey—. Nuestro enemigo es muchas veces más fuerte que nosotros, y bien organizado.

—Entonces despierta al bosque —dijo Elbereth con tranquilidad.

Los ojos plateados de Galladel, muy parecidos a los de su hijo, se abrieron de par en par.

—Despierta a los árboles —repitió Elbereth, en tono más firme—. Llama a los aliados de nuestro pasado, ¡para que juntos podamos destruir a aquellos que han venido a conquistar Shilmista!

La suave risa de Galladel le ofendió.

—No sabes de lo que hablas —dijo—. Hablas de la tarea como si fuera un acontecimiento pasado, que se manifiesta con facilidad. Incluso antaño, cuando yo, Galladel, era un elfo joven, los árboles ya no acudían a la llamada del rey elfo.

Elbereth sólo había hecho el comentario para sonsacarle una respuesta a su cansado padre. Cuando vio aparecer la tristeza en los ojos de Galladel, llegó a dudar de su propia sabiduría.

—La magia antigua se ha ido, hijo mío —continuó Galladel, con la voz abatida—, desvanecida como los días en que el mundo pertenecía a las viejas razas. Leyendas para contar junto al fuego y nada más. Ganaremos esta guerra, pero la ganaremos con sangre y flechas.

—¿Has enviado emisarios a la Biblioteca Edificante pidiendo ayuda? —preguntó Elbereth.

Galladel palideció notablemente.

—Te envié a ti —replicó a la defensiva.

—Fui enviado a recopilar información. No sabía nada del comienzo de una guerra —argumentó Elbereth con tranquilidad, ya que sabía que hacía lo correcto, pero sabía, también, que la paciencia de su padre había disminuido—. Se debe pedir ayuda a la biblioteca, y reunir la legión de Carradoon.

—Envía el emisario —respondió Galladel abstraído, parecía muy cansado—. Vete ahora. Tengo mucho que hacer.

—Hay otra cuestión —presionó Elbereth.

El rey le dirigió una mirada áspera, como si entendiera lo que se avecinaba.

—Algunos de los nuestros han pedido el Daoine Teague Feer —dijo Elbereth.

—No tenemos tiempo… —empezó protestar Galladel.

—No podemos malgastar el tiempo de una manera mejor —insistió el elfo más joven—. Nuestra gente sufre muchas calamidades. Llevan la sangre de enemigos y amigos por igual. Ven el humo de su bosque en llamas y encuentran goblins y orogs a cada paso. Sangre y flechas, sí, pero en las batallas se pelea con emoción, padre mío. Las ganan aquellos que desean morir, si ése es su destino, y aquellos que anhelan matar. Nuestras almas nos llevarán donde tus pergaminos —agitó una mano irónicamente hacia la mesa de piedra— no pueden.

Galladel no pestañeó ni hizo ningún movimiento para responder.

—Daoine Teague Feer levantará esas almas —dijo Elbereth con tranquilidad, tratando de llevar la conversación de nuevo a un nivel razonable.

—Tú eres de sangre noble —respondió Galladel, con un inequívoco tono de furia y desengaño en la voz—. Tú harás la ceremonia. —Entonces volvió la mirada hacia sus pergaminos, cogió uno en particular y a propósito evitó levantar los ojos en dirección a su hijo.

Elbereth esperó unos instantes, dividido entre lo que sabía que era el rumbo correcto y el hecho de que este rumbo heriría a su padre. La invitación de Galladel de hacer Daoine Teague Feer estaba llena de sarcasmo, y si Elbereth celebraba el ritual, con toda seguridad su padre no estaría complacido. Pero Elbereth, a pesar de toda su lealtad hacia Galladel, tenía que escuchar a su corazón. Dejó la pequeña cueva para ir a buscar sus ropas ceremoniales y decirles a todos los demás que hicieran lo mismo.

—¿El hijo de Aballister? —Dorigen a duras penas podía creer la noticia. Este joven clérigo, de nombre Cadderly, ¡era el olvidado hijo de Aballister Bonaduce!

—Luché contra él en la biblioteca —dijo Druzil con voz áspera, al no gustarle el sabor de esas palabras amargas—, como te mostré cuando nos comunicamos a distancia. Es un marrullero (¡ten cuidado!). Y se rodea de poderosos amigos.

—¿Aballister sabe algo de él? —preguntó Dorigen, mientras se preguntaba qué intriga se cernía sobre ella.

«¿Estaba Aballister, quizá, en contacto con este joven clérigo en aquellos momentos fatídicos de la muerte de Barjin?», se preguntó. «¿Sería posible que el mago hubiera ayudado a su hijo a vencer a Barjin?».

Druzil asintió, con las orejas de perro enhiestas.

—Aballister descubrió a Cadderly cuando el clérigo luchó contra Barjin —explicó—. No estuvo contento de descubrir a Cadderly en la biblioteca. ¡Se enfadará mucho al saber que el marrullero ayuda a los elfos!

Entonces un centenar de posibilidades se arremolinaron en la mente de Dorigen, de cómo podría ganar la baza en este conflicto contra los elfos, y en su propia lucha por la jerarquía del Castillo de la Tríada.

—¿Estás seguro de que este Rufo es el tonto del que habló Barjin? —preguntó impaciente.

—Lo estoy —mintió Druzil, esperando que su suposición fuera correcta pero sin atreverse a decepcionar a Dorigen cuando estaba tan excitada. Estudió sus ojos ambarinos, puntos centelleantes montados a horcajadas sobre el puente de su nariz desfigurada.

—Vuelve con los elfos —ordenó Dorigen. Tuvo que elevar la voz por encima del gimoteo de Druzil para terminar las órdenes—. Arregla un encuentro con ese Kierkan Rufo. Si era el títere de Barjin, entonces también será el mío.

Druzil gruñó, sin embargo batió las alas y obedientemente se fue.

—Y Druzil —lo llamó Dorigen—. Confío que no contactarás con Aballister, o que, si lo haces, no mencionarás nada de esto.

Druzil asintió.

—¿Qué ganaré? —preguntó con inocencia, y luego continuó su camino.

Dorigen reflexionó sobre la pregunta con cuidado, y supo que la mejor manera de poder confiar en el imp era mantenerlo bien informado. Por cierto, ¿qué ganaría Druzil si le hablaba a Aballister de los últimos acontecimientos? Dorigen dio una palmada. A diferencia del imp, no estaba preocupada por que el joven erudito y sus amigos hubieran venido a ayudar a los elfos. Con Ragnor y su enorme fuerza buscando un punto de apoyo en el bosque, y con ella a su lado, Dorigen creyó que, de cualquier modo, el destino de Shilmista estaba sellado, y entonces decidió añadirlo a sus logros personales, a expensas del hijo de Aballister.

—Esta noche —susurró Elbereth en la oreja de la doncella herida.

Shayleigh se revolvió y abrió un ojo adormecido.

Cadderly y Danica miraban desde el otro lado de la cueva, Cadderly aún pensaba que Shayleigh estaría mejor si continuaba dormida. Había dicho que la elfa herida necesitaba dormir, pero Elbereth había apartado sus dudas, asegurándole a Cadderly que Daoine Teague Feer haría mucho más para mejorar la salud y la fuerza de Shayleigh que cualquier descanso.

—¿Esta noche? —repitió Shayleigh, con una voz melódica incluso a pesar del adormecimiento y el dolor.

—Esta noche recogeremos la fuerza de las estrellas —respondió Elbereth.

Shayleigh estuvo en pie en un momento, para sorpresa de Cadderly. Sólo la mención del Daoine Teague Feer pareció insuflar una nueva vitalidad en la doncella élfica. Elbereth pidió a Danica que ayudara a vestir a Shayleigh, y él y Cadderly salieron de la cueva.

—¿Podremos ver esta celebración? —preguntó Cadderly—. ¿O preferiréis intimidad? —La respuesta de Elbereth le sorprendió.

—Os habéis convertido en una parte de nuestra lucha —respondió el príncipe elfo—. Os habéis ganado el derecho a tomar parte en este ritual. La elección es vuestra.

Cadderly entendió el honor que acababan de concederle a él y a sus compañeros, y estaba realmente abrumado, y sorprendido.

—Olvida mis comentarios sobre que Shayleigh no debería andar —dijo.

—Tu preocupación por mi amiga no se me ha escapado —dijo mientras asentía con la cabeza. Elbereth volvió la mirada hacia la cueva, con una expresión seria—. Nuestros enemigos han encontrado un poderoso aliado —dijo—. No debemos permitir que este mago vuelva a aparecer en cualquier otro combate.

Cadderly entendió el significado y las intenciones del orgulloso elfo y no se sorprendió ante la consiguiente promesa.

—Cuando la celebración haya terminado y mi gente esté preparada para proseguir los combates, cazaré al mago, cuya cabeza vengará la muerte de Ralmarith y las heridas de Shayleigh.

—Ahora vete y busca a Rufo —ordenó Elbereth—. Daoine Teague Feer empezará en lo alto de la colina tan pronto los otros estén reunidos.

Cadderly, Danica y Rufo estaban sentados a un lado de los elfos reunidos, hablando en voz baja entre ellos. Cadderly les habló del juramento de Elbereth de ir tras el mago, y tampoco se sorprendió cuando Danica juró que iría junto al elfo.

Más y más elfos se reunieron en la cima de la colina. Casi todo el campamento estaba allí (los guardias decidieron alternar sus turnos de manera que todos podrían disfrutar de la celebración como mínimo durante un rato) con la notable excepción del rey Galladel. Elbereth disculpó a su padre, explicando que el rey tenía muchos deberes que atender y que vendría más tarde si encontraba el momento. Los murmullos que se levantaron alrededor de Cadderly y Danica les dijeron que los elfos dudaban de la verdad de esa explicación, y sugirieron que el rey no había venido porque pensaba que todo esto era una pérdida de tiempo.

Tan pronto empezó la ceremonia, cualquier duda que aquellos comentarios hubieran sembrado en la mente de Cadderly desapareció.

Todos los elfos se levantaron y formaron un círculo en la cima de la colina. Ofrecieron las manos a los visitantes. Rufo declinó de inmediato, parecía incómodo. Danica miró a Cadderly con una sonrisa anhelante, y él la apremió para unirse a ellos diciendo que quería ver el principio, aunque fuera desde un lado. Sacó su juego de escritura y el tubo de luz, alisó un pergamino frente a él, decidido a escribir una narración de primera mano del ritual raramente presenciado. También se cuidó de tapar la luz. De alguna manera no parecía encajar, a pesar de que era mágica, en la luz de las estrellas del bosque encantado.

La canción élfica empezó con lentitud, casi un canto hablado. Los elfos, y Danica, levantaron unos cuencos hacia el cielo y empezaron a andar en círculo. Su andar se transformó en danza y su canto en una canción melodiosa. Aunque no podía entender todas las palabras, las emociones evocadas por la canción afectaron a Cadderly tanto como a cualquiera de los elfos. Triste y dulce al mismo tiempo, y surcada por las experiencias de siglos ya olvidados, La Canción de Shilmista presentaba la experiencia de los elfos más plenamente de lo que lo haría cualquier libro. Cadderly llegó a entender que los elfos eran un pueblo sensible, una raza estética, espiritual y unida a la naturaleza que la rodeaba, incluso más que los humanos que dedicaban sus vidas a ser druidas. Cadderly pensó en los tres druidas que habían venido a la Biblioteca Edificante no hacía tanto tiempo, y en particular en Newander, que había muerto a manos de Barjin.

Pensó en Pikel, que deseaba ser druida, y entonces supo, con algo de tristeza, que el enano, de algún modo diferente de su áspera y pragmática parentela, nunca podría llegar a este nivel de espiritualidad.

La canción continuó durante más de una hora y terminó, no de repente, sino poco a poco, se convirtió en un andar y un canto y se desvaneció con tanta sutileza como cuando se pone la luna. Los elfos y Danica se quedaron quietos con los recipientes hacia el cielo, y entonces Cadderly deseó haberse unido a ellos desde el principio. Diligentemente volvió a la narración, aunque cuando miró el pergamino se preguntó con honestidad si su dios hubiera preferido que escribiera sobre Daoine Teague Feer o que participara de ello.

Elbereth, espléndido en su túnica púrpura, se dirigió al elfo más cercano y tomó el recipiente. Empezó un silencioso canto hacia los cielos, hacia los millones de estrellas que manchaban el cielo nocturno, luego metió la mano en el cuenco y lanzó el contenido hacia el cielo.

El brillo del polvo de estrellas llenó el aire, y descendió sobre el elfo designado. Sus ojos centellearon, su abundante pelo dorado pareció brillar con más fuerza, y cuando el polvo se asentó, se quedó muy quieto, brillando con una satisfacción interior.

Cadderly apenas pudo encontrar las palabras para expresar esta transformación. Se quedó perplejo, mientras Elbereth se movía por el anillo repitiendo la ceremonia. Más dramático fue el cambio que le sobrevino a Shayleigh. Antes de que el contenido descendiera sobre ella, apenas era capaz de tenerse en pie y le había parecido más preocupada en mantener el equilibrio que en cualquier movimiento preciso de la danza.

¡Pero después de eso! Cadderly había visto a muchos sanadores trabajando en la Biblioteca Edificante, clérigos poderosos con conjuros poderosos, pero ninguno de ellos podía compararse a la curación que tuvo lugar en Shayleigh. Su sonrisa volvió, deslumbrante, la sangre desapareció del cabello. Incluso la cara quemada cogió el tono bronceado y cremoso de sus congéneres elfos.

Al final Elbereth llegó hasta Danica, y aunque el contenido no le afectó tanto como afectó a los elfos, la joven pareció más reconfortada y contenta. Clavó los ojos en el príncipe elfo con sincera admiración, sin pestañear.

Una punzada de celos atravesó el corazón de Cadderly, pero descubrió que era infundada. Inesperadamente, Elbereth cogió un recipiente de otro elfo y se reunió con él. Cadderly, excitado, miró hacia donde Rufo se había sentado, pero el delgado joven se había ido.

—Quisiste tomar nota de la ceremonia —dijo el príncipe elfo, alzándose sobre Cadderly—, y mirar desde lejos, de manera que pudieras entenderla mejor.

—Ése fue mi error —admitió Cadderly.

—Levántate, amigo —dijo Elbereth, y Cadderly lentamente se puso en pie. Elbereth miró a la gente a su alrededor, todos asentían, y a Danica, que sonrió expectante. El príncipe empezó a cantar y esparció los polvos centelleantes.

Desde dentro de la lluvia, la vista era incluso más gloriosa. Cadderly vio un millón de estrellas reflejadas un millón de veces. Se extendieron hacia él, le comunicaron un sentimiento de armonía universal, una justicia de la naturaleza. Pensó que, por ese corto instante, vio el mundo como lo vería un elfo, y cuando se acabó, se descubrió mirando a Elbereth en la misma forma agradecida que Danica.

Juró que nunca más se sentiría celoso de su maravilloso y nuevo amigo, y su repentina determinación a salvar Shilmista no era menor que la de cualquier elfo del bosque.

Kierkan Rufo deambuló por la ladera de Daoine Dun, seguro de que esta noche ningún goblin se acercaría demasiado al montículo encantado. La celebración de los elfos significaba poco para el joven; igual que el Rey Galladel, lo consideraba una pérdida de tiempo. Todo lo que Rufo quería era salir del bosque y volver a la seguridad de la Biblioteca Edificante. Nunca había sido un guerrero por elección y no tenía intención de morir para salvar el hogar de cualquier otro.

En ese momento se sentía increíblemente estúpido, por admitir su culpabilidad y ofrecerse, implorante, a acompañar a Cadderly.

—Saludos, Kierkan Rufo —dijo una voz rasposa a sus espaldas. Rufo giró sobre sus talones para ver a un grotesco imp, con cara de perro y alas de murciélago, que le observaba desde una posición elevada en una rama justo a un metro escaso. Instintivamente, el joven dio unos pasos atrás y trató de descubrir una ruta de escape, pero el imp lo detuvo al momento.

—Si tratas de escapar o pedir ayuda, te mataré —prometió Druzil. Enrolló su cola con púas, de la que goteaba veneno, sobre su hombro en una notable exhibición.

Rufo se enderezó y trató de parecer arrojado.

—¿Quién eres tú? —exigió—. ¿Y cómo conoces mi nombre?

—Un amigo mutuo me lo dijo una vez —replicó Druzil en tono críptico, mientras reconocía con alivio que este chico era desde luego el clérigo que Barjin había hechizado con tanta facilidad—. Ya ves, nunca olvido los nombres. Son muy importantes al escoger futuros aliados.

—Basta de adivinanzas —soltó Rufo.

—Como desees —dijo el imp—. Mi ama desea reunirse contigo. Para beneficio mutuo.

—¿La maga? —razonó Rufo—. Si desea hablar con un emisario…

—Desea reunirse contigo —interrumpió Druzil—. Sólo tú. Y si no estás de acuerdo, tengo instrucciones de matarte.

»¿Pero deberías acceder, o no? —continuó Druzil—. ¿Qué puedes perder? Mi ama no te hará ningún daño, pero las ganancias… —Dejó que la implicación quedara colgando, un indicio tenue en sus ojos negros de roedor.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó Rufo de nuevo, intrigado, pero sin estar convencido del todo.

—Reúnete con mi ama y descúbrelo —respondió el imp—. Mañana por la noche, justo después de la puesta de sol, vendré a por ti. No necesitas empacar nada, ya que volverás al campamento élfico mucho antes del amanecer. ¿Estamos de acuerdo?

Rufo vaciló, mientras miraba la cola llena de veneno. Para su espanto, Druzil dio un aleteo de sus alas coriáceas y, antes incluso de que Rufo pudiera reaccionar, aterrizó sobre su hombro. Rufo asintió débilmente, al tener pocas alternativas excepto aceptar, con el aguijón envenenado tan cerca de su cuello.

Druzil lo observó durante un rato, luego lo agarró por la pechera de la túnica y lanzó un gruñido amenazador. El imp cruzó su mirada con la de Rufo, manteniendo intencionadamente la mirada del chico a la altura de sus ojos para que no pudiera ver los movimientos de su mano.

—Si no apareces mañana, o si comentas algo de este encuentro, entonces te convertirás en el objetivo de mi ama —advirtió el imp—. ¡No dudes que se ocupará de matarte antes de que tus amigos puedan encontrarla, Kierkan Rufo! —El imp soltó su típica carcajada áspera, y entonces desapareció, haciéndose invisible.

Rufo se quedó allí, solo en el camino, por algún tiempo. Consideró ir de inmediato a hablar con Elbereth y los otros, rodearse de la hueste de elfos, pero Rufo temía a los que usaban magia y no deseaba cruzarse con un imp, una criatura que sin ninguna duda tenía aliados en los temidos planos inferiores. El clérigo llegó a su cueva en vez de a la de los elfos y trató de caer en el olvido de los sueños.

Se retorció y giró en sus mantas, sin darse cuenta del diminuto amuleto que Druzil había prendido en la parte interna de una doblez de su túnica.