3

Intriga

La maga Dorigen, indecisa, alargó la mano hacia el pomo de la puerta de los aposentos de Aballister. Sorprendida de su vacilación para encontrarse con el hombre que consideraba su mentor y que en el pasado le había llamado amante, Dorigen muy enfadada agarró el pomo y entró.

Aballister estaba sentado en su confortable silla, con la mirada perdida en las Llanuras Brillantes y en la nueva construcción que había ordenado empezar en el Castillo de la Tríada. Ahora, a Dorigen le parecía un ser miserable, apenas el mago enérgico y poderoso que tanto la había fascinado y que había incitado sus pasiones. Aballister aún era poderoso, pero su fuerza residía en la magia y no en el cuerpo. Su pelo negro estaba enmarañado, sus ojos, antes oscuros, ahora parecían pozos vacíos, que se hundían profundamente en sus afiladas facciones. Dorigen se preguntó cómo alguna vez lo pudo encontrar atractivo, cómo pudo acostarse con el saco de huesos de piel flácida que veía ante sí.

Apartó sus pensamientos y se recordó que gracias a las clases de Aballister había conseguido un poder considerable, y que al fin y al cabo había valido la pena.

El travieso compañero de Aballister, una criatura con alas de murciélago llamada Druzil, estaba sentado en el escritorio al que el mago daba la espalda, en una postura parecida a la estatua de una gárgola. Un orco de apariencia nerviosa estaba ante el mueble, ignorante de que la criatura que estaba unos palmos más allá estaba viva.

Dorigen apenas miró al orco, se centró más en Druzil, un individuo vil en el que como mínimo no confiaba. Druzil estuvo con Barjin cuando el sacerdote fue vencido en la Biblioteca Edificante. La única razón para que todo el mundo del Castillo de la Tríada no cuchicheara sobre el papel que había jugado el imp en la caída de Barjin, era que pocos más aparte de Aballister, Dorigen y el tercer mago del castillo, Bogo Rath, ni siquiera sabían que Druzil existía. Aballister afirmó que presentaría a Druzil a la guarnición del castillo, pero Dorigen se las arregló para hacerlo cambiar de opinión; al menos por el momento.

Dorigen volvió la mirada hacia la cara enjuta del mago y casi se burló ante su nueva inclinación repentina y peligrosa a la arrogancia. Antes, Aballister había escondido con cuidado a Druzil como su secreto personal, y Dorigen no estaba segura de si podía confiar en el cambio tan drástico que había sufrido el mago.

Aballister, este hombre delgado que de alguna manera canjeó fuerza física por poder mágico, se había vuelto bastante confiado en las últimas semanas. Barjin, como líder de la orden sacerdotal del Castillo de la Tríada, había sido el principal rival de Aballister por el control del triunvirato gobernante. Ahora Barjin ya no estaba.

Druzil se las arregló para hacerle un guiño malicioso a Dorigen sin que el distraído orco lo notara.

Dorigen frunció el ceño y se volvió hacia Aballister.

—¿Requeriste mi presencia? —preguntó tajante y al grano.

—Lo hice —respondió el mago despreocupado, sin molestarse en mirar en dirección a Dorigen—. Aballister —murmuró para sí, y luego—. Bonaduce. —Calculó cada palabra por un momento, y se giró hacia Dorigen con una ancha sonrisa—. O Aballister Bonaduce ¿quizá? ¿Tienes alguna preferencia, o debo usar los dos nombres cuando reclame el control de la región?

—Esa pretensión sería prematura —le recordó Dorigen—. Nuestra única expedición hasta ahora, falló del todo. —Estudió al soldado orco, sin duda uno de los servidores personales de Ragnor, luego de nuevo miró a Aballister, sorprendida de que el mago fuera tan temerario como para que los esbirros de su nuevo rival estuvieran delante.

—Paciencia —dijo Aballister, mientras agitaba las manos con mofa—. Ragnor está en la frontera de Shilmista. Cuando decida avanzar, los elfos dejarán de existir.

—Los elfos sólo son una parte de nuestro enemigo —dijo Dorigen, mirando de nuevo hacia el orco tembloroso. Aballister esperó unos momentos, al parecer para disfrutar de la incomodidad de Dorigen, y luego despidió a la desdichada criatura.

—Llévale un mensaje a Ragnor diciéndole que tiene nuestras bendiciones y las de Talona —dijo Aballister—. ¡Y que tenga una buena batalla! —El orco giró sobre sus talones, se precipitó fuera de la habitación, y cerró la puerta tras él.

Aballister dio una palmada con regocijo.

—Bienvenida Doña Magia —dijo Druzil con sarcasmo utilizando el acostumbrado título que le daba a la maga. Abrió las alas coriáceas y se desperezó ahora que el orco se había ido—. ¿Cómo está tu nariz hoy?

Dorigen se estremeció ante el comentario. Era una mujer hermosa (un poco demasiado rolliza para su gusto), con unos rasgos bellos aunque un poco ordinarios, y unos pequeños pero notables ojos brillantes de color ámbar. Sin embargo la nariz era su única deformidad, el único punto débil en la vanidad de la hechicera. En sus primeros días de práctica de la magia, Dorigen efectuó un salto en el aire incrementado mágicamente. Su aterrizaje fue algo menos que perfecto, ya que se desequilibró en el descenso y golpeó con la cara en el suelo de piedra rompiéndose la nariz que, desde entonces, se quedó medio doblada sobre una mejilla.

—Saludos a ti, imp —replicó Dorigen.

Se fue derecha al escritorio y empezó a tamborilear con la mano sobre el mueble, al tiempo que mostraba de forma perceptible un anillo de ónice. Druzil sabía lo que ese anillo podría hacer, y se arropó con las alas como si esperara que Dorigen le fuera a soltar la magia ardiente allí mismo.

—No necesito luchas entre mis aliados —dijo Aballister, por lo visto divertido por lo que sucedía—. Tengo ante mí decisiones importantes. ¿Cómo debo llamarme cuando haya reclamado mi título?

Dorigen no aceptó el exceso de confianza de Aballister.

—Aún queda Carradoon y la Biblioteca Edificante —dijo con desagrado. Pensó que había visto dar un respingo a Aballister ante la mención de la biblioteca, pero no podía estar segura, ya que el mago escondía bien sus emociones en los hundidos rasgos de su gastada cara.

—Los hombres de Carradoon se rendirán sin luchar —concluyó Aballister—. Son pescadores y granjeros, no guerreros. Ya ves, querida Dorigen, debemos empezar los preparativos para lo que nos aguarda después de la conquista. Riatavin no está muy lejos, ni Westgate. Debemos cimentar nuestra apariencia en la de gobernantes organizados y justos si queremos ser aceptados por los reinos vecinos.

—¿Aballister el diplomático? —preguntó Dorigen—. ¿Organizados y justos? Talona no estará complacida.

—Fui yo el que se encontró la encarnación de la diosa —le recordó Aballister con aspereza.

Dorigen apenas necesitaba el recordatorio. Fue el encuentro que cambió tanto al mago, convirtió sus ambiciones comunes de sobresalir en su arte en algo más horrible, más agotador. No fue una coincidencia que Dorigen rompiera la relación con Aballister no mucho después del tiempo del Advenimiento.

—Barjin está muerto y nuestros clérigos confusos —continuó Aballister—. No podemos saber lo debilitado que quedará Ragnor por su avance. ¿Desearías empezar una guerra mayor con los reinos vecinos justo después de que la conquista se completara?

—La primera conquista aún no ha empezado —se atrevió a decir Dorigen.

Aballister parecía estar a punto de estallar, pero se calmó pronto.

—Desde luego —convino, y en ese instante le recordó a su antigua personalidad, más paciente—. Ragnor está en la frontera de Shilmista, hasta ahora ha hecho incursiones en el bosque élfico.

—¿Has reflexionado sobre las implicaciones de su ocasional avance? —preguntó Dorigen. En el escritorio, Druzil suspiró y asintió, en armonía con la maga, como si el imp hubiera tenido la esperanza de que alguien le señalaría los potenciales problemas al cada vez más arrogante mago.

—Ragnor es poderoso —comenzó Dorigen—, y el ogrillón no demuestra mucho respeto por los que usan la magia.

—Podemos vencerle —concluyó Aballister.

—Quizá —dijo Dorigen, mientras asentía—, ¿pero qué le costaría semejante conflicto al Castillo de la Tríada? Sé que no has derramado lágrimas por Barjin, y no tengo nada que objetar —añadió al ver a Aballister fruncir el ceño—. Pero la derrota del clérigo nos ha salido muy cara. Si él y la maldición hubieran conquistado la Biblioteca Edificante, entonces podríamos avanzar sobre Carradoon incluso si Ragnor empieza el asalto a Shilmista. Sin embargo, no podemos, no con los sacerdotes de la biblioteca velando por el pueblo. Si Ragnor vence en el bosque de los elfos sin perder muchas de sus fuerzas, ganará prestigio entre la chusma. Ahora se estará preguntando cómo podrían pactar los reinos vecinos con un rey ogrillón.

Las contundentes palabras abofetearon a Aballister como si Dorigen le hubiese golpeado con una maza. Se sentó muy quieto en la silla, mirando fijamente adelante durante un rato muy largo.

Era consciente de esta amenaza desde el principio, dijo un mensaje inesperado en la mente de Dorigen. La mujer echó una mirada a Druzil, que se asomó entre sus alas de murciélago.

Ha rechazado admitirlo, añadió el imp, ya que está demasiado inmerso en su debate sobre si llamarse Aballister el Benefactor o Bonaduce el Conquistador.

Dorigen no tenía dudas de que el imp era sincero en su sarcasmo, pero apenas podía creer que Druzil pudiera ser tan temerario con su amo, que estaba sentado ante él. Atinadamente, Dorigen no respondió. Intencionadamente, apartó su mirada del imp y la posó sobre el mago sentado.

—No tengo ninguna duda de que controlas el Castillo de la Tríada —dijo Dorigen—, pero debemos proseguir con cautela, ya que la estabilidad del gobierno ha sido precaria. ¿Qué nuevo clérigo ascenderá al puesto de Barjin para dirigir la orden? ¿Qué poder llegará a tener Ragnor?

—¿Y qué hay de Boygo Rath? —preguntó Aballister con malicia, refiriéndose al tercer mago y adepto menor del Castillo de la Tríada, al cual Aballister y Dorigen consideraban un advenedizo. El verdadero nombre del mago era Bogo Rath, pero los dos se referían a él como Boygo, incluso ante él—. ¿Y qué hay de ti? —añadió.

—No dudes de mi lealtad —aseguró Dorigen—. Al ausentarte, desde luego habría tenido intenciones de gobernar el triunvirato, pero conozco mis virtudes y tengo más paciencia de la que tú te crees. En cuanto a Boygo… —Dejó que las palabras se quedaran en el aire y sonrió, como si la idea del joven advenedizo desafiando a los que son como Aballister Bonaduce fuera demasiado ridículo como para pensar en ello.

La risotada de Aballister demostró que estaba totalmente de acuerdo

—Entonces los clérigos y Ragnor —dijo el mago—, y ninguno de ellos debería ser una amenaza muy seria si somos cautelosos y estamos atentos.

—Ragnor está muy lejos de aquí —le recordó Dorigen, insinuándole una invitación.

Aballister la miró con cautela por un instante, como si tratara de discernir su programa.

—Ragnor no aceptará tu presencia en el campamento con facilidad —remarcó el mago.

—No le temo —contestó Dorigen. Dio tres palmadas repentinas. La puerta de Aballister se abrió de nuevo, y un hombre de más de dos metros entró a grandes pasos, con unos músculos enormes que se adivinaban a través de las delicadas ropas de seda. El cabello, rubio y espeso, le colgaba trenzado sobre los hombros, y sus ojos azul pálido miraban hacia delante con una intensidad increíble. Aballister apenas le hubiera reconocido, de no ser por la piel bronceada y el curioso tatuaje, un gusano polar, que llevaba en la frente.

—Seguro que no es… —empezó el mago.

—Tiennek —confirmó Dorigen—, el bárbaro que arranqué de las sombras del Gran Glaciar en la lejana Vaasa.

—Querida Dorigen —dijo Aballister con un lamento, un tono que revelaba verdadero asombro, pero, además, desdén—. ¡Lo has civilizado!

Tiennek gruñó.

—Quizá un poco —replicó Dorigen—, pero no destruiría el espíritu de Tiennek. Eso no serviría ni a mis propósitos ni a mis placeres en lo que respecta a mantenerlo a mi lado.

La mandíbula de Aballister se tensó ante el comentario. La imagen de su antigua amante en los brazos de este enorme hombre no le sentaba bien, en modo alguno.

—Impresionante —admitió—, pero estate alerta si piensas que es rival para Ragnor.

De nuevo Tiennek gruñó quedamente.

—No te lo tomes a mal —añadió Aballister con rapidez. El mago nunca se había sentido cómodo ante la peligrosa mascota de Dorigen. Bajo el borde de su gran escritorio toqueteó una varita que destruiría al bárbaro si insinuaba un ataque.

—Tu compañero Tiennek es poderoso sin duda alguna, quizá el humano más fuerte que he visto nunca —continuó el mago, mientras miraba a Dorigen una vez más—, pero dudo que ningún humano sea capaz de vencer en combate a Ragnor. El ogrillón lo matará, y entonces tendrás que volver sobre tus pasos, de camino hasta el Gran Glaciar, para coger tú misma a otro.

—Yo tampoco he visto al poderoso Ragnor superado —admitió Dorigen—. Quizá tu estimación sea correcta, pero Tiennek demostrará no ser un contrincante fácil. Bajo su pecho late el corazón de un guerrero del Gusano Blanco, y yo le he dado mucho más que eso. Lo he disciplinado tanto que puede usar mejor esos poderes salvajes. Ragnor se verá en apuros para vencerlo, y mucho más conmigo apoyando a Tiennek. —De nuevo tamborileó con los dedos, al tiempo que mostraba el anillo mortal.

Aballister pasó mucho tiempo evaluando las pretensiones de Dorigen, y ésta pudo ver las dudas que planeaban sobre su cara pálida y arrugada. En verdad, dudaba que Tiennek pudiera aguantar ante Ragnor tan bien como ella había dicho (o que, a pesar de todas sus gestas mágicas, le pudiera ofrecer mucha ayuda si Ragnor decidía acabar con los dos) pero ir a Shilmista era sencillamente demasiado importante para el éxito de la campaña para que Dorigen aceptara tales posibilidades.

—Ragnor podría volverse demasiado poderoso para poder controlarlo —remarcó—. Por el momento, él tiene a cinco mil bajo su mando.

—Nosotros tenemos tres mil —respondió Aballister—, ¡una fuerte posición defensiva, y contamos a nuestro favor con tres magos!

—¿Deseas semejante batalla? —preguntó Dorigen—. ¿Qué título ganarás al luchar contra Ragnor y sus soldados?

Aballister asintió con el ceño fruncido y puso la barbilla puntiaguda sobre su huesuda mano.

—Entonces, ve hasta él —dijo el mago al final—. Ve a Shilmista a ayudar a nuestro querido Ragnor. Después de todo debería tener un mago a su lado si espera tratar con los elfos. Observaré a los clérigos y prepararé el próximo paso de nuestra conquista.

Dorigen no esperó en la habitación para ver si Aballister se retractaba. Hizo una reverencia y empezó a encaminarse hacia la puerta.

—Dorigen —la llamó Aballister a sus espaldas. Ella se detuvo y crispó la mano en un puño, de alguna manera sabía que el astuto mago pondría un nuevo obstáculo en su camino.

—Llévate a Druzil contigo —dijo Aballister mientras ella se daba la vuelta—. Con el imp a tu lado, nos podremos comunicar de vez en cuando. No me gusta que me dejen fuera de un tema tan importante como los avances de Ragnor.

Las sospechas concernientes al papel de Druzil en la muerte de Barjin cruzaron la mente de Dorigen, y en ningún momento dudó que Aballister enviaba al imp a su lado para vigilarlos, tanto a ella como a Ragnor. ¿Pero cómo podía negarse? La jerarquía en el Castillo de la Tríada era específica, y Aballister regía a los magos del triunvirato.

—Una sabia decisión —dijo.

Más de lo que tú te crees, dijo otra de las intrusiones de Druzil. Dorigen disimuló su sorpresa.

Aballister se volvió hacia el ventanuco y murmuró alternativamente sus nombres para ver cuál le haría mejor servicio cuando fuera rey.

Menos de una hora más tarde, Dorigen salió del Castillo de la Tríada con Tiennek a su lado y el imp de alas de murciélago aleteando con lentitud tras ellos, invisible gracias a su magia innata. Dorigen trató de esconder su desprecio mientras pasaba junto a los soldados que estaban construyendo los nuevos muros del castillo, al temer que Druzil ya podría estar informando a su amo.

Dorigen no estaba de acuerdo con la construcción y pensó que Aballister era un mentecato al ordenar su inicio. Gracias al secreto del enclave, no parecía más que un afloramiento natural de rocas, el Castillo de la Tríada había sobrevivido tranquilo, en la por otra parte civilizada región, durante varios años. Los viajeros habían cruzado el castillo escondido en las vertientes septentrionales de las Montañas Copo de Nieve sin ni siquiera imaginarse que un asombroso complejo de túneles y cámaras se extendía bajo sus pies.

Pero, como con el casi revelado secreto de Druzil a los soldados del castillo, Aballister se sentía, en apariencia, invulnerable. Necesitarían los nuevos muros, había argumentado, si las batallas finales llegaban a sus puertas. Dorigen estaba a favor del secreto, prefería que la lucha nunca llegara tan al norte. También se imaginó las motivaciones reales de Aballister. De nuevo el mago más importante pensaba en el futuro, más allá de la conquista. Realmente no esperaba ser atacado en el castillo, pero sabía que una fortaleza impresionante podría ayudarle en sus encuentros diplomáticos con los reinos vecinos.

Comparto tus ideas, dijo un mensaje telepático no tan inesperado de Druzil. Dorigen se volvió de improviso hacia el imp, y unos aleteos frenéticos le indicaron que había volado rápidamente hacia un lado.

—Aparentemente lo haces —gruñó la maga—, ¡ya que estaba pensando en volarte en pedazos desde el cielo!

—Mil perdones —dijo el imp en voz alta, mientras se posaba en el suelo tras Dorigen, se volvía visible y realizaba una profunda reverencia—. Perdona mi intrusión, pero tus emociones eran obvias. Ni te gustan los planes de Aballister ni su manera de comportarse desde la defunción de Barjin.

Dorigen no contestó, pero, a propósito, continuó con una expresión implacable en la cara.

—Llegarás a aprender que yo no soy un enemigo —prometió el imp.

Dorigen esperó que dijera la verdad, pero no le creyó ni por un instante.

Cadderly supo que su tiempo se había terminado tan pronto Elbereth y el Maestre Avery entraron en su habitación, ninguno de los dos sonreía.

—Hoy nos vamos hacia Shilmista —dijo Elbereth.

—Adiós —ironizó Cadderly.

Elbereth no estaba para bromas.

—Harás el equipaje —ordenó el príncipe elfo—. Poca cosa. Iremos a un ritmo rápido y los senderos de las montañas no son fáciles.

Cadderly frunció el ceño. Iba a contestar, pero Avery, al ver la tensión creciente entre los dos, cambió de tema.

—¡Una aventura espléndida para ti, muchacho! —dijo el corpulento maestre mientras se dirigía hacia él y posaba sus manos en los hombros del joven—. El momento de ver algo de la tierra que está más allá de las puertas de la biblioteca.

—¿Y vos qué empaquetáis? —preguntó Cadderly con inexorable sarcasmo.

Sus palabras impactaron a Avery más de lo que se había imaginado.

—Quería ir —respondió el maestre mosqueado, mientras se pasaba un pañuelo por la cara—. Le rogué al Decano Thobicus que me dejara acompañarte.

—¿El Decano Thobicus rehusó? —Cadderly no pudo creer que el plácido decano rechazara una petición de uno de sus maestres.

—Yo rehusé —explicó Elbereth.

Cadderly, escéptico, le miró fijamente por encima del hombro de Avery.

—Soy el Príncipe de Shilmista —le recordó el elfo—. Nadie puede entrar en mis dominios sin mi permiso.

—¿Por qué rechazaríais al Maestre Avery? —se atrevió a preguntar Cadderly, ante un Avery silencioso y más bien desesperado, signos que le dijeron que era mejor olvidar el tema.

—Como te dije —replicó el elfo—, iremos a buen ritmo. Los caballos no nos pueden llevar a través de todos los pasos de las montañas, y me temo que el maestre no podrá mantener la marcha. No retrasaré mi vuelta, y no quiero dejar a un hombre exhausto en un lugar perdido para que muera.

Cadderly no pudo refutarlo, y la expresión avergonzada de Avery le rogó no seguir adelante.

—¿Sólo vos y yo? —preguntó Cadderly al elfo, con un tono que revelaba que no estaba contento con la idea.

—No —respondió Avery—. Otro ha accedido a acompañaros, ante la petición del Príncipe Elbereth.

—¿La Maestre Pertelope?

—Lady Maupoissant.

¡Danica! El nombre impactó como la coz de una mula en la cara de Cadderly. Se enderezó, con los ojos muy abiertos, y trató de descubrir cuándo Elbereth había encontrado la oportunidad de invitar a Danica al viaje. ¡Su Danica! ¡Y ella había aceptado! Se preguntó si Danica, antes de acceder a irse, sabía que también él se aventuraría en el bosque.

—¿Por qué te sorprende tanto? —preguntó Elbereth, con un ligero tono de sarcasmo en su voz—. ¿Dudas de…?

—No dudo de nada cuando Danica está interesada —respondió Cadderly con rapidez. Su semblante, con el ceño fruncido, se transformó en una expresión de desconcierto al darse cuenta de las muchas implicaciones de su afirmación.

—Tranquilo muchacho —dijo Avery, agarrándolo con firmeza—. Danica accedió a ir sólo cuando descubrió que tú acompañarías al Príncipe Elbereth.

—Como queráis —añadió Elbereth con malicia, y Avery se unió a Cadderly en la mirada ceñuda; ambos sabían que el comentario que había hecho el elfo era para sembrar la duda en Cadderly.

—Deberíamos marcharnos en una hora —dijo Elbereth, impasible, con una calma total. El pelo negro y los ojos plateados brillaron en la luz matutina que se filtraba por la ventana de la habitación de Cadderly—. Entonces vendrás con lo que hayas empacado y padecerás en silencio cualquier adversidad que sufras como resultado de lo que te hayas dejado. —El alto y orgulloso elfo se volvió y se fue sin decir nada más.

—Me está empezando a caer mal —admitió Cadderly mientras se apartaba de Avery.

—Teme por su hogar —explicó el maestre.

—Es arrogante.

—La mayoría de los elfos lo son —dijo Avery—. Es porque viven tanto tiempo. Les hace creer que han experimentado mucho más que cualquier otro, y que por lo tanto, son más sabios que los demás.

—¿Han experimentado y son más sabios? —preguntó Cadderly, mientras bajaba un poco los hombros. No había considerado este hecho respecto al Príncipe Elbereth, que el elfo había visto más en su vida de lo que Cadderly vería nunca, y probablemente viviría más después de que su cuerpo no fuera más que un montón de polvo.

—Algunos sí, y desde luego son más sabios, supongo —respondió Avery—, pero no la mayoría. Los elfos se han vuelto cada vez más desconfiados y racistas. Se encierran en sí mismos y en sus tierras, y saben poco de más allá de sus fronteras. Me reuní con el Príncipe Elbereth hace tres décadas y creo que he aprendido mucho más que él en este tiempo. Es igual que era entonces en apariencia y actitud.

»Bien —prosiguió Avery, al tiempo que se encaminaba hacia la puerta—. Te dejaré para que hagas los preparativos. Elbereth dijo una hora, ¡y no contaría con que esperara un momento más!

—No me importa si ha vivido durante siglos —remarcó Cadderly justo cuando el maestre salía de la habitación—. Pero entonces —continuó el joven cuando Avery le dio la espalda—, no estoy seguro de que yo haya empezado a vivir del todo.

Avery escrutó a Cadderly durante un largo rato, cogido con la guardia baja por las inesperadas palabras. Había notado un cambio en Cadderly desde su incidente con Barjin, pero esto era la evidencia más dramática de que algo angustiaba profundamente al chico. Avery esperó unos instantes más, y entonces, al ver que Cadderly no tenía nada más que decir, se encogió de hombros y cerró la puerta.

Cadderly se sentó en la cama con los ojos muy abiertos. El mundo iba demasiado rápido para él. ¿Por qué Elbereth le había pedido a Danica que les acompañara? ¿Por qué tenía que haber matado a Barjin? El mundo iba demasiado rápido.

Y él iba demasiado lento, entendió de pronto. Encontraría suficiente tiempo para la introspección en el camino; ahora mismo se tenía que preparar para el viaje, antes de que Elbereth lo alejara de la biblioteca con lo que llevaba puesto.

Embutió la bolsa con ropas adicionales y los útiles de escritura, luego metió el tubo de luz mágica, un aparato estrecho y cilíndrico el cual, cuando se le sacaba la tapa, emitía un rayo de luz que Cadderly podía ensanchar o estrechar con un simple giro de la muñeca.

Satisfecho con el equipaje, el joven erudito se vistió con la capa de viaje de seda azul y el sombrero de ala ancha con una cinta roja adornada con el símbolo sagrado de Deneir del ojo sobre la vela. Recogió su bastón con la cabeza de un carnero y se encaminó hacia el salón.

En la puerta, se volvió, paralizado por los gritos de su conciencia.

Bajó la mirada al anillo emplumado, como si eso le pudiera dar algún consuelo sobre lo que sabía que tenía que hacer. La base del anillo era circular y hueca, contenía un vial diminuto con veneno de estilo drow que Cadderly había preparado. La punta del dardo era la uña de un gato y, una vez encajado en el hueco del bastón de paseo de Cadderly, se transformaba en un arma poderosa.

Pero Cadderly no confiaba demasiado en ello. Usar la cerbatana requería tiempo para preparar el dardo, y ni siquiera estaba seguro de su eficacia. El veneno drow no dura demasiado en el mundo exterior, y aunque Cadderly se había tomado muchas molestias para proteger su inversión guardando los viales sellados en una caja resistente encantada con un conjuro de oscuridad, habían pasado ya muchas semanas desde su fabricación.

Con desgana el joven erudito volvió al armario y puso las manos sobre el pomo de la puerta. Miró a su alrededor impotente, como si buscara una manera de escapar de aquella trampa.

No debía fallar en su investigación de un año.

Cadderly abrió la puerta del armario ropero, escogió una correa ancha de entre docenas de correajes de cuero que colgaban de la barra, y se la ató a la cintura. Lucía una funda de poca profundidad en un costado, que contenía una ballesta de mano de diseño drow. Después cogió una bandolera, y encontró algún alivio en el hecho de que sólo quedaran tres dardos explosivos. Tenía casi cuarenta dardos (estaba fabricada para contener cincuenta) pero sus centros estaban ahuecados y vacíos, todavía sin los viales diminutos de Aceite de Impacto que conferían, a los tres que estaban cargados, un aire maligno.

A pesar de sus sentimientos encontrados, no pudo resistir deshacer el nudo y sacar la ballesta. Era un objeto bello, labrado a la perfección por Iván y Pikel, pero esa belleza palidecía al lado de los ojos sin vida de Barjin, ya que ésa era el arma que Cadderly había utilizado en ese aciago día. Había disparado contra la momia para tratar de destruir al monstruo nomuerto cuando éste intentaba matar a Barjin. Un disparo atravesó las escasas vendas de la momia e impactó en el pecho del desarmado Barjin mientras éste yacía recostado contra el muro.

Cadderly recordó con claridad el sonido del dardo cuando se rompió el vial mágico y explotó, un eco penetrante que le perseguía día y noche.

—Belago me dijo que te trajera esto —dijo una voz desde la puerta. Cadderly se volvió y se sorprendió al ver a Kierkan Rufo, alto y anguloso, inclinado en la entrada. Aunque una vez fueron amigos, Rufo había evitado muchas veces a Cadderly en las dos últimas semanas.

Cadderly se sobresaltó cuando Rufo le ofreció una vasija pequeña de cerámica, ya que sabía lo que contenía. La tienda de alquimia de Belago estalló durante la confusión de la Maldición del Caos, y el alquimista pensó que la fórmula del Aceite de Impacto se había quemado en el incendio. Sin lamentar la pérdida, Cadderly mintió y le dijo a Belago, que no recordaba dónde había encontrado la receta, pero el alquimista, decidido a premiar al joven por sus heroicidades contra el clérigo de Talona, había prometido recuperarla.

La misma expresión de resignación que había mostrado cuando recogió la ballesta cruzó por la cara de Cadderly cuando cogió el frasco. El contenedor era pesado; Cadderly presumió que con esa cantidad quizá podría llenar veinte dardos más. Buscó algún tipo de salida para la situación; pensó en dejar que la vasija se le cayera al suelo, fingiendo un accidente, pero reconsideró la opción inmediatamente, al recordar las potenciales consecuencias catastróficas.

—Te sorprende verme —dijo Kierkan Rufo con su voz monótona. El cabello negro se le pegaba a la cabeza y sus ojos oscuros centellearon como puntitos de brillante negrura.

—Últimamente no has estado mucho por aquí —replicó Cadderly, al subir los ojos para mirar al joven más alto a la cara—. ¿Estás enfadado conmigo?

—Yo… —tartamudeó Rufo, mientras mostraba una expresión de incomodidad. Pasó una mano por su enmarañado pelo negro—. La maldición me afectó profundamente —explicó.

—Olvida la maldición —aconsejó Cadderly, sintiendo algo de compasión, aunque no demasiada, ya que los hechos de Rufo durante la maldición no habían estado bajo sospecha. El joven incluso le había hecho insinuaciones a Danica, que ésta pronto desalentó golpeando a Rufo con dureza.

—Hablaremos del tema cuando vuelva —dijo Cadderly—. Ahora no tengo tiempo…

—Fui yo quien te empujó escaleras abajo —proclamó Rufo de buenas a primeras. Cadderly se quedó con la réplica en los labios y con la boca abierta. Había sospechado de Rufo, pero nunca esperó que lo admitiera.

—Muchos actuaron como necios durante la maldición —se las arregló para decir Cadderly después de un largo silencio.

—Esto fue antes de la maldición —le recordó Rufo. De hecho, la acción desencadenó los acontecimientos que llevaron a la maldición.

—¿Por qué me estás diciendo esto? —preguntó Cadderly entrecerrando los ojos debido al enojo—. ¿Y por qué lo hiciste?

Rufo se encogió de hombros y apartó la mirada.

—El clérigo malvado, supongo —murmuró—. Me atrapó en la bodega cuando tú fisgabas por la escalera que acabábamos de descubrir.

—Entonces olvida el incidente —dijo Cadderly de la manera más suave que pudo—, y no te culpes. Barjin era un enemigo poderoso, con trucos y encantamientos más allá de nuestra comprensión.

—No puedo olvidarlo —respondió Rufo.

—Entonces, ¿por qué vienes? —restalló Cadderly—. ¿Debo perdonarte? De acuerdo, lo hago. Te perdono. Libero tu conciencia. —Cadderly lo apartó, para dirigirse al salón.

Rufo le agarró por el hombro y le hizo dar media vuelta.

—No te pido que me perdones hasta que yo me haya perdonado —explicó, y su expresión lastimera impresionó a Cadderly.

—Todos tenemos algo que perdonarnos —remarcó Cadderly, mientras miraba el frasco que tenía en las manos. Su mirada traicionó sus pensamientos obsesivos sobre la muerte de Barjin.

—Deseo ir contigo —dijo Rufo.

Cadderly no pudo responder hasta al cabo de un rato; ¡aquel día Rufo estaba lleno de sorpresas!

—Debo recuperar mi dignidad —explicó el joven anguloso—. Como tú, debo localizar la amenaza, o lo que sea, hasta el final. Solamente entonces podré perdonarme las cosas que hice cinco semanas atrás. —Cadderly se dispuso a dirigirse al salón, pero Rufo lo detuvo con determinación.

—Los hermanos Rebolludo se han ido —le recordó éste—. Y el druida Newander murió. Puedes necesitar ayuda.

—Le preguntas a la persona equivocada —respondió Cadderly—. El Decano Thobicus…

—El Decano Thobicus dejó la elección al Maestre Avery —interrumpió Rufo—, y Avery te la dejó a ti. Puedo ir con tu permiso, según dicen ellos, y el Príncipe Elbereth también está de acuerdo.

Cadderly titubeó y lo pensó durante un instante. Después de todo lo que había pasado, no estaba seguro de poder confiar en Rufo, pero no podía ignorar la mirada de súplica en los ojos oscuros del delgado joven.

—Tienes menos de media hora para preparar tu equipaje —dijo. La cara oscura de Rufo se iluminó.

—Ya estoy preparado.

Por alguna razón, Cadderly no se sorprendió.

Elbereth y Danica estaban esperando a Cadderly ante las ornamentadas puertas principales de la biblioteca. Allí también esperaban Avery, Pertelope, y dos caballos de repuesto; aparentemente los maestres confiaban en que Cadderly dejara que Rufo los acompañara.

Danica sonrió de oreja a oreja cuando vio a Cadderly, pero esa expresión se disipó inmediatamente y frunció la boca con desagrado cuando vio a Rufo salir por las puertas detrás de Cadderly.

Cadderly sólo ofreció un encogimiento de hombros como explicación mientras montaba el caballo que estaba junto al de Danica.

La cara de la luchadora se suavizó cuando vio la torpeza de Rufo al montar a caballo. El chico era muy desmañado, y Danica tuvo compasión. Hizo un gesto en dirección a Cadderly; ella también estaba decidida a dejar el pasado atrás y concentrarse en el camino que tenían por delante.

—Verás muchas cosas a lo largo del camino y en el bosque élfico —dijo Pertelope a Cadderly acercándose a su caballo. Cadderly trató de no fijarse en el vestido poco apropiado y remilgado, pero las mangas largas parecían fuera de lugar, especialmente en un caluroso día veraniego.

»Maravillosos espectáculos —continuó Pertelope—. Sé que aprenderás más en tu corto tiempo fuera de la biblioteca que en todos los años que has estado aquí.

Cadderly la miró con curiosidad, sin saber cómo tomarse sus extrañas palabras.

—Comprenderás —explicó Pertelope, mientras trataba de contener una risa sofocada, para no reírse del joven erudito—. Hay más cosas en la vida que las aventuras de otros, y más en las vivencias que en leer libros.

»Pero cuando tengas algún tiempo libre allí fuera… —prosiguió, y sacó un gran libro de debajo de su túnica. Cadderly identificó el libro tan pronto se lo pasó, ya que él, como todos los clérigos de su religión, había estudiado la obra desde sus primeros días en la biblioteca, el Tomo de la Armonía Universal, el libro más sagrado de Deneir.

—¿Para que me dé buena suerte? —preguntó, aún confundido.

—Para leer —respondió Pertelope tajante.

—Pero…

—Estoy segura de que has memorizado la obra —interrumpió Pertelope—, pero dudo que jamás lo hayas leído fielmente.

Cadderly se preguntó si parecía tan estúpido como se sentía. Conscientemente se forzó a cerrar la boca.

—Las palabras pueden ser leídas de muchas formas —dijo Pertelope, y se puso de puntillas para darle un pellizco en la mejilla—. Eso era para darte buena suerte —explicó la maestre, lanzando un guiño en dirección a Danica.

—¡Desearía ir con vosotros! —lamentó el Maestre Avery de pronto—. ¡Oh, ver Shilmista de nuevo! —Se pasó un pañuelo por los ojos y a continuación por la cara rechoncha.

—No puedes —dijo Elbereth con frialdad, cansado de la larga despedida. Tocó las riendas de Temmerisa, su semental blanco, y el poderoso caballo trotó, con el sonido de un millar de campanas acompañando cada paso. Kierkan Rufo siguió al elfo y Danica también empezó a alejarse.

Cadderly apartó la mirada del Tomo de la Armonía Universal, la posó en la Maestre Pertelope y sonrió.

—Tu manera de ver el mundo cambiará a menudo mientras madures —dijo Pertelope en voz baja para que los otros no lo pudieran oír—. Y aunque las palabras del libro siempre son las mismas, la lectura de ellas no. El corazón de Deneir es el corazón de un poeta, y el corazón de un poeta deriva con las sombras de las nubes.

Cadderly aguantó el recio libro con ambas manos. Su comprensión del mundo, de la ética, había cambiado. Había matado a un hombre, y de alguna manera encontró su primera aventura más allá de los miles sobre las que había leído en los libros de leyendas.

—Léelo —dijo Pertelope seria. Se volvió hacia la biblioteca, cogió a Avery del brazo, y se lo llevó a rastras.

La montura de Cadderly dio su primer paso, y el joven clérigo se puso en camino.