MMagia pragmática
¿Qué noticias traes? —preguntó Tintagel a Shayleigh cuando se la encontró en la cumbre de Daoine Dun, la Colina de las Estrellas. Otro día estaba a punto de acabar en Shilmista, otro día de combates de guerrillas contra la fuerza abrumadora de los invasores.
—Matamos cincuenta goblins en una escaramuza —respondió Shayleigh, pero no había alegría en su cara, atractiva e innegablemente bella, a pesar de que un lado de la cara continuaba enrojecido por el rayo que Tintagel había lanzado unos días antes—. Y un gigante cayó en otra. Tenemos unos cuantos heridos, pero ninguno muy grave.
—Eso son buenas noticias —dijo el mago elfo, con una deliberada sonrisa de oreja a oreja intentando animar a la joven doncella. Aunque era un pobre intento, ya que Tintagel sabía tan bien como Shayleigh que la victoria o la derrota no podía medirse por la cantidad de muertos. Las fuerzas enemigas desde luego se habían puesto en marcha, como Hammadeen les había dicho, y a pesar de todos los daños que los elfos les infligían, avanzaban con lentitud pero sin detenerse a través del hermoso Shilmista, quemando la tierra a su paso.
—Han ocupado unos doscientos sesenta kilómetros cuadrados —dijo Shayleigh con desagrado—. Están quemando el bosque al noroeste.
Tintagel, a pesar de todo su esforzado optimismo, comprendió que Shayleigh no era la única entre los elfos desesperanzados.
—La noche será despejada y oscura, la luna es nueva —comentó el mago elfo con optimismo, mientras dirigía su mirada de ojos azules al cielo—. ¿El Rey Galladel puede llamar al Daoine Teague Feer?
—¿El Encantamiento de las Estrellas? —repitió Shayleigh en voz baja en lengua Común. Sin pensar en el gesto, pasó los delgados dedos por su cabello, y su cara mostró una expresión de disgusto, ya que sus mechones dorados estaban manchados de sangre y mugre. Shayleigh se sentía sucia, como muchos elfos de Shilmista. Aunque el pueblo de los bosques tenía una manera de contrarrestar estas sensaciones negativas, con una limpieza del cuerpo y el alma, un antiguo ritual de rejuvenecimiento.
Daoine Teague Feer.
—Vayamos a ver a Galladel —dijo Shayleigh con la voz llena de esperanza y entusiasmo por primera vez en muchos días.
Encontraron al anciano rey en una de las cuevas a lo largo de la ladera de la colina que se había convertido en el santuario de los elfos. Desde esta caverna, Galladel dirigía las misiones de exploración, coordinaba los tiempos de patrulla y designaba los miembros de los grupos. Seguramente era una tarea ingente, ya que el rey elfo tenía que recordar cuáles de entre sus gentes eran guerreros experimentados y quiénes eran principiantes, y asegurar la mezcla correcta en cada partida. Para complicarlo más, muchos de los elfos estaban heridos y necesitaban descanso.
Tan pronto entraron en la cueva iluminada por las antorchas, Shayleigh y Tintagel notaron lo dura que se había vuelto la carga para Galladel. Sus hombros erguidos ahora estaban caídos y las ojeras habían aparecido en sus ojos.
—¿Qué queréis? —soltó el rey elfo. Apartó las manos a un lado, y sin querer tiró al suelo varios pergaminos de la mesa principal de la habitación. A todas luces avergonzado, la expresión de Galladel se suavizó y repitió la pregunta en un tono más sereno.
—Es luna nueva —dijo Shayleigh, esperando que la pista fuera suficiente. Galladel se la quedó mirando inexpresivamente, y pareció que aumentaba su enfado, como si los dos estuvieran malgastando su preciado tiempo.
—El cielo está despejado —añadió Tintagel—. Un millón de estrellas se nos mostrarán, nos enviarán su fuerza para el combate de mañana.
—¿Daoine Teague Feer? —preguntó Galladel—. ¿Queréis cantar y bailar?
—Es más que cantar —le recordó Shayleigh.
—¡Los millones de estrellas no terminarán mi millón de trabajos! —gritó frustrado el rey elfo.
Shayleigh se tuvo que morder el labio para evitar la respuesta. Ella y una docena más se habían ofrecido a ayudar al rey en su planificación cuando no estaban fuera, de patrulla, pero Galladel había cargado con todo, lo había convertido en su deber a pesar de que no podría llevar el agobiante trabajo solo.
—Perdonadme —dijo el rey en voz baja, al ver la expresión herida de Shayleigh—. No tengo tiempo para Daoine Teague Feer. Haced la celebración en mi ausencia —propuso con gentileza.
Shayleigh no era desagradecida, pero la demanda del rey era imposible.
—Sólo uno de la línea de gobernantes puede realizar Daoine Teague Feer —recordó a Galladel. La mirada del rey elfo dijo muchas cosas a Shayleigh y Tintagel. Galladel estaba viejo y cansado y no era ningún secreto el hecho de que ya no tenía mucha fe en la antigua magia de Shilmista. Daoine Teague Feer era a todas luces un juego para él, un baile de poco valor más allá de su deleite inmediato. Si se miraba desde la perspectiva incrédula del rey, entonces, ¿qué importaba quién dirigiera la celebración?
A pesar de eso, Shayleigh no pudo ocultar su enfado. Su rey se había vuelto pragmático, incluso se había vuelto como los humanos, y no encontró la presencia de ánimo para echarle la culpa. Cuando apenas era una niña, hace unos dos siglos, un millar de elfos habían bailado en Shilmista. El bosque entero, de norte a sur, resonó con su inacabable canción. Aquellos días parecía que ya formaban parte del pasado. ¿Cuántos hijos de Shilmista habían ido a Siempre Unidos, para nunca más volver?
Tintagel le dio unos golpecitos en el codo y le hizo señas para que se fuera.
—Estás asignada a una patrulla —murmuró el mago elfo para que la doncella elfa se fuera.
Shayleigh tuvo el aplomo de tirar al suelo un arco cuando se fue, pero Galladel, de nuevo absorto en la gran cantidad de pergaminos, ni siquiera se dio cuenta.
Un ánimo similar se adueñó del campamento invasor cuando la luz del crepúsculo descendió sobre Shilmista. El avance de Ragnor progresaba, pero se movían fatigosamente lentos y a un precio muy alto. Los elfos luchaban mejor de lo que el ogrillón había esperado; pensó que ya estarían en mitad de Shilmista a estas alturas, pero sus fuerzas habían recorrido entre dieciséis y veinticinco kilómetros de los trescientos sesenta de la distancia que faltaba por recorrer (y ni siquiera habían asegurado los kilómetros que habían cubierto). Ragnor temía que sus tropas estuvieran mirando más hacia los flancos por miedo a arqueros escondidos que delante, hacia donde estaba la llave de la conquista.
Llegaron mejores noticias de los flancos, donde la resistencia había sido mínima. Orogs y orcos, que corrían por las faldas de las Montañas Copo de Nieve, habían sobrepasado la mitad del bosque, y una tribu de goblins en las planicies del oeste casi había entrado en el paso sudoeste, donde levantarían un campamento y desalentarían cualquier refuerzo de la ciudad de Riatavin.
Pero Ragnor sabía que no tenía las tropas suficientes para sitiar el bosque, y si los elfos continuaban manteniéndolo a raya al mismo ritmo, sin duda encontrarían aliados antes de que el ogrillón conquistara Shilmista para el Castillo de la Tríada. ¿Y qué hay del invierno que se acercaba? Ni el arrogante Ragnor creía que pudiera retener a la chusma goblinoide a su lado cuando las primeras nieves cayeran en el bosque. El tiempo jugaba contra él, y los brutales elfos pretendían disputar cada paso del camino.
Si el ogrillón abrigaba alguna duda sobre las intenciones de los elfos, tenía la prueba ante sus narices. Prestando atención al otro lado de un empinado valle recorrido por un río impetuoso, Ragnor observó la última escaramuza. Un grupo mezclado de goblins, orcos, y unos pocos ogros fue sorprendido por una banda de elfos. Las tropas de Ragnor estaban cruzando un campo para acercarse a una arboleda, cuando una lluvia de flechas los obligó a buscar cobertura. Desde esa distancia, el ogrillón no podía ver cuántos enemigos se enfrentaban a sus fuerzas, pero sospechó que los elfos no eran muchos. A pesar de todo, eran indiscutiblemente efectivos, ya que los orcos y los goblins no habían salido de sus escondites, y los pocos ogros valientes y estúpidos que se habían precipitado hacia la línea de árboles habían caído con una veintena de flechas en sus cuerpos.
—¿Has mandado al gigante y a un grupo de bugbears? —soltó el ogrillón a su teniente de más alto rango, un débil pero astuto goblin.
—Síes, mi general —respondió el goblin, acobardado, y con razón. Los primeros y más estrechos colaboradores, ahora, se contaban entre los muertos, aunque ninguno de ellos se había acercado para nada a los elfos.
Ragnor miró encolerizado al goblin, y éste se encogió todavía más, hasta casi tocar la hierba con la barriga. Por fortuna para la lamentable criatura, el ogrillón tenía otros asuntos en mente. Ragnor volvió a observar la distante escena del combate, tratando de descubrir cuánto tiempo le llevaría al gigante atravesar el río y ponerse a distancia de lanzamiento de rocas.
Otro grito de angustia cortó el aire de la mañana cuando otro soldado encajó una flecha élfica. En un reflejo Ragnor lanzó la mano a un lado, y alcanzó a su consejero con una bofetada con el dorso de la mano que envió al goblin dando tumbos.
—Eso debería inspirar lealtad —dijo una voz de mujer a su espalda. El ogrillón giró sobre los talones y vio a la maga Dorigen, un imp de alas de murciélago sobre su hombro y un humano enorme a su lado.
—¿Qué haces aquí, maga? —soltó el ogrillón—. ¡Éste no es tu lugar ni el de tu chico favorito! —Posó una mirada peligrosa en Tiennek y Dorigen temió que ya tendría que intervenir.
—Bien hallado, a ti también —replicó la maga. No había esperado una cálida bienvenida por parte de Ragnor. Éste era lo suficientemente listo para entender que Aballister la había enviado para espiar sus progresos y sus ambiciones.
Ragnor dio un paso amenazante en dirección a Tiennek y Dorigen se preguntó con honestidad si tenía algo en su repertorio mágico que pudiera detener al monstruoso general. Manoseó su anillo mágico de ónice, mientras se preguntaba el tiempo que le llevaría liberar la furia ardiente, y el potencial necesario de esa furia para detener al brutal ogrillón.
—Estoy aquí porque se me ordenó estar aquí —dijo con severidad, escondiendo sus preocupaciones—. Has estado fuera del Castillo de la Tríada durante muchos días, Ragnor, pero parece que tropiezas por los bosques del norte con provechos poco claros que mostrar a pesar de tus considerables gastos. —Ragnor se retiró un poco y Dorigen escondió su sonrisa, sorprendida de la facilidad con la que había puesto a la defensiva a la poderosa bestia. Sus conclusiones no habían sido nada más que una: suposición aproximada (no había manera de saber cómo progresaban los planes de batalla de Ragnor) pero la reacción del ogrillón le había confirmado que no estaba muy desencaminada.
—Estamos preocupados —continuó Dorigen, suave y sin amenazar—. El verano está a punto de acabar, y Aballister quiere tomar Carradoon antes de las primeras nieves.
—Por lo que te envió —resopló Ragnor—, pensando que podrías ayudar al pobre Ragnor.
—Quizá —ronroneó Dorigen algo esquiva.
—Necesitas la ayuda —añadió Druzil, y luego se hundió bajo sus alas de murciélago para escapar a la mirada del ogrillón.
—¡No necesito magos debiluchos en mi campamento! —gruñó Ragnor—. Lárgate, y llévate al murciélago de Aballister y a tu chico. —Se volvió hacia el valle y el río y trató de parecer ocupado.
—¿Entonces todo va bien? —preguntó Dorigen, en el más inocente de los tonos, mientras erguía la cabeza con timidez.
Cuando el ogrillón no reaccionó, Dorigen fue más directa, después de seleccionar los componentes de un conjuro defensivo de uno de sus profundos bolsillos, en caso de que Ragnor protestara en serio.
—Te has quedado atascado, Ragnor —afirmó—. Admítelo antes de que acabes como Barjin. —El ogrillón se giró hacia ella, pero no la ablandó.
¿Tenías que hacer esa referencia?, preguntó Druzil telepáticamente, ya que al imp no le gustaba la manera en la que Ragnor lo miraba ahora.
—¿Y has venido por eso? —soltó Ragnor.
—He venido como agente de Talona —insistió Dorigen— para ayudar a un aliado, incluso a uno demasiado necio para aceptar la ayuda que necesita.
Entonces Dorigen miró más allá del ogrillón, al lejano valle y al combate que no iba como Ragnor quería. Agitó la mano, pronunció unas palabras, y un bloque de luz azul brillante apareció ante ella.
Ragnor dio un paso vacilante hacia atrás. Dorigen le pasó el imp a Tiennek, dio un paso adelante, hacia la luz, y desapareció.
Después de un momento para considerar la nueva situación, Druzil se hundió en el portal tras ella.
Ragnor se volvió instintivamente y vio un resplandor azulado similar más allá del río. Disminuyó tan pronto Dorigen pasó a través de él, con Druzil de nuevo en su hombro.
—No me gustan los elfos —susurró Druzil, y se hizo invisible—. ¡Criaturas repugnantes!
Dorigen no le prestó atención, excepto al mostrarle el ceño fruncido para decirle que hubiese preferido que se quedara con Tiennek. Aunque Dorigen no tenía tiempo para preocuparse del fastidioso imp. Estudió el combate, tratando de hacerse una idea de lo que ocurría a su alrededor. Vio orcos y goblins lejos, delante de ella, agachados tras troncos caídos, crestas, cualquier cosa que pudieron encontrar para refugiarse de la línea de árboles. Otros monstruos heridos o muertos, alguno de los ogros cubierto de flechas. Dorigen siguió a Druzil y se volvió invisible, al no confiar en el alcance de los excelentes arcos élficos.
Incluso con el conjuro de ocultamiento, Dorigen no se atrevió a acercarse a los árboles. Los elfos, seres de inclinaciones mágicas, tenían un instinto natural para esa clase de magia. Dorigen pensó en sus opciones durante un momento, y rebuscó en los muchos bolsillos de su túnica.
—¡Maldición! —gruñó, y entonces, con una intuición repentina, alargó la mano, tocó a Druzil, y arrancó un trozo de pelaje de la base del ala del imp. El movimiento, de naturaleza ofensiva, forzó a la maga a volverse visible.
—¿Qué estás haciendo? —requirió Druzil, mientras se volvía y clavaba las garras en el hombro de Dorigen. Él también se volvió visible, sólo para desvanecerse un instante más tarde.
—¡Quédate quieto! —ordenó Dorigen. Sopesó la bola de pelo por un momento, esperando que sería suficiente. El conjuro requería pellejo de murciélago, pero por el momento la maga parecía no encontrarlo entre sus ingredientes, y no tenía tiempo para ir a cazar murciélagos. Dorigen encontró una cobertura natural tras un árbol y se preparó.
Durante varios minutos, ya que este conjuro no era rápido y fácil de lanzar, la maga realizó los movimientos específicos, cantando en voz baja. Otro goblin murió en ese tiempo, pero Dorigen lo consideró una perdida menor ante los próximos beneficios.
Entonces lo finalizó y un ojo revoloteó en el aire a un metro escaso por delante de Dorigen. Se volvió translúcido casi inmediatamente y, siguiendo las órdenes mentales de Dorigen, se alejó flotando en dirección a la arboleda.
Dorigen cerró los ojos y miró a través del distante orbe. Llegó a los árboles y se movió con rapidez cerca de ellos; miró a lo largo de la línea de elfos. Dorigen lo mantuvo en un movimiento rápido, pero incluso así, varios elfos se enderezaron y miraron a su alrededor mientras pasaba.
Dorigen pronto llegó a la conclusión de que todos los elfos, que no eran muchos, estaban por encima del suelo, en los árboles. El factor de más importancia contra goblins y orcos era su miedo, ya que una carga audaz desalojaría a los elfos de sus precarias posiciones.
—Debo empezar la carga —susurró la maga.
Escogió como blanco un gran olmo en el centro de la línea de elfos. El ojo flotó de manera que la maga pudiera hacer un recuento de las pretendidas víctimas. Una doncella, de pelo dorado e impresionantes ojos color violeta, se volvió de repente, y siguió el camino del ojo flotante.
Dorigen apartó su mente del ojo, sacó un componente distinto de su túnica, y empezó otro conjuro.
—¡Abajo! ¡Abajo! —oyó gritar en la lejanía a la doncella elfa—. ¡Mago! ¡Tienen un mago! ¡Bajad!
Dorigen realizó el siguiente conjuro todo lo rápido que pudo. Vio una figura delgada caer del árbol, luego otra, pero apenas le importaba, ya que el conjuro estaba acabado y el resto no escaparía.
Una bola de fuego diminuta salió de los dedos de Dorigen, dirigiéndose hacia el árbol a gran velocidad. Dorigen tuvo que asomarse un poco desde su escondite para dirigir el rumbo, pero supo que los elfos estarían demasiado ocupados para preocuparse de ella.
La bola desapareció entre las ramas del olmo. En lo que se tarda en guiñar el ojo, el árbol se convirtió en una antorcha.
Las feroces llamas consumieron rápidamente todo el combustible que el olmo, y los elfos en las ramas, le pudieron ofrecer. Las ramas crujieron y cayeron junto a los cuerpos carbonizados y las ennegrecidas armaduras de cota de malla.
Dorigen dirigió su siguiente conjuro a sus tropas.
—¡No dudéis! —rugió en una voz atronadora aumentada mágicamente—. ¡Cargadles! ¡Matadlos!
El poder absoluto de su orden, una voz tan fuerte como el rugido de un dragón, envió a orcos y goblins en un confuso barullo hacia la arboleda. Unos pocos murieron por disparos al azar, pero muchos atravesaron la línea de árboles. Sólo encontraron un elfo vivo al que cortar en pedazos, una lastimosa criatura herida en la base del olmo quemado. Cercano a la muerte, incluso antes de que los goblins llegaran, únicamente ofreció una resistencia fútil. Con un regocijo enfermizo, los goblins lo descuartizaron.
Muy satisfechos, los monstruos recuperaron los cuerpos, los primeros cuerpos de enemigos que habían visto desde el inicio de la campaña: elfos ennegrecidos y achicharrados.
—Creo que han matado a un elfo herido —dijo la maga con calma, mientras se acercaba al sorprendido ogrillón—. Ridículo. Podríamos haber hecho un prisionero valioso. Deberías controlar mejor a tus tropas sanguinarias, General Ragnor.
Las carcajadas repentinas de Ragnor la hicieron volverse.
—¿Te he dado la bienvenida a Shilmista? —dijo el ogrillón, con una sonrisa de oreja a oreja llena de colmillos.
Dorigen estaba contenta de haber mejorado el humor del arisco monstruo.