Epílogo

Deberías haberte quedado en el bosque —dijo Aballister, paseándose de un lado a otro de su pequeña estancia en el Castillo de la Tríada.

Dorigen mantuvo la mirada centrada en él. A diferencia de la muerte de Barjin, esta derrota había dado un humor sombrío al caudillo del Castillo de la Tríada, un miedo real de que sus planes de conquista pudieran no ser culminados con facilidad. Todavía tenía tres mil soldados a sus órdenes, y muchos más se podrían recuperar de las tribus que volvían a sus hogares en las montañas, pero Shilmista estaba perdido, al menos por ahora, y el nuevo rey de los elfos era decidido y valeroso. Dorigen había oído, y descrito a Aballister, muchas historias respecto al poderoso Elbereth en la batalla del bosque.

—¡Deberías haberte quedado! —gritó el viejo mago de nuevo, en voz más alta.

—No me podía quedar entre semejante gentuza traidora con los dedos rotos —respondió Dorigen, levantando las manos vendadas—. ¿Crees realmente que habría estado segura entre los goblins y los orcos?

Aballister no pudo negar la verdad en sus observaciones. Había visto de primera mano lo que los goblins podían hacerle a una mujer.

—Sin ti para guiarlos, el ejército de Ragnor no es más que una serie de bandas diseminadas —concluyó—, blancos fáciles para los elfos y su nuevo rey al que quieren tanto. Tardaremos meses en recuperarnos de nuestras pérdidas.

—Los goblins encontrarán a un líder entre ellos —respondió Dorigen.

—¿Uno leal a nosotros? —preguntó Aballister con incredulidad.

—¡Todavía tenemos tiempo, antes del inicio del invierno, de volver y organizar Shilmista a nuestra conveniencia! —dijo Dorigen con brusquedad, sin ceder un ápice en relación a su decisión de marcharse—. Los elfos no son muchos, no importa lo bien organizados y lo bien dirigidos que puedan estar. A pesar de todos sus logros, a buen seguro tienen un largo camino por delante para sacar de Shilmista la plaga oscura que el Castillo de la Tríada ha lanzado sobre ellos.

—Deberías haberte quedado.

—¡Y tú deberías haber vigilado a tu hijo! —replicó Dorigen antes de que su buen juicio pudiera controlar sus acciones. Druzil, subido al escritorio de Aballister, soltó un lamento y plegó las alas coriáceas sobre sí mismo, seguro de que su amo iba a romper a Dorigen en pedacitos.

Nada pasó. Después de unos minutos de silencio, Dorigen, también asustada, descubrió que había tocado un punto sensible, en donde Aballister, el poderoso Aballister, se sentía vulnerable.

—Cadderly —masculló el mago—. Dos veces se ha cruzado en mi camino (y pensé que me había librado del chico). Bien, la primera molestia se puede olvidar. En cualquier caso no estaba seguro de querer que Barjin conquistara la biblioteca —admitió abiertamente el mago—. ¡Pero esto, no! Cadderly se ha convertido en una gran amenaza para que sigamos tolerándolo.

—¿Cómo intentarás acabar con esa amenaza? —preguntó Dorigen sin tapujos. Apenas podía creer en la frialdad de la cara de Aballister cuando hablaba de su hijo perdido hacía tiempo.

—Boygo Rath tiene algunas conexiones útiles en Westgate —respondió Aballister, mientras sus labios se torcían en una sonrisa endiablada.

Dorigen se estremeció al sospechar lo que el mago tenía en mente.

—¿Has oído hablar de las Máscaras de la Noche? —preguntó Aballister.

Dorigen volvió a estremecerse ante la mención de la banda de asesinos. Desde luego que había oído hablar de ellos (¡todo el mundo desde el Estrecho del Dragón hasta Aguas Profundas había oído hablar de ellos!). Asintió, su expresión mostró abiertamente su incapacidad para creer que Aballister fuera lo bastante malvado para contratar a semejante grupo para matar a su propio hijo.

Aballister soltó una carcajada ante esa expresión de incredulidad.

—Digamos —comentó—, que Cadderly también oirá hablar de ellos muy pronto.

Dorigen escuchó las noticias con sentimientos encontrados. Sin duda, estaba enfadada con Cadderly por lo que le había hecho, pero no pudo ignorar la circunstancia de que el joven clérigo la pudo haber matado fácilmente. Encogiendo los hombros apartó esos pensamientos y se recordó que ninguno era de su incumbencia, lo que pasara ahora era entre Aballister, Boygo y Cadderly.

Y las Máscaras de la Noche.

—Los goblins bailarán esta noche entre los árboles cuando oigan que estás muerto —comentó Iván, soltando un tajo con su gran hacha.

—Es muy probable que canten la muerte de un enano —replicó Elbereth, apartándose fácilmente del perezoso golpe. Se abalanzó tras el golpe, buscando un resquicio, pero las defensas de Iván estuvieron en su sitio antes de que el elfo llegara a alcanzarle.

—¿Qué es un Elbereth? —insultó Iván, con los dientes blancos brillando entre la barba amarilla.

—¡Usaré esa frase en tu epitafio! —rugió el elfo, y empezó una serie deslumbrante de fintas y estocadas, finalizando con la punta atravesada en la armadura de Iván, hacia el pecho del enano.

Iván cayó hacia atrás y parpadeó tontamente.

—Oo —gimió Pikel desde un lado, un sentimiento repetido por Shayleigh, Tintagel, y muchos de los otros elfos reunidos, incluido Elbereth.

—Me has matado, elfo —gruñó Iván, con la respiración dificultosa. Trastabilló hacia atrás, apenas podía mantener el equilibrio. Elbereth bajó la espada y fue hacia él, aterrorizado por lo que había hecho. Cuando llegó a dos pasos de Iván, se inclinó para examinar la herida y descubrió que los labios de éste se doblaban en una sonrisa y supo que lo habían engañado.

—Jee, jee, jee —sonó una sonrisa cómplice a un lado.

Iván puso el hacha de lado y aporreó a Elbereth en la frente, enviándolo hacia atrás dando tumbos. El elfo equilibró su peso dando una voltereta y se levantó unos metros más lejos. Observó con curiosidad cómo dos imágenes de Iván se acercaban a él sin parar.

—¿Creías que tu espada esmirriada podría atravesar una armadura hecha por enanos? —resopló enfadado Iván—. Elfo idiota.

De nuevo se enzarzaron en el cuerpo a cuerpo, esta vez con Iván tomando ventaja. Elbereth aprendió bien la lección, y usó su velocidad y agilidad superiores para detener los ataques de Iván y apartarse del menor alcance del enano. Cada vez que el astuto elfo encontraba un resquicio, daba un golpe con la parte plana de la espada contra un lado de la cabeza de Iván.

También podría haber estado golpeando piedra.

Después de mucho rato, la única herida un tanto seria llegó cuando Iván tropezó y en un descuido dejó caer la cabeza del hacha sobre los pies de Elbereth.

El grito alrededor del perímetro del combate, donde cerca de la totalidad del campamento elfo se había reunido para observar, fue general.

—Jee jee… jee.

Cadderly miró por la ventana abierta, más allá de los tejados de Carradoon, hacia el Lago Impresk, pero sus pensamientos estaban muchos kilómetros más allá, de vuelta en el bosque que había dejado cuatro semanas antes. La bruma de la mañana se levantó de las aguas tranquilas; se oyó a lo lejos el triste lamento de un somorgujo.

«¿Dónde estaría Danica ahora?», se preguntó Cadderly. «¿Y qué pasaría con Iván y Pikel?». El joven erudito echaba mucho de menos a sus amigos y englobó ese vacío en el mismo espacio que había descubierto cuando se dio cuenta de que la Biblioteca Edificante no era su hogar, y nunca lo había sido.

Había vuelto a la biblioteca con el Maestre Avery, Kierkan Rufo y una veintena de otros clérigos después de dejar Shilmista. Avery le había pedido que se quedara y continuara sus estudios, pero Cadderly no quería, no podía. Nada en el lugar le parecía familiar al joven erudito. No pudo hacer otra cosa que ver la biblioteca como una mentira, una fachada de serenidad en un mundo que se había vuelto loco.

—Hay demasiadas preguntas —le había dicho Cadderly al maestre—. Y aquí me temo que encontraré muy pocas de las respuestas. —Por lo que el joven Cadderly cogió su bolsa, el bastón, y todas las demás posesiones que pensó que eran importantes, y dejó la biblioteca dudando de si algún día regresaría.

Un golpe en la puerta apartó al joven erudito de sus pensamientos. Se acercó al otro lado de la habitación y abrió la puerta lo suficiente para recoger la bandeja de desayuno que habían dejado para él.

Cuando acabó la comida, volvió a dejar la bandeja junto a la puerta, con una moneda de plata como propina para complacer a Brennan, hijo del posadero de la Bragueta del Dragón. Cadderly le había pedido intimidad y el posadero había aceptado sin hacer preguntas, llevándole las comidas y dejándolo solo.

Las llamadas en la calle empezaron poco después, tal como Cadderly pensó que lo harían. Carradoon se preparaba para la guerra; se estaba reuniendo rápidamente una fuerza para organizar la defensa del pueblo. Al principio, fue para que los soldados fueran en ayuda de los elfos en su noble batalla por Shilmista, pero los últimos informes habían cambiado. Shilmista estaba seguro, parecía, con la mayoría de los goblins huyendo.

No obstante el ejército de Carradoon crecía, y las restricciones, incluido el toque de queda, se habían impuesto en el pueblo.

Cadderly no disfrutaba del creciente nivel de ansiedad, pero pensó que el pueblo era sabio al hacer las preparaciones. El mal que había inspirado el intento de Barjin en la Biblioteca Edificante y la invasión de Shilmista por parte de Ragnor no había sido del todo vencido. Cadderly lo sabía, y sin duda pronto descendería sobre Carradoon.

Cadderly no cerró su ventana a las llamadas. El viento que venía del lago era agradablemente fresco y le aportaba, como mínimo, un vínculo con el mundo exterior. Respetuosamente, el joven erudito sacó su posesión más valiosa, el Tomo de la Armonía Universal, lo abrió en el pequeño escritorio, y se sentó a leer.

Demasiadas preguntas llenaban su mente.