Desorden
Máscaras de la Noche.
Las palabras se clavaron en el corazón de Danica como lo hubiera hecho un virote de ballesta apuntado en su dirección. Máscaras de la Noche. La banda que había matado a sus padres; los miserables y malvados asesinos de Westgate, la ciudad donde se había criado Danica. Las preguntas que se agolparon en su mente: ¿Habían venido a por ella? ¿Trabajaban para el mismo enemigo que había enviado a Barjin y al ejército invasor a Shilmista?, no eran rival para la hiel, la rabia pura, que subía por la garganta de la joven.
Lentamente, se volvió para encarar a su adversario, fijando sus ojos en los de él. Era una imagen curiosa, sangraba por diversos sitios, se inclinaba hacia un lado, y le costaba respirar, con la mitad de la cara hinchada en un grotesco hematoma y astillas de madera pegadas en el pelo, cara y brazos. Y por alguna razón, el hombre estaba descalzo.
—No te invitaré a que te rindas —dijo el asesino sin que se entendiera mientras agitaba el arma—. No después de que los enanos… —Con un gesto apartó de su mente el espantoso recuerdo del combate en la otra posada, cayendo varias astillas al suelo con el movimiento.
—No tendrás la oportunidad —aseguró Danica, apenas capaz de escupir las palabras a través de los dientes apretados. Un gruñido escapó de sus labios cuando se dejó caer al suelo y rodó.
La ballesta disparó y Danica sintió un golpe seco en su costado, aunque estaba demasiado enfurecida para saber la gravedad de la herida o incluso darse cuenta del dolor. Se levantó cerca de donde estaba el hombre, para descubrir que había huido.
Danica lo alcanzó en dos zancadas. Se dio media vuelta para encararla, y ella saltó sobre él, agarrándolo con fuerza. Su rodilla se movió repetidas veces, impactando en la ingle del hombre.
Lo golpeó una docena de veces, lo agarró del pelo y las orejas y empujó su cabeza hacia atrás, luego tiró de ella hacia adelante y la golpeó con su frente, aplastando la cara del hombre y arrancándole varios dientes.
Le dio una docena más de rodillazos y otro cabezazo. Sus dedos arañaron la cara del hombre apaleado y dirigió un dedo directamente a través del ojo.
¡Máscaras de la Noche!
Danica se apartó de un salto del hombre sentenciado, le dio una patada circular que le dobló la cabeza a un lado violentamente y lo obligó a dar una serie de traspiés. De alguna manera no cayó al suelo, aunque apenas era consciente de lo que lo rodeaba.
Danica saltó detrás de él, ladeó el cuerpo, plantó ambos pies en la espalda del hombre, y lo empujó en un salto por encima del borde del tejado.
Se puso en pie de nuevo y se dio cuenta de que dos hombres habían llegado al tejado por el canalón, sin embargo, ninguno reunió el suficiente coraje para atacar a la furiosa mujer.
Un tropel de emociones asaltaron a la luchadora cansada y herida. La aparición de la banda de asesinos, el saber que éstos eran Máscaras de la Noche, hizo que su mente retrocediera alocadamente por un centenar de pasillos de recuerdos lejanos. Recuerdos más recientes, también, como el extraño sueño de la noche anterior, cuando, por un momento, había entrado en la conciencia de su atacante mental.
¿Qué le había pasado a Cadderly? El miedo de Danica se multiplicó cuando descubrió la filiación de los asesinos. ¿Los Máscaras de la Noche se habían llevado el amor de la vida de Danica?
Huyó, con los ojos llenos de lágrimas, su brazo y costado palpitando. Sobre los inclinados tejados, a través de los accidentados ángulos, saltando los pequeños huecos, la joven luchadora se fue.
Los dos asesinos la siguieron de cerca.
Iván bajó la mirada, ladeando la cabeza hacia el agujero limpio que el virote de ballesta había taladrado en el montón de madera. Lentamente, el enano levantó la mirada hacia los hombres que estaban a tres metros por encima de él, uno inclinado sobre el saliente roto, sonriendo inexorable, con una ballesta cargada apuntando en dirección a Iván.
La desesperación llevó nuevas cotas de angustia a la mente de Pikel Rebolludo. ¡Iván, su hermano, estaba a punto de morir! Los ojos de Pikel se movieron con celeridad, captando una perspectiva surrealista de la sombría escena.
Barra… montón… hombre muerto… vísceras… asco… hombres luchando… Iván… precipicio… ballestero… lámpara de techo…
¿Lámpara? Lámpara de techo por encima del hombre inclinado.
Tenían que bajar la cosa para encender las velas, razonó Pikel. El enano miró a su alrededor, su mirada se posó en la manivela, convenientemente situada detrás de la barra.
El asesino que estaba sobre Iván se detuvo lo suficiente para decirle adiós con la mano al enano indefenso.
Pikel pudo haber sacado el pasador fuera de la manivela para poner a girar el eje, pero ahora no era momento de delicadezas. Con un «¡Hop!» para tratar de distraer al ballestero durante un momento más, el enano de barba verde saltó de la barra a los estantes de la pared, destrozando veintenas de jarras y botellas, las estanterías rompiéndose bajo su peso.
—¡Oooooo! —gimió cuando golpeó su garrote contra la manivela. Eje y todo lo demás saltaron del muro, quedando enganchados por un solo clavo. Pikel, de rodillas junto a Fredegar, lo miró como si lo hubiera engañado, pero entonces, con un fuerte sonido de explosión, el último clavo cedió y el conjunto del montaje salió disparado hacia arriba.
—¿Qué? —preguntó el confuso ballestero.
El compañero a su espalda se quedó sin aliento.
La lámpara alcanzó al hombre en el omóplato, lanzándolo al vacío.
Chocó con el montón de maderas al lado de Iván, que asentía, estupefacto. Como si los dioses hubieran decidido jugarle una broma macabra, Iván oyó el chasquido un momento más tarde, cuando la ballesta del hombre aplastado, aprisionada inofensivamente entre el hombre y las escaleras rotas, se disparó.
—Jee jee… jee —rió entre dientes Pikel, de nuevo en pie para mirar el espectáculo. Olvidó que el eje que estaba sobre él se desenrollaba rápido, y caía a toda velocidad, y volvió a arrodillarse cuando éste rebotó en su cabeza.
—Oooo.
—¡Fija la cuerda! —oyó que gritaba Iván, y, olvidándose del mareo, Pikel enrolló la cuerda en sus brazos.
Iván sujetó la empuñadura del hacha entre sus dientes, ¡no era una cosa fácil de hacer!, y empezó a subir. Descubrió que el asesino que quedaba en el montón detrás de él se estaba poniendo en pie, por lo que saltó hacia el extremo levantado de una tabla que descansaba entre él y el hombre. El extremo de Iván se hundió bajo su peso y el que estaba junto al asesino subió, impactando al hombre bajo la barbilla. Gruñó y se alejó tambaleándose, agarrándose la mandíbula rota.
Hecho esto, Iván saltó otra vez, sus brazos rechonchos tiraron de él cuerda arriba hacia la posición del otro ballestero. A un lado, vio que Pikel subía del mismo modo.
Iván se apresuró, consiguiendo situar la cabeza a suficiente altura para poder ver al otro hombre.
No fue un espectáculo placentero.
Por segunda vez en el último rato, Iván Rebolludo estaba en el lado equivocado de una ballesta cargada.
Pikel llegó al reborde y soltó la cuerda, entonces se dio cuenta de que no la había asegurado.
Iván cayó como una piedra. La ballesta disparó sin causar daño. Y el terco asesino de debajo, con la mandíbula destrozada en forma grotesca, se dio cuenta de su locura al dirigirse hacia la cuerda del enano que subía.
Cuando cayó sobre el hombre, sobre el montón de escombros que era la escalera rota, Iván, quizá por primera vez, pensó que no era una cosa tan mala tener a un hermano ligero de cascos.
Todavía a cuatro patas, el joven clérigo dio saltos rápidos con pies firmes a lo largo del borde del edificio colindante. El buzak atado con fuerza en la mano, iba colgando del extremo de la cuerda y rebotando a lo largo del lado del edificio. Cadderly apenas lo notó, y en cualquier caso no tenía tiempo de detenerse a recuperarlo. Ni siquiera se dio cuenta de que ya no le dolía el muslo herido.
Divisó a Danica, corriendo débilmente y alejándose de él, cojeando, y luego descubrió a los dos asesinos de ropas negras en su persecución, ganando terreno a la joven por momentos.
Cadderly se puso en pie en el otro lado del edificio, donde la callejuela se abría perpendicular hacia un callejón ancho de tiendas de artesanía llamado plaza del Mercado. Dos mercaderes, levantados al amanecer para prepararse para el día entrante, avistaron al joven clérigo y se quedaron mirando, luego señalaron y gritaron algo que Cadderly no se preocupó en descifrar.
Demasiado enfurecido para pensar en sus movimientos, Cadderly se deslizó de cabeza por el costado del edificio, bajando una mano detrás de la otra. Una bandera había sido engarzada en cuerdas gruesas como anuncio de uno de los artesanos de las tiendas.
Una mano tras otra, un pie tras otro, Cadderly corrió por la cuerda floja. Oyó un grito de incredulidad en la calle de debajo pero ni se dio cuenta de que iba dirigido a él. De vuelta al tejado de diferentes pendientes de la Bragueta del Dragón, el joven clérigo siguió, no había nada más que Danica en su mente.
La divisó un momento más tarde, había saltado por encima de la callejuela estrecha hacia el siguiente edificio tropezando sobre la cresta de una buhardilla, cayendo de bruces. Los dos hombres fueron detrás de ella.
—¡No! —trató de gritar el joven clérigo, pero la palabra salió como un sonido extraño y chirriante.
Sin detenerse, sus ojos se centraron justo delante, Cadderly voló sobre la corta anchura de la callejuela.
Uno de los asesinos vestidos de negro emergió de la zona en donde Danica había entrado, a todo correr. Cadderly temió que fuera demasiado tarde.
El hombre que quedaba en el corredor entró en la habitación de Cadderly, apartando el humo y el olor a carne quemada que bloqueaba la puerta.
Pikel agarró la cuerda otra vez, e Iván empezó a escalar, ayudado por los tirones de su hermano que se dirigía hacia la puerta de Cadderly.
Pikel subió, más aliviado al ver la mano rechoncha de Iván por encima del reborde del pasillo. Pero entonces cuatro figuras emergieron de la habitación de Cadderly.
Pikel instintivamente dejó ir la cuerda. Se sobresaltó ante el decreciente gemido de Iván y el ruido sordo cuando aterrizó de nuevo sobre el asesino al final de la cuerda. Aunque Pikel no podía preocuparse por ello, no con cuatro asesinos a unos pasos de él.
Pero los Máscaras de la Noche ya no estaban interesados en luchar. Al ver que las escaleras habían desaparecido, buscaron otros métodos de escape. Uno agarró la cuerda y, sin pensar en si estaba asegurada, saltó al vacío. Los otros bajaron de otra manera al salón, gateando por la barandilla allí donde encontraron puntos, la mayoría tablas sueltas, desde donde poder bajar.
Pikel pensó en perseguirlos, pero se detuvo cuando oyó que una puerta se entreabría y oyó un cántico. La siguiente cosa que supo el enano era que reposaba a unos metros de donde había estado, con un dolor agudo y lacerante en un costado, y las puntas de su pelo erizado moviéndose.
Mermano, las palabras se repitieron una y otra vez en la mente de Pikel, una letanía contra el mareo arremolinado, un aviso de que no se podía quedar allí arriba, descansando desamparado en el suelo.
Iván oyó al hombre aterrizar con fuerza a su lado, y sintió cómo el otro se retorcía lentamente bajo su peso. El enano levantó un párpado pesado para ver al asesino ante él, espada en mano.
El golpe vino antes de que el enano pudiera reaccionar, e Iván pensó que estaba muerto, pero el asesino golpeó por debajo de Iván.
Iván no se cuestionó su suerte. Se esforzó en sentarse, tratando de localizar su hacha, o cualquier otra cosa que pudiera usar contra el asesino que estaba en pie.
Demasiado tarde. La espada del asesino se elevó otra vez.
—Mermano —gritó Pikel mientras volaba por la abertura.
El asesino se tiró, rodó hasta ponerse en pie, y siguió a sus compañeros fuera del edificio.
Pikel golpeó a Iván de lleno.
Iván gruñó mientras esperaba con paciencia, no tenía elección en el asunto, que Pikel saliera de encima de él.
—Si estás esperando las gracias, espera sentado —refunfuñó Iván.
Cadderly tardó demasiado en llegar a la escena, por el bien del otro asesino.
El joven clérigo se relajó tan pronto como llegó a la cima del empinado tejado. Danica estaba bajo él, en un valle entre varios aleros. El asesino que quedaba también estaba allí, arrodillado delante de Danica, los brazos colgando a los lados, y la cabeza moviéndose de un lado a otro, sangre y sudor salpicando, mientras Danica le daba un golpe tras otro en la cara.
—Está muerto —remarcó Cadderly cuando llegó junto a la joven luchadora.
Danica, sollozando, golpeó al hombre otra vez, el destrozado cartílago de su nariz crujió con el golpe.
—¡Está muerto! —dijo Cadderly con más énfasis, aunque mantuvo el tono tranquilizador.
Danica se dio media vuelta, su cara estaba desfigurada por una mezcla de rabia y pena, y cayó en sus brazos. Cadderly lanzó una mirada curiosa mientras la rodeaba con sus brazos, y Danica saltó hacia atrás, mirando al joven clérigo con incredulidad.
—¿Qué…? —tartamudeó, mientras andaba hacia atrás alejándose, y Cadderly, descubriendo el cambio por primera vez, no tuvo respuestas para ella.
Sus brazos y piernas, cubiertos de pelaje blanco, se habían convertido en los de una ardilla.