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UUn libro que vale la pena leer

¿Te has reunido con el Príncipe Elbereth? —preguntó el Maestre Avery Schell a Cadderly tan pronto éste entró en la oficina del Decano Thobicus. El enorme maestre se pasó un pañuelo por la cara, resoplando y jadeando casi constantemente mientras su cuerpo trataba de aspirar suficiente aire. Incluso antes de la llegada de la Maldición del Caos, Avery fue un hombre rotundo. Ahora era obeso, al caer en una bacanal alimenticia junto a varios de los tragaldabas más prominentes de la Biblioteca Edificante. En las ansias que producía la Maldición del Caos, algunos de aquellos clérigos habían comido, literalmente, hasta reventar.

—Tienes que alargar los paseos matutinos —apuntó la Maestre Pertelope acicalada con esmero. Una mujer con el cabello canoso y ojos color avellana que aún mantenía el gusto por engalanarse propio de una mujer joven. Cadderly evaluó con cuidado a la mujer, que, con soltura, continuaba de pie al lado de Avery. Pertelope era la instructora favorita del joven, una melancólica y a menudo irreverente mujer más preocupada por el sentido común que por las reglas fijas. Observó la túnica de manga larga que le llegaba a los tobillos, atada cerca del cuello con firmeza, y los guantes que llevaba cada vez que la había visto desde la maldición del caos. Pertelope nunca antes había sido tan modesta, si era modestia lo que la mantenía tan tapada. Aunque no hablaría sobre ello, con él o con cualquier otro; no hablaría de nada de lo que le había ocurrido durante la Maldición del Caos. Sin embargo, Cadderly no estaba demasiado preocupado, ni siquiera por las nuevas vestimentas; Pertelope parecía la pícara de siempre. Incluso mientras Cadderly miraba, agarró la carne que colgaba de la cintura de Avery y le dio una traviesa sacudida ante las miradas de incredulidad de Avery y del Decano Thobicus, el delgado y arrugado líder de la biblioteca.

Una risa sofocada surgió de los labios de Cadderly antes de que éste pudiera contenerla. Las miradas eran serias cuando se volvieron en su dirección, pero Pertelope le guiñó el ojo para reconfortarlo.

A pesar de todo, el Príncipe Elbereth, alto y penosamente delgado, con el cabello del color de las alas de un cuervo y los ojos con el color de los rayos de la luna en un río impetuoso, no mostró ninguna emoción. Enhiesto como una estatua junto al escritorio de roble del Decano Thobicus, atrapó los ojos de Cadderly con su mirada penetrante y mantuvo la atención del joven erudito con firmeza.

Cadderly estaba completamente aturdido y ni se dio cuenta de que el tiempo pasaba.

—¿Y bien? —apremió Avery.

Cadderly al principio no le entendió, por lo que Avery se encaminó en dirección al príncipe élfico.

—No —respondió Cadderly con presteza—. No he tenido el honor de una presentación formal, aunque he oído muchas cosas del Príncipe Elbereth desde su llegada hace tres días. —La juvenil sonrisa apareció en sus facciones, mientras los extremos de sus ojos se elevaban para corresponder a la amplia sonrisa. Se apartó los mechones de color castaño claro de la cara y se dirigió hacia Elbereth con la mano extendida—. ¡Bien hallado!

Elbereth observó la mano que le ofrecían durante algún tiempo antes de extender la suya en respuesta. Asintió con gravedad, e hizo que el joven se sintiera un poco más que avergonzado e incómodo respecto a la sonrisa que mostraba su cara. De nuevo, Cadderly se notó fuera de su elemento, más allá de su experiencia. Elbereth había venido con unas noticias catastróficas en potencia, y Cadderly, enclaustrado durante toda su vida, sencillamente no sabía cómo reaccionar ante este tipo de situaciones.

—Éste es el erudito del que os hemos hablado —explicó Avery al elfo—. Cadderly de Carradoon, un muchacho asombroso.

El apretón de manos de Elbereth era increíblemente fuerte para un ser tan delgado, y cuando, de improviso, el elfo giró la mano del chico, éste sólo ofreció una resistencia testimonial.

Elbereth examinó la palma de la mano de Cadderly, frotando el pulgar por la base de los dedos.

—Éstas no son las manos de un guerrero —dijo el elfo poco impresionado.

—Nunca proclamé ser un guerrero —replicó Cadderly antes de que Avery o Thobicus pudieran explicarse. El decano y el maestre se volvieron hacia el chico con ojos acusadores, esta vez, incluso la tolerante Pertelope no le ofreció ningún apoyo.

De nuevo, el tiempo pasó.

El Maestre Avery se aclaró la garganta ruidosamente para romper la tensión.

—Por supuesto que Cadderly es un guerrero —explicó el robusto maestre—. Fue él quien venció a Barjin y a sus más abominables muertos vivientes. ¡Incluso una momia se levantó contra el muchacho y fue abatida sin tardanza!

El relato no hizo que Cadderly se hinchara de orgullo. La sola mención del clérigo muerto hizo que lo viera de nuevo, apoyado contra el muro, en la improvisada habitación del altar en las catacumbas, con el maldito agujero en el pecho y sus ojos sin vida mirando acusatoriamente a su asesino.

—Más que eso —continuó Avery, mientras se acercaba para poner un brazo pesado y sudoroso sobre los hombros del joven—. Cadderly es un guerrero cuya mejor arma es el conocimiento. Tenemos un enigma, Príncipe Elbereth, uno muy peligroso, me temo. Y Cadderly, os lo digo ahora, es el hombre que lo resolverá.

La proclama de Avery añadió más peso sobre las espaldas del joven que el ya notable peso del brazo del maestre. El joven no estaba del todo seguro, pero creía que le gustaba más Avery antes de los sucesos de la Maldición del Caos. En aquella época, el maestre a menudo se desviaba de su camino para conseguir que la vida de Cadderly fuera miserable. Bajo las influencias de la maldición embriagadora, Avery había admitido su amor casi paternal por el muchacho, y ahora la amistad del maestre era para Cadderly incluso más miserable que sus antiguos y muy estrictos procederes.

—Basta ya de chanzas —dijo el Decano Thobicus en su voz temblorosa, que sonaba a menudo como un lloriqueo más que como el habla normal—. Hemos escogido a Cadderly nuestro representante en esta materia. La decisión la tomaremos sólo nosotros. El Príncipe Elbereth le tratará en consecuencia.

El príncipe se volvió hacia el decano, que estaba sentado, y bajó la cabeza en una reverencia precisa y lacónica.

Thobicus se la devolvió.

—Habladle a Cadderly de los guanteletes, y de cómo os apropiasteis de ellos.

Elbereth introdujo la mano en su capa de viaje (una acción que apartó la prenda y dio a Cadderly la oportunidad de echar un vistazo a la armadura magnífica del príncipe elfo, anillos de oro y plata engarzados con precisión) y sacó varios guantes, cada uno claramente marcado con unos bordados que mostraban el mismo diseño del tridente y las botellas que Barjin llevaba en sus vestimentas clericales. Elbereth ordenó el enredo para liberar un guante, y se lo tendió al joven.

—Las malévolas alimañas pocas veces encuentran la entrada a Shilmista —dijo el elfo orgulloso—, pero siempre estamos alerta ante sus intrusiones. Una partida de bugbears se introdujo en el bosque. Ninguno de ellos escapó con vida.

Desde luego, nada de lo dicho era nuevo para Cadderly; los rumores circulaban por toda la Biblioteca Edificante desde la llegada del príncipe. Cadderly asintió y examinó el guante.

—Es el mismo que el de Barjin —afirmó de inmediato, mientras señalaba el diseño de las tres botellas sobre el tridente.

—¿Pero qué significa? —preguntó Avery impaciente.

—Una adaptación del símbolo de Talona —explicó Cadderly, mientras se encogía de hombros para significar que no estaba del todo seguro de su razonamiento.

—Los bugbears llevaban dagas envenenadas —remarcó Elbereth—. Cosa que estaría en concordancia con las normas de la Señora de la Ponzoña.

—¿Sabéis algo de Talona? —preguntó Cadderly.

Los ojos de Elbereth relampaguearon, como un rayo de luna sobre la cresta de una ola, y, con sarcasmo, miró a Cadderly de reojo.

—He visto el nacimiento y la muerte de tres siglos, joven humano. Aún seré joven cuando mueras, aunque vivieras más años que todos los de tu raza.

Cadderly se guardó la respuesta, al saber que encontraría poco apoyo llevándole la contraria al elfo.

—No subestimes lo que yo, Príncipe de Shilmista, puedo saber —prosiguió Elbereth con arrogancia—. No somos gente tonta que malgasta los años danzando bajo las estrellas, como muchos quieren creer.

Cadderly empezó a replicar con aspereza, pero Pertelope, siempre con su influjo tranquilizador, se situó entre los dos y cogió el guante, mientras le hacía otro guiño y con sutileza le pisaba el pie al joven.

—Nunca pensaríamos así de nuestros amigos de Shilmista —objetó la maestre—. A menudo la Biblioteca Edificante ha necesitado de la sabiduría del anciano Galladel, vuestro padre y rey.

Aparentemente calmado, Elbereth hizo una reverencia rápida.

—Si desde luego es una secta de Talona, ¿entonces qué conclusión podemos sacar? —preguntó el Decano Thobicus.

Cadderly se encogió de hombros con impotencia.

—Poco —contestó—. Desde la caída de los dioses han cambiado muchas cosas. Aún no sabemos las intenciones y los métodos de las diversas sectas, pero dudo de la coincidencia que trajo a Barjin a la biblioteca y a los bugbears a Shilmista, y en especial dado que no llevaban el símbolo común de Talona, sino un diseño propio. Parecería una secta renegada, pero innegablemente coordinada en sus ataques.

—Vendrás a Shilmista —dijo Elbereth a Cadderly. El muchacho pensó por un momento que el elfo le estaba preguntando, pero entonces se dio cuenta ante la mirada fija e inflexible del elfo, de que era una orden y no una petición. Impotente, dirigió la mirada a sus maestres y al decano, pero ellos, incluso Pertelope, asintieron dando el visto bueno.

—¿Cuando? —preguntó Cadderly al Decano Thobicus, mirando intencionadamente más allá de los ojos cautivantes de Elbereth.

—Pocos días puede ser demasiado para tiempo para mi gente —dijo Elbereth en un tono monótono mientras atravesaba con la mirada a Cadderly.

—Nos moveremos tan rápido como podamos —fue lo mejor que pudo ofrecer Thobicus—. Hemos pasado por una experiencia terrible. Un emisario de la Iglesia de Ilmater está en camino para hacer una investigación concerniente a un grupo de sus clérigos que fueron hallados muertos en su habitación. Pedirá un examen minucioso y eso requerirá una audiencia con Cadderly.

—Entonces Cadderly le dejará una declaración —contestó Elbereth—. O el emisario esperará hasta que Cadderly vuelva de Shilmista. Estoy preocupado por los vivos, Decano Thobicus, no por los muertos.

Ante el asombro de Cadderly, Thobicus no replicó.

Entonces aplazaron la reunión, ante la sugerencia del Maestre Avery, ya que ese día había un acontecimiento programado en la Biblioteca Edificante que muchos querían presenciar; y que Cadderly de ningún modo, quería perderse.

—Venid con nosotros, Príncipe Elbereth —propuso el corpulento maestre mientras se acercaba a Cadderly. Éste cruzó una mirada un tanto ácida, no muy seguro de querer al elfo arrogante a su lado—. Una de las sacerdotisas de visita, Danica Maupoissant, de Westgate, realizará una proeza muy poco común.

Elbereth le echó un vistazo a Cadderly (era obvio que el chico no le quería junto a él), sonrió, y aceptó. Cadderly descubrió, para su asombro, que Elbereth disfrutaba del hecho, ya que sabía que al aceptar la invitación de Avery molestaría al joven.

Llegaron al gran salón en el primer piso de la biblioteca, una habitación enorme y ornamentada, con gruesos pilares, cubierta de tapices espléndidos que representaban las glorias de Deneir y Oghma, las deidades de las religiones anfitrionas del edificio. Muchos de los clérigos de la biblioteca, de ambas órdenes, se habían presentado, casi un centenar de hombres y mujeres reunidos en un círculo ancho alrededor de un bloque de piedra que se apoyaba en caballetes de patas cruzadas.

Danica estaba de rodillas en una estera a pocos pasos de la piedra, con los ojos castaños cerrados y los brazos, a su espalda, cruzados a la altura de las muñecas. Era una mujer diminuta, apenas medía metro y medio, aún parecía más pequeña mientras estaba arrodillada ante la formidable roca. Cadderly resistió el afán de acercarse a ella, al darse cuenta de que estaba en un estado de meditación profundo.

—¿Es ésa la sacerdotisa? —preguntó Elbereth, con un matiz de emoción en la voz. Cadderly volvió la cabeza y observó al elfo con curiosidad, notando el destello de los ojos plateados de Elbereth.

—Ésa es Danica —contestó Avery—. ¿Es guapa, o no? —Por supuesto Danica lo era, con unos rasgos perfectos y delicados, y unos mechones de pelo rubio y pelirrojo que bailaban sobre sus hombros—. No permitáis que esa belleza os engañe, príncipe —prosiguió Avery orgulloso, como si Danica fuera su propia hija—. Danica es uno de los guerreros más formidables que he visto nunca. Sus manos desnudas son mortales, y su disciplina y dedicación no tienen límites.

El brillo en los ojos de Elbereth no disminuyó. Esos puntos brillantes eran como pequeñas lanzas en el corazón de Cadderly.

Preparada o no, Cadderly pensó que era el momento de ir a ver a su Danica. Atravesó el círculo de espectadores, se arrodilló tras ella, y alargó el brazo para tocar con delicadeza su pelo largo.

Ella no se movió.

—Danica —dijo Cadderly con suavidad, y cogió la engañosamente suave mano.

La chica abrió los ojos, esos exóticos orbes castaños que enviaban escalofríos a la columna de Cadderly cada vez que posaba la mirada en ellos. Su ancha sonrisa le dijo que no estaba enfadada por su interrupción.

—Me temí que no vendrías —susurró.

—Ni un millar de ogros podrían haberme apartado de este lugar. —Cadderly miró por encima del hombro, hacia el bloque de piedra. Parecía demasiado grande y sólido, y Danica muy delicada—. ¿Estás segura? —preguntó.

—Estoy lista —contestó la chica ceñuda—. ¿Acaso dudas de mí?

Cadderly pensó en los primeros días de la maldición, el horrible día en que entró en la habitación de Danica y se la encontró apenas consciente, en el suelo, después de haber golpeado repetidamente con su cabeza una piedra similar. Las heridas hacía tiempo que habían desaparecido, curadas por los ungüentos y la magia de los clérigos más poderosos de la biblioteca, pero nunca olvidaría lo cerca que ella había estado de la muerte, ni los sentimientos terribles de vacío cuando temió que podía perderla.

—Entonces estaba bajo la influencia de la maldición —explicó Danica, al leer con facilidad sus pensamientos—. La niebla me impidió alcanzar el nivel debido de concentración. He estudiado los pergaminos del Gran Maestro Penpahg D’Ahn…

—Lo sé —aseguró Cadderly, mientras acariciaba su delicada mano—. Y sé que estás preparada. Perdona mis temores. No provienen de ninguna duda acerca de ti, tu dedicación o sabiduría. —Su sonrisa era sincera, aunque tensa. Se acercó, como si la quisiera besar, pero se apartó de repente y miró alrededor.

—No quisiera perturbar tu concentración —balbuceó.

Danica sabía de qué hablaba, sabía que Cadderly había recordado la reunión sobre él y que su rubor lo había apartado de ella. Soltó una carcajada, encantada, como siempre, por su inocencia.

—¿No lo encuentras fascinante? —preguntó con falso sarcasmo para reconfortar al nervioso joven.

—Oh, sí —respondió el chico—. Siempre he deseado estar enamorado de alguien que atraviesa las rocas con la cabeza. —Esta vez, compartieron las risas.

Entonces Danica descubrió a Elbereth y súbitamente dejó de reír. El príncipe elfo la observaba con sus ojos penetrantes, parecía que veía a través de ella. Se arropó con sus vestimentas holgadas, sintiéndose desnuda ante esa mirada fija, pero no apartó los ojos.

—¿Ése es el Príncipe Elbereth? —preguntó con el poco aire del que pudo hacer acopio.

Cadderly la observó durante un largo rato, luego se volvió para mirar a Elbereth. Maldita sea la reunión, pensó, se acuclilló y besó a Danica con fuerza, para obligarla a apartar la vista del elfo.

Esta vez, Danica, y no Cadderly, fue la que se azoró, y el joven no pudo estar seguro de si su vergüenza provenía del beso que le había dado o de que la había cogido mirando al elfo demasiado intencionadamente.

—Vuelve a tu meditación —propuso Cadderly, asustado ante lo que el creciente número de distracciones podrían afectar al intento de Danica. Se sintió inmaduro de verdad al dejarse llevar por las emociones en un momento tan importante. La besó de nuevo, un beso suave en la mejilla—. Sé que lo lograrás —afirmó, y se fue.

Danica respiró hondo varias veces para concentrarse y purificar su mente. Primero miró la piedra, el obstáculo que estaba en el camino para llegar a ser una de las discípulas más importantes de Penpahg D’Ahn. Se concentró en la piedra, y la miró con los ojos con los que observaría a un enemigo. Luego la apartó de su mente, y volvió su atención a la gran sala que la rodeaba, las distracciones de las que se tenía que desembarazar.

Primero se centró en Elbereth. Vio al príncipe elfo, con sus extraños ojos que aún la contemplaban, y entonces desapareció, quedando un agujero negro donde él había estado. Avery desapareció después, y después aquellos que estaban al lado del corpulento maestre. La mirada de Danica se desvió y se centró en una de las muchas arcadas que aguantaban el gran salón. Éste también desapareció en la oscuridad.

Phien denifi ca —murmuró Danica cuando otro grupo de gente desapareció—. Sólo son imágenes. —Toda la habitación fue rápidamente engullida por la oscuridad. Sólo permanecían el bloque y Cadderly. Danica había guardado a Cadderly para el final. Él era su seguidor más fiel, él era tanto su fuerza interior como su propia disciplina.

Pero entonces él también desapareció.

Danica se levantó y despacio se aproximó a la piedra enemiga.

«No puedes resistir», gritaron sus pensamientos a la piedra. «Yo soy más fuerte».

Sus manos hicieron unos gestos lentos ante ella, formando una intrincada danza, y continuó con el asalto mental a la piedra, la trató como si fuera una cosa sensible, asegurándose a sí misma que la convencía de que no podría ganar. Ésta era la técnica de Penpahg D’Ahn, y Penpahg D’Ahn rompió la piedra.

Danica miró más allá de la piedra, imaginó que su cabeza chocaba contra la piedra y la atravesaba por el otro lado. Estudió la profundidad del bloque, y luego con la mente la redujo al grosor de un pergamino.

«Tú eres pergamino, y yo soy más fuerte», le dijo mentalmente a la piedra.

Esto continuó durante algún rato, el baile de los brazos, los pies de Danica desplazándose, siempre en un equilibrio perfecto, y después se puso a cantar en voz queda, de una manera rítmica y melódica, buscando la armonía completa del cuerpo y el espíritu.

Fue tan repentino que el gentío apenas tuvo tiempo de quedarse sin aliento. Danica cayó hacia delante con dos pasos rápidos. Cada músculo, en su estructura pequeña y templada con precisión, pareció chasquear hacia delante y abajo dirigiendo su frente contra la piedra.

Danica ni vio ni oyó nada durante un largo instante. Allí estaba, en la oscuridad de la sala desaparecida por la meditación, que poco a poco fue apareciendo en imágenes que la joven luchadora reconoció.

Miró a su alrededor, sorprendida de ver el bloque tirado en el suelo en dos trozos en apariencia iguales.

Un brazo la rodeaba; sabía que era Cadderly.

—Ahora eres el discípulo de más alto rango del Gran Maestro Penpahg D’Ahn —le murmuró Cadderly al oído, y ella le oyó con claridad, aunque la reunión había irrumpido en un alocado estallido de alborozo.

Danica se volvió y le dio un sólido abrazo a Cadderly, pero esto no la ayudó a apartar la mirada de Elbereth. El serio príncipe elfo no estaba alegre, sin embargo aplaudía y la observaba con una clara aprobación en sus chispeantes ojos.

La Maestre Pertelope oyó el alboroto desde su habitación situada encima del gran salón y supo que Danica había partido con éxito la piedra. No estaba sorprendida ya que había visto la prueba en un sueño y supo que era profético. Estaba encantada con los continuos éxitos de la chica y su fuerza creciente, y encantada, también, de que Danica permanecería al lado de Cadderly en los próximos días.

Pertelope sufría por el joven erudito, ya que sólo ella de entre todos los clérigos de la biblioteca entendía las pruebas a las que pronto se enfrentaría.

Pertelope sabía que era uno de los elegidos.

—¿Será suficiente? —preguntó la maestre en voz queda, mientras abrazaba el Tomo de la Armonía Universal, el libro más sagrado de Deneir—. ¿Sobrevivirás, querido Cadderly, como yo he sobrevivido, o la llamada de Deneir te devorará y te convertirá en una carcasa vacía?

Entonces, casi para reírse de sus pretensiones de supervivencia, la maestre se apercibió que su afilada piel, de nuevo, había hecho varios cortes en la larga manga de su túnica.

Pertelope sacudió la cabeza y abrazó con fuerza el libro contra su cuerpo totalmente cubierto. El potencial para la inteligencia y el conocimiento era virtualmente ilimitado, pero también así era el potencial para el desastre.