Incertidumbre
Felkin miró alrededor, a sus ocho camaradas, y se sintió terriblemente inseguro a pesar de la compañía. Se habían internado en las profundidades de Shilmista bajo las órdenes de Ragnor, el brutal e implacable ogrillón. Felkin en modo alguno había puesto en duda las órdenes, ni siquiera ante sus semejantes, pensando que cualquier peligro que les aguardara en el bosque élfico no podría competir con el indudable destino de la ira de Ragnor.
Ahora Felkin no estaba tan seguro. No habían visto ni oído nada, pero los nueve miembros de la partida de exploración goblin notaban que no estaban solos.
—¿Qué ha sido eso? —graznó un goblin, mientras se agazapaba en una postura defensiva y trataba de seguir una figura, esquiva y veloz, a través de las sombras crecientes. Todos los del grupo se movieron nerviosos, sintiéndose vulnerables.
—¡Quietos! —les regañó Felkin, al temer más al sonido que a los supuestos espías.
—¿Qué ha…? —trató de repetir el goblin, pero sus palabras se interrumpieron cuando una flecha se le hundió en el cuello.
Los ocho goblins que quedaban gatearon en busca de una cobertura, hundiéndose bajo los helechos y arrastrándose hacia los olmos. Felkin oyó un sonido parecido al chasquido de una rama, y el goblin más cercano ascendió en el aire, entre pataleos y jadeos, al cerrarse sobre su cuello un dogal de enredadera.
Esto fue demasiado para otros dos. Saltaron y rompieron a correr hacia los árboles. Ninguno de los dos dio más que unos pocos pasos antes de que las flechas los derribaran.
—¿Dónde estaban? —preguntó Felkin a sus compañeros.
—¡Izquierda! —gritó un goblin.
—¡Derecha! —chilló otro.
Cayó una ráfaga de flechas, que atravesaron los helechos y se clavaron en los árboles, y luego todo quedó en silencio. El goblin que estaba colgado detuvo su forcejeo y empezó a girar con lentitud a causa del viento.
Felkin avanzó a rastras hacia uno de sus compañeros, que estaba quieto entre los helechos.
—Quedamos cincos —razonó Felkin. Cuando el otro no respondió, le dio la vuelta.
El asta de una flecha salía de uno de los ojos del goblin. El otro ojo miraba al frente inexpresivo.
Felkin dejó caer el cuerpo y se revolvió alejándose a lo loco, lo que provocó varios flechazos. A un lado, otro goblin trató de correr y fue liquidado con una eficacia brutal.
—Vaya, sólo quedan cuatro de vosotros —dijo una voz melodiosa en lengua goblin, pero con el inconfundible acento de una elfa—. Quizá sólo tres. ¿Queréis salir y luchar conmigo en buena lid?
—¿Conmigo? —repitió Felkin en voz baja—. ¿Solamente un elfo? —¿Toda su partida había sido esquilmada por un elfo? Con audacia, el goblin levantó la cabeza por encima de los helechos y vio a la guerrera elfa, espada en mano, en pie junto a un olmo con el arco, al alcance de la mano, apoyado en el árbol.
Felkin miró su tosca lanza, mientras se preguntaba si podría arrojarla. Uno de sus compañeros al parecer abrigó la misma idea, ya que el goblin saltó de los helechos y arrojó la lanza.
La elfa, prevenida, cayó de rodillas, y la lanza voló inofensivamente alta. Más rápida de lo que Felkin podía ver, cogió el arco y disparó dos veces. El insensato goblin no tuvo la oportunidad de agazaparse para cubrirse con los helechos. La primera flecha se clavó con un ruido sordo en el pecho y la segunda alcanzó al goblin en el cuello.
Felkin miró de nuevo la lanza, contento de que uno de los otros le demostrara su necedad. Por lo que parecía, sólo quedaban él y otro; todavía dos contra uno si podían acercarse a la guerrera elfa.
—¡Felkin! —oyó que le llamaban, y reconoció la voz de Rake, un buen guerrero—. ¿Cuántos nosotros?
—¡Doses! —respondió, luego se dirigió al elfo—. Somos doses, elfo. ¿Dejarás tu sucio arco y lucharás con honradez?
La elfa volvió a dejar el arco apoyado contra el árbol y sacó la espada.
—Entonces venid —dijo—. ¡El día se acaba y me espera la cena!
—¿Estás listo Rake? —gritó Felkin.
—Listo —repitió el otro goblin con entusiasmo.
Felkin se pasó la lengua por los labios agrietados y afirmó sus pies blandos para una buena salida. Había mandado a Rake contra la elfa y aprovechar la distracción para huir hacia el bosque.
—¡Listo! —le aseguró Rake.
—¡Carga! —gritó Felkin, y oyó el susurro de las hojas cuando Rake, lejos, a su derecha, saltó de entre los helechos. Felkin, también brincó, pero escapó hacia la izquierda, alejándose de la elfa. Miró a sus espaldas una vez, pensando que era más listo, y vio que Rake se había retirado del mismo modo hacia la derecha. La elfa que sonreía divertida, cogió el arco.
Felkin bajó la cabeza y corrió a toda velocidad hacia las sombras, tan rápido como sus larguiruchas piernas de goblin le permitían. Le llegó la vibración de la cuerda de un arco y unas maldiciones. Felkin se hizo ilusiones al saber que la elfa había seguido a su compañero.
Oyó un grito de agonía y supo que estaba solo. Continuó, sin atreverse a reducir la velocidad. Únicamente unos minutos más tarde, pensó que se oía un susurro a sus espaldas.
—¡No me mueras! ¡No me mueras! —gritó Felkin lastimeramente y sin aliento una y otra vez. Despavorido, miró hacia atrás de nuevo, y se volvió en el momento justo de ver que había cambiado de dirección e iba directo hacia un roble.
Felkin cayó dando tumbos, encogido, hacia un hueco entre las enormes raíces de la base del gran árbol llenas de hojas. No oyó el ruido de pasos que lo dejaron atrás, ni unas pocas zancadas a un lado, no oyó nada en absoluto.
—¿Estás en contacto con Aballister? —preguntó Dorigen a Druzil, al ver que el imp estaba en una postura contemplativa.
Druzil se rió de ella.
—¿Por qué? —preguntó sin malicia—. No tengo nada que decirle.
Dorigen cerró los ojos y murmuró unas palabras para lanzar un conjuro sencillo que le permitiría confirmar el argumento de Druzil. Cuando volvió a mirar al imp parecía satisfecha.
—Eso es bueno —murmuró—. No eres realmente un compañero en el sentido admitido de la palabra, ¿lo eres, Druzil querido?
De nuevo el imp soltó una carcajada con su voz rasposa y jadeante.
—No pareces muy unido a Aballister —se explicó Dorigen—. No lo tratas como a un amo.
—En realidad te equivocas, Doña Magia —replicó Druzil, al preguntarse si Aballister había organizado una pequeña prueba de fidelidad—. Soy leal a mi amo, aquel que me llamó para sacarme de los tormentos del Abismo.
Dorigen no pareció impresionada, y Druzil no continuó con el tema. Los rumores decían que había ayudado a matar a Barjin, pero, la verdad, es que el imp había pensado unirse al clérigo y abandonar a Aballister del todo. Entonces los magníficos designios de Barjin se habían ido al traste. Aunque los rumores trabajaban a favor de Druzil. Hicieron que los advenedizos como Dorigen lo trataran con un poco de respeto y mantuvieran a Aballister apartado de lo que la gente imaginaba que había pasado en realidad en las catacumbas de la Biblioteca Edificante.
—Trabajamos para la misma causa —dijo Dorigen—, una causa que nos encomendó Talona. Toda la región caerá ante el Castillo de la Tríada, no lo dudes, y aquellos que están a nuestro lado sacarán un gran provecho. ¡Pero aquellos que están contra nosotros deberán sufrir incluso más!
—¿Es una amenaza? —La pregunta sencilla del imp estuvo a punto de detener de golpe a la maga.
Dorigen se tomó un momento para recobrar la compostura.
—Si así lo crees. ¿Debería serlo? —replicó. Parecía más insegura de lo que Druzil la había visto nunca.
—Soy leal a mi amo —repitió Druzil con firmeza—, y ahora a ti, ya que el mago, mi amo, me ha pedido que viaje contigo.
Dorigen se relajó un poco.
—Entonces permite que viajemos —dijo ella—. El sol se está levantando, y aún estamos a varios días de Shilmista. No me gustan las perspectivas de tener a Ragnor corriendo por allí descontrolado. —Llamó a Tiennek, que llenaba los odres de agua en un riachuelo cercano, y recogió su bastón para caminar.
Druzil asintió sin reservas. Con un perezoso batir de alas se posó en el hombro de Dorigen, y enrolló las alas a su alrededor para protegerse del sol. Ahora le gustaba la situación. Al viajar con Doña Magia, podría ver el progreso de la conquista del Castillo de la Tríada, e incluso más importante, en Shilmista estaría fuera del alcance de Aballister.
Druzil sabía que Cadderly, el joven clérigo que había vencido a Barjin, era el hijo abandonado por Aballister, y éste sabía que él lo sabía. La red de intrigas parecía estrecharse alrededor de Aballister, y el imp no quería quedar atrapado entre los hilos.
—Uno de ellos escapó —informó Shayleigh a Tintagel cuando volvió al nuevo campamento de los elfos—, pero los otros ocho han muerto.
El mago elfo asintió, después de haber escuchado informes similares durante todo el día. El enemigo se había retirado después de la carnicería de los Pequeños Valles, y ahora enviaba pequeños grupos de tanteo, en la mayoría de los casos goblins, a las profundidades de Shilmista.
—Quizá sea bueno que uno escapara —comentó el mago, con una sonrisa—. ¡Déjalo volver con sus infectos hermanos y que les diga que únicamente les aguarda la muerte bajo los árboles de Shilmista!
Shayleigh también sonrió, pero se reflejaba la preocupación en los ojos violeta de la doncella elfa. Las partidas de exploración del enemigo estaban siendo masacradas, pero el hecho de que su líder aparentemente aceptara las pérdidas sólo incrementaba la idea de Shayleigh que un enorme ejército había encontrado un camino hacia el interior de los límites septentrionales de Shilmista.
—Ven —dijo Tintagel—, vamos a ver al rey y los planes que ha elaborado.
Encontraron a Galladel solo en un claro, más allá de un espeso muro de pinos, paseando nervioso. El rey elfo les hizo gestos para que se unieran a él, y luego se llevó la mano delgada al pelo negro como el azabache, aún espeso y brillante a pesar de que Galladel tenía varios cientos de años. Detuvo su movimiento cuando descubrió que su mano temblaba, y la dejó caer a un lado. Posó la mirada sobre Shayleigh y Tintagel para asegurarse de que no lo habían visto.
—La matanza continúa —anunció Tintagel, para tratar de calmar al nervioso rey.
—¿Por cuanto tiempo? —replicó Galladel—. Los informes de avistamientos no han parado de llegar, ¡demasiada escoria en nuestro hermoso bosque!
—Los sacaremos del bosque —declaró Shayleigh.
Galladel apreció la confianza de su joven comandante, pero ante la emergente fuerza que se enfrentaba a ellos, parecía algo insignificante.
—¿Por cuanto tiempo? —repitió la pregunta, con menos aspereza—. Esta marea negra ha empezado a extenderse en los límites septentrionales. Nuestro enemigo es astuto.
—Envía tropas para que las masacremos —argumentó Tintagel.
—Espera su momento —rebatió el rey elfo—. Sacrifica sus tropas más débiles para mantenernos ocupados. Maldita sea su estratagema.
—Pronto pasará algo —dijo Shayleigh—. Puedo sentir la tensión. Nuestro enemigo se mostrará en pleno.
Galladel la miró con curiosidad, pero se guardó mucho de descartar la corazonada de la doncella elfa. Shayleigh había sido la que había organizado la emboscada en los Pequeños Valles, leyendo a la perfección las intenciones de tanteo iniciales del enemigo. Por supuesto el rey estaba contento de tenerla a su lado, y en especial con Elbereth, su hijo y asesor más íntimo, en el este, tratando de obtener algún conocimiento de los clérigos de la Biblioteca Edificante. Galladel le había ordenado a su hijo que no fuera, pero sus mandatos tuvieron poco peso en su terco hijo.
—Pronto —repitió Shayleigh, al ver que la tensión estaba cerca de quebrar a Galladel.
—Ahora están avanzando —dijo una voz aguda desde un lado. Galladel y Shayleigh se volvieron y miraron con curiosidad a un enorme roble.
Oyeron una risa disimulada. Pensando en defender a su rey, Shayleigh sacó su delgada espada y avanzó con audacia. Tintagel ocupó una posición a su lado, mientras sacaba un componente mágico de la bolsa y se aprestaba al ataque.
—¡Oh, no me digáis que no habéis oído las advertencias de los árboles! —dijo la voz, seguida por un movimiento detrás del árbol. Una mujer con la forma de un pixie, con la piel tan oscura como la corteza del roble y el pelo tan verde como las hojas del gran árbol, se asomó por un lado del grueso tronco.
Shayleigh devolvió la espada a su funda.
—No hemos oído más que los estertores de muerte de los intrusos —dijo con frialdad la doncella elfa.
—¿Quién es ella? —requirió Galladel.
—Una dríada —contestó Shayleigh—. Hammadeen, creo.
—¡Oh, te acuerdas de mí! —trinó Hammadeen, y dio una palmada—. ¡Pero si acabas de decir que lo puedes sentir!
Los repentinos cambios de tema dejaron a la doncella elfa desconcertada.
—¿He sentido qué?
—¡La tensión en el aire! —chilló Hammadeen—. Son las voces de los árboles lo que tú oyes. Están asustados, y deben estarlo bastante.
—¿Qué tonterías son éstas? —gruñó Galladel, mientras se acercaba a Shayleigh.
—Oh, no, ¡no son tonterías! —respondió Hammadeen, de pronto con un tono de preocupación—. Avanzan en masa, demasiados para que los árboles puedan contarlos. ¡Y llevan fuego y hachas! Oh, los elfos deben detenerlos, vosotros debéis detenerlos.
Shayleigh y Hammadeen intercambiaron miradas de sorpresa.
—¡Escuchad! —gritó la dríada—. Debéis escuchar.
—Estamos escuchando —rugió un frustrado Galladel.
—A los árboles… —explicó Hammadeen con la voz diluyéndose, al igual que su cuerpo, mientras se fundía con el roble. Shayleigh se abalanzó, para tratar de coger a la dríada o de seguirla, pero las manos extendidas de la doncella elfa únicamente encontraron la áspera corteza del enorme roble.
—Dríadas —comentó Shayleigh, con un tono menos que elogioso.
—Escuchad a los árboles —profirió Galladel. Dio una patada a la tierra de la base del roble y se dio media vuelta.
Shayleigh estaba sorprendida por la intensidad del desprecio del rey. Se decía que los árboles de Shilmista hablaban a menudo con los elfos, que incluso una vez los árboles se habían despertado y habían andado al lado de Dellanil Quil’quien, un héroe elfo y rey en tiempos antiguos. Eso sólo era una leyenda para la joven Shayleigh, pero, sin duda, el anciano Galladel, un descendiente directo de Dellanil, había vivido aquellos tiempos.
—Sabemos que nuestro enemigo está otra vez en movimiento —dijo Shayleigh—, en gran número. Y sabemos de dónde vendrán. Dispondré otra emboscada…
—¡Sólo sabemos lo que una dríada nos ha dicho! —aulló Galladel—. ¿Arriesgarías nuestra defensa por las palabras efímeras de una dríada, por naturaleza una criatura de medias verdades y de encantos tendenciosos?
De nuevo la doncella elfa fue cogida por sorpresa por la ira injustificada de Galladel. Con seguridad las dríadas no eran las hordas enemigas de los elfos, y bien podrían demostrar que eran aliados valiosos.
Galladel respiró profundamente y pareció calmarse, como si él también se diera cuenta de que la cólera estaba fuera de lugar.
—Sólo tenemos la palabra de Hammadeen —dijo Shayleigh con indecisión—, pero no dudo que nuestro enemigo ya está en camino. Hay muchos cerros defensivos desde aquí hasta los límites septentrionales. Parecería prudente empezar los preparativos incluso sin las advertencias de la dríada.
—No —dijo Galladel en tono firme—. No saldremos para enfrentarnos al enemigo de nuevo. No lo cogeremos tan desprevenido, y el resultado podría ser desastroso.
»Nuestros poderes son mayores en el centro del bosque —prosiguió Galladel—, y allí podremos eludir con más facilidad a esa gran fuerza, si efectivamente viene.
—Si corremos, les daremos extensas zonas del bosque para destruir —gruñó Shayleigh, lívida, sin dar el brazo a torcer—. ¡Shilmista es nuestro hogar, desde el más al sur hasta el más al norte de los árboles!
—Daoine Dun no está muy lejos —ofreció Tintagel como lugar de entendimiento—. Las cuevas que hay allí nos ofrecen cobijo, y desde luego la colina forma parte prominente de nuestro poder.
Shayleigh meditó la sugerencia durante un momento. Habría preferido tomar la ofensiva otra vez, pero sabía bien que Galladel no se doblegaría a sus razones. Daoine Dun, la Colina de las Estrellas, parecía un compromiso razonable.
—Hay opciones mucho mejores al sur —dijo el rey, que no parecía convencido.
Shayleigh y Tintagel intercambiaron miradas de espanto. Ambos desearon que Elbereth no se hubiera marchado, ya que el príncipe elfo se acercaba más a su manera de pensar, más resuelto a preservar lo poco que quedaba de la gloria de Shilmista. Quizá Galladel había vivido demasiado; la carga del poder, con el paso de los siglos, no podía ser subestimada.
—Nuestro enemigo asciende a un millar, según los informes —les soltó Galladel, al notar, aparentemente, su sincera condena (por sus decisiones y por él)—. Apenas llegamos a siete veintenas y esperamos que sólo nuestro coraje rechace esta marea negra. ¡No confundáis coraje con insensatez, os digo, y sigo siendo vuestro rey!
Los elfos más jóvenes habrían perdido la discusión, si no hubiese sido por los gritos que resonaron en el campamento élfico más allá del pinar.
—¡Fuego! —anunciaron los gritos.
Un elfo entró en primer lugar por entre los árboles para informar a su rey.
—¡Fuego! —gritó—. Nuestro enemigo quema el bosque. ¡Hacia el norte! ¡Hacia el norte! —El elfo se volvió y se fue, de vuelta, a través de la barrera natural.
Galladel se alejó de Shayleigh y Tintagel, pasó su mano con nerviosismo por su cabello negro como ala de cuervo, y soltó entre dientes varias maldiciones silenciosas contra Elbereth por irse.
—¿Daoine Dun? —preguntó Tintagel tanteando con optimismo.
Galladel resignado agitó la mano en dirección al mago.
—Como desees —propuso con languidez—. Como desees.
Cuando Felkin volvió a abrir los ojos, tuvo que entrecerrarlos debido a la luz matinal. El bosque a su alrededor estaba mortalmente silencioso, y pasó mucho tiempo antes de que el goblin reuniera el suficiente arrojo para arrastrarse fuera de las hojas. Pensó en volver atrás a comprobar si alguno de sus compañeros seguía con vida, pero apartó el pensamiento y salió disparado a toda velocidad hacia el campamento de Ragnor en el límite norte del bosque.
Felkin se tranquilizó un poco un momento después, cuando oyó el sonido de las hachas. El cielo se aclaró frente a él, la espesa capa de árboles se atenuó, y salió de entre éstos, sólo para verse inmediatamente rodeado por la guardia de elite de Ragnor, un contingente de ocho bugbears enormes y peludos.
Bajaron la mirada hacia el tembloroso Felkin, desde unos ojos a dos metros diez de altura, malignos y amarillos que se clavaban en el goblin.
—¿Quién eres tú? —exigió una de las criaturas, al tiempo que aguijoneaba con el tridente el hombro del goblin.
Felkin se estremeció por el dolor y el miedo, casi tan aterrorizado de los bugbears como del elfo que había dejado atrás.
—Felkin —dijo con voz aguda, mientras agachaba la cabeza con docilidad—. Explorador.
—¿Dónde están los otros?
Felkin se mordió el labio para evitar gritar de dolor; revelar debilidad sólo inspiraría a los monstruos hacia mayores actos de tortura.
—En el bosque —susurró.
—¿Muertos?
Felkin asintió mansamente, luego notó como si volara cuando un bugbear lo agarró del pelo enmarañado y lo levantó del suelo. Los brazos delgados de Felkin aletearon cuando trató de cogerse al nervudo brazo del bugbear. La despiadada criatura lo llevó agarrado del pelo a través del enorme campamento. Felkin continuó mordiéndose el labio y contuvo las lágrimas lo mejor que pudo.
Descubrió que su destino era una tienda enorme y cubierta de pieles. ¡Ragnor! El mundo pareció girar alrededor del estremecido goblin; sabía que estaba a punto de desmayarse y deseó no despertar nunca.
Se despertó, y entonces deseó haberse quedado en el bosque y arriesgado con la elfa.
Ragnor no parecía tan imponente al principio, sentado tras una mesa de roble que iba de un lado a otro de la habitación. Entonces el ogrillón se levantó, y Felkin gimoteó y gateó retrocediendo. El empujón de un tridente le hizo volver a su sitio.
Ragnor era tan alto como los bugbears y el doble de ancho. Sus facciones eran de orco, con un hocico que parecía la nariz de un cerdo y un colmillo que sobresalía de su mandíbula inferior, por encima del labio superior. Sus ojos eran grandes e inyectados en sangre, y la frente sólida, siempre arrugada en un gesto siniestro. Mientras que sus facciones eran de orco, su cuerpo se parecía más a sus ancestros ogros, con extremidades gruesas y poderosas, músculos abultados, un torso como un barril que podía detener en seco a un caballo al galope.
El ogrillón dio tres grandes zancadas para situarse ante Felkin, se agachó y fácilmente (¡muy fácilmente!), puso al goblin en pie.
—¿Los otros han muerto? —preguntó Ragnor con su gutural voz autoritaria.
—¡Elfosos! —gritó Felkin—. ¡Los elfosos los mataron!
—¿Cuántos?
—Cientosos —respondió Felkin, aunque el ogrillón no parecía impresionado. Ragnor puso un solo dedo bajo la barbilla de Felkin y alzó al goblin de puntillas. La fea cara de orco con su aliento hediondo se acercaron a un dedo del goblin, y Felkin pensó que se desmayaría otra vez (aunque se dio cuenta de que Ragnor lo despellejaría si lo hacía).
—¿Cuántos? —repitió Ragnor, con deliberada lentitud.
—Uno —chilló Felkin, al tiempo que pensaba que sería mejor no mencionar que era una hembra. Ragnor lo dejó caer al suelo.
—Una patrulla entera reducida por un solo elfo —rugió el ogrillón hacia los bugbears. Los monstruos peludos se miraron unos a otros, pero ninguno parecía demasiado preocupado.
—Enviaste goblins y orcos —remarcó uno de ellos.
—¡Primero envié bugbears! —les recordó Ragnor—. ¿Cuantos de vuestros congéneres volvieron?
Los avergonzados bugbears mascullaron unas excusas en su propio idioma.
—Envía grupos de exploración más grandes —ofreció el portavoz de los bugbears un momento más tarde.
Ragnor consideró la propuesta, y luego sacudió su enorme cabeza.
—No podemos igualarnos a los elfos con semejantes tácticas en los bosques. Tenemos la ventaja del número y la fuerza, pero eso es todo en este maldito bosque.
—Conocen bien la región —convino el bugbear.
—Y no dudo que tengan muchos espías por los alrededores —añadió Ragnor—. ¡No confío ni en los árboles!
—Entonces ¿cómo actuaremos?
—¡Continuaremos nuestro avance! —gruñó el frustrado ogrillón—. ¡Los obligaremos a salir a campo abierto y los machacaremos! —Demasiado excitado por sus propias palabras, la mano de Ragnor dio una fuerte sacudida. Se oyó un sonoro crujido, y Felkin se convulsionó con violencia; después se quedó quieto.
Los bugbears miraron sorprendidos. Uno de ellos rió entre dientes, pero contuvo la risa rápidamente. Demasiado tarde; los otros bugbears prorrumpieron en carcajadas, y su hilaridad creció cuando Ragnor se les sumó al tiempo que zarandeaba al goblin para asegurarse de que estaba muerto.