8

Maldades innecesarias

¡El joven clérigo ha notado el cambio! Espectro se maldijo a sí mismo y reflexionó sobre las implicaciones del inesperado incidente. Nunca habría creído que realmente sería capaz de matar a Cadderly con tanta facilidad. De acuerdo con cada información que le habían dado, este joven clérigo era un oponente mortal, pero cuando vio a Cadderly bajando por el camino, solo y sin testigos aparentes alrededor, Espectro se preguntó si la bolsa se podría ganar rápidamente, si su arte se amortizaría con tanta facilidad.

El mendigo se había ganado la confianza de Cadderly; eso lo sabía Espectro al haber escuchado a escondidas su conversación. Ahora, con la apariencia de ese hombre, el asesino pensó que podría acercarse, que podría coger a Cadderly con la guardia baja. ¡Pero el joven clérigo había notado el cambio!

Espectro repasó el breve encuentro, tratando de descubrir dónde había fallado su actuación. No se le ocurrió nada ostensible; desde luego nada tan patente como para justificar a un Cadderly confundido y a la defensiva corriendo por el camino. Entonces un miedo poco común le sobrevino al asesino: si Cadderly demostraba ser tan formidable como los informes indicaban, y como Espectro empezaba a sospechar, entonces tendría que ser lo suficientemente fuerte para evitar la magia de Ghearufu. Sólo lo había hecho dos veces antes, ambas con magos, cuando los intentos de posesión de Espectro habían sido bloqueados mentalmente.

—Hay otras opciones —dijo Espectro en voz alta, recordándose sus muchos aliados y el hecho de que los dos magos que se resistieron acabaron como comida para los gusanos. Una de esas veces, Espectro poseyó a una víctima que el ingenuo mago no pudo sospechar: su mujer. ¡Qué dulce fue ese asesinato! En la otra ocasión, Espectro sirvió a la banda de Máscaras de la Noche como infiltrado, proveyéndoles con una cantidad de información tan enorme que el mago objetivo, tan poderoso como era, fue uno de los asesinatos más fáciles del gremio.

»De cualquier manera, joven Cadderly —susurró al viento el despiadado asesino—. Pintaré mi cuadro, y tú morirás antes de las primeras nieves del invierno.

Con una risa disimulada, el asesino en el cuerpo del mendigo fue hacia los arbustos y recuperó su propia forma. En esos momentos el anillo mágico casi había completado su trabajo curativo en la fisonomía de músculos flácidos; el hedor se desvanecía con rapidez y las moscas se habían ido.

—¿Llevas un anillo como el mío? —bromeó el malvado al espíritu sin forma que sabía que todavía vagaba por el área. Espectro ordenó a Ghearufu, guante blanco y espejo, que volviera a ser visible y tomó el guante negro de la mano del cuerpo. Volvió a concentrarse, conectando con los poderes del objeto mágico.

Los ojos de la más familiar forma del asesino se abrieron justo a tiempo de ver cómo el cuerpo del mendigo caía a un lado con rigidez. Espectro pasó un momento habituándose a su acostumbrada forma, y luego se apoyó sobre los codos.

—¿No hay anillo mágico? —Soltó una carcajada ante el cuerpo del mendigo—. Entonces seguirás muerto, miserable necio, ¡aunque cualquiera que encuentre tu cuerpo no tendrá ni idea de cómo has muerto!

La idea agrandó la sonrisa de Espectro. En sus primeros días con Ghearufu, más de un centenar de años antes, había cortado en rodajas a sus víctimas. Aunque su confianza creció con rapidez, y Espectro pronto cambió de tácticas, al pensar, en su creciente arrogancia, que los misterios que rodeaban la defunción de un cuerpo aparentemente sano servirían como una tarjeta de visita apropiada.

Espectro hizo desaparecer a Ghearufu y se limpió la tierra de sus ropas. Empezó a andar de inmediato hacia las lejanas puertas de Carradoon, hacia su habitación en la Bragueta del Dragón.

El firbolg notó con disgusto la situación aparentemente normal en la granja de las afueras de Carradoon. Unas pocas gallinas cloquearon y se pavonearon, picoteando en las semillas esparcidas aquí y allí; por lo menos los tres caballos en el establo junto al granero no mostraban signos de haberse asustado; y la misma casa parecía perfectamente segura, ni una ventana rota o una marca visible rascada en cualquier puerta.

Pero Vander tenía otra idea. Siempre era de esta forma, siempre hecho con un secreto absoluto. Todo le parecía tan perfectamente cobarde al gigante guerrero.

—Podíamos haber quedado en el bosque —murmuró Vander, mientras se ponía la capa de pelaje blanco sobre los hombros musculosos.

Los asesinos de atuendos negros y plateados que había a los lados del firbolg se miraron el uno al otro con curiosidad.

—Fue por tus órdenes… —empezó a decir uno de ellos, pero la mano levantada de Vander lo hizo callar.

«No por mis órdenes», pensó el firbolg, al recordar cuando Espectro, en el cuerpo magnífico de Vander, había puesto al grupo en movimiento, mientras Vander sólo podía sentarse y observar, desamparado, desde el cuerpo débil de Espectro.

—Debemos entrar —propuso el asesino después de unos momentos de silencio incómodo—. Este corral puede verse desde la carretera.

—¿La luz del día te molesta? —preguntó el firbolg.

—Nos descubre —respondió el Máscara de la Noche obstinado.

Vander le lanzó una mirada amenazadora pero siguió a los dos hombres hacia la puerta. El dintel era lo suficientemente grande para que Vander no tuviera que cambiar de forma, y él era feliz, ya que no disfrutaba usando la forma humana, en especial alrededor de los asesinos traidores. Le gustaba la imponente fuerza de su cuerpo de gigante, las grandes y musculosas extremidades que podían alcanzar al enemigo al otro lado de la habitación y estrangularlo.

Vander vaciló en el umbral.

—La casa es segura —aseguró uno de los asesinos al firbolg, malentendiendo su consternación—. Sólo queda viva la hija mayor, y la mantienen en la cama —dijo el hombre en un tono lascivo que irritó profundamente a Vander.

—¿Dónde? —exigió, entrando de una zancada, mientras a propósito redirigía la mirada hacia el varón ensangrentado y los cuerpos de las mujeres en una esquina de la pequeña cocina. El humano asesino, a todas luces indiferente por el espectáculo horripilante, se sentó a la mesa, comiendo despreocupadamente el desayuno. Señaló una puerta al fondo de la habitación.

Impulsado por su creciente rabia, Vander llegó al otro lado de la cocina y atravesó la puerta en un instante. Casi tropezó con un cuerpo más pequeño justo a la entrada de la segunda habitación, y eso lo hizo moverse más rápido, con más determinación.

Esta habitación conectaba con un dormitorio que tenía la puerta entreabierta. Un gimoteo salía de dentro, desvelando a Vander lo que estaba pasando antes de que el firbolg abriera la puerta de par en par.

La chica yacía en la cama, medio vestida y atada firmemente al cabezal y al pie de la cama por las muñecas y los tobillos, con las comisuras de la boca tiradas hacia atrás con fuerza por una mordaza de tela. Un asesino yacía a cada lado de ella, burlándose y deleitándose de sus movimientos aterrorizados.

En esta habitación Vander tuvo que encorvarse para evitar las vigas del techo, pero eso no redujo su velocidad. Apartó a los tres Máscaras de la Noche que estaban en su camino con sólo un movimiento, y luego avanzó hasta el pie de la cama.

Uno de los asesinos levantó la mirada y mostró una sonrisa perversa al malinterpretar la prisa del firbolg. El necio le hizo señas a Vander de que se uniera a la diversión.

Las manazas de Vander agarraron a ambos hombres por el cuello y los enviaron volando hasta el otro lado de la habitación para colisionar con fuerza con la pared a cada lado de la puerta. El firbolg lanzó con rapidez una manta sobre la joven desnuda y se volvió para encarar a sus odiados colegas.

Los tres, a un lado de la habitación, se miraron entre sí con nerviosismo; uno de los hombres que había golpeado la pared yacía doblado, hecho un ovillo en el suelo; el otro estaba en pie, ultrajado, con una espada corta en la mano.

Vander no pudo hacer otra cosa que sonreír mientras pensaba en la situación. ¿Podría ser ésta la hora de la verdad? Un fastidioso pensamiento le borró la sonrisa. Podía matar a estos hombres, a los cinco, y con toda probabilidad a la otra docena o más que estaban dentro y alrededor de la casa pero ¿qué había de Espectro?

Siempre, el firbolg tenía que recordar a Espectro.

—Vosotros tres —ordenó a los hombres que estaban a un lado de la habitación—. Vuestro compañero ha sacado un arma ante su amo.

Los tres entendieron las implicaciones de inmediato, al igual que el hombre que aguantaba la espada corta, si su repentina expresión de horror revelaba sus pensamientos correctamente. Los Máscaras de la Noche eran una banda depravada y maligna, pero dentro de la organización existían códigos estrictos de conducta y horribles formas de disciplina que incluso el más duro de los asesinos temía. Los tres de la pared sacaron sus armas y se encararon con el traidor.

El hombre de la espada corta trató de apartar su arma. De pronto dio una sacudida, luego otra, con una expresión confundida en la cara.

Su cómplice, tirado en el suelo junto a la pared, no estaba tan atontado como quería aparentar y deseaba recuperar el favor del capataz. En la mano aguantaba la última de las tres dagas, y la lanzó para encontrar un hueco en el costado del traidor.

Ansiosos por mostrar respeto y lealtad a su poderoso líder, los otros tres se abalanzaron con prontitud sobre el moribundo. Un garrote arrancó la espada corta de las manos temblorosas, y los cuatro leales soldados se situaron sobre el condenado, cortando y machacando hasta que sólo quedó un montón sanguinolento en el suelo.

—Ponedlo con los otros muertos —les dijo Vander. Volvió a mirar hacia la cama—. Y encontrad una prisión apropiada para esta niña.

—Es una testigo y debe morir —respondió un asesino—. Así trabajamos.

—Bajo mi responsabilidad —replicó Vander con un gruñido, con una voz que ahora gozaba de una influencia tremenda, considerando el destino sombrío de aquel que había osado oponerse a él—. ¡Cogedla ahora! —El mismo hombre que había discutido la decisión se dirigió de inmediato a la cama, envainando el arma pero sin aplacar su mirada acerada.

Vander lo cogió por el cuello con una mano y lo levantó fácilmente del suelo.

—No la vas a tocar —le escupió el firbolg en la cara. Notó que la mano del hombre se acercaba poco a poco al cinturón—. Sí —ronroneó Vander—, ¡saca tu cuchillito!

Los tres hombres que quedaban parecían no saber qué hacer.

—Debe morir —se atrevió a decir uno de ellos apoyando a su colega amenazado.

El hombre que tenía agarrado Vander consiguió liberarse lo suficiente para gruñir desafiante al firbolg.

Vander lo lanzó a través de la pared más cercana, de vuelta a la cocina. Varios asesinos que se habían reunido en la otra habitación miraron incrédulos a través del agujero hacia el enfadado firbolg.

—Bajo tu palabra —dijeron obedientemente los tres hombres cerca de la puerta.

—Me haré un sitio en el granero —les dijo Vander a todos—. Es más apropiado para mi tamaño y allí no tendré que vérmelas con vuestra insolencia. Os lo advierto una vez más —soltó con un gruñido ominoso—. Si se causa algún daño a la chica…

Vander lo dejó en el aire, prefiriendo finalizar la amenaza dirigiendo las miradas de los otros hacia el Máscara de la Noche que se retorcía y gemía entre tablones rotos y punzantes a medio camino entre el dormitorio y la cocina.

Fredegar Harriman, propietario de la Bragueta del Dragón, sacudió su cara mofletuda, incrédulo ante la demanda de otra habitación privada. La posada únicamente tenía ocho de esas habitaciones, y mientras la mucho menos cara habitación común estaba casi vacía, todas la habitaciones privadas estaban ocupadas. Sólo eso parecía asombrosamente suficiente, pero lo que impactó a Fredegar como algo realmente extraño fue la imposición de sus huéspedes. Cinco de las habitaciones correspondían a comerciantes de visita, como era habitual. Una sexta fue pagada por Cadderly hasta final de año, y la séptima había sido reservada por la Biblioteca Edificante para uso de un maestre que llegaría pronto. Incluso más inesperado, la última habitación había sido alquilada ese mismo día, a un extraño de apariencia tan curiosa como este muchacho de pelo castaño.

—¿No le va bien la habitación común? —preguntó el azorado posadero—. ¿Al menos por unas pocas noches? Está en la parte de atrás del edificio. No es gran cosa, pero es bastante tranquila.

El joven sacudió la cabeza, su pelo largo se movió a un lado, dejando ver que la mitad de la cabeza estaba afeitada.

—Puedo pagarte bien —ofertó Bogo, mientras agitaba con fuerza la bolsa de las monedas para acentuar el comentario.

Fredegar continuó limpiando el mostrador y trató de encontrar una manera de solucionar el dilema. No quería dejar fuera al joven, más por la reputación y honestidad del posadero que por las monedas perdidas, pero no veía el modo de solucionarlo. Esta noche el salón estaba abarrotado, lo había estado cada noche desde que los rumores de una inminente guerra se habían diseminado por Carradoon, en su mayor parte por la gente del lugar. Fredegar miró con atención entre la muchedumbre, tratando de ver si alguno de sus huéspedes necesitaba que los atendieran.

—Sólo tengo una habitación vacía —explicó—, pero no por mucho tiempo; incluso la podría llenar esta noche.

—Estoy aquí para ocuparla —argumentó Bogo—. ¿Mi oro no es tan bueno como el de otros?

—Su oro es excelente —le aseguró Fredegar, con la esperanza de mantener la tirantez al mínimo—. La única habitación libre ha sido reservada desde hace más de una semana por los clérigos de la Biblioteca Edificante. Les he asegurado que estaría disponible, y, bien, si eres de la zona, sabes que no sería sabio para un mercader honesto como yo hacerle un feo a la Biblioteca Edificante.

Bogo irguió la cabeza ante la mención del lugar y la idea de que otros clérigos estaban en camino hacia el pueblo.

—El Maestre Avery y Kierkan Rufo vendrán pronto —continuó el locuaz posadero—. No he visto al bueno del maestre al menos desde hace un año. Espero que él y Rufo hayan venido al pueblo para reunirse con el joven Cadderly, otro de mis huéspedes y otro de sus clérigos, y prepararse para esta potencial guerra de la que parece que todo el mundo habla.

Bogo registró cada palabra tratando de parecer desinteresado. Las noticias sobre Rufo parecían poco menos que buenas para ser verdad. Tener al dos veces cómplice tan cerca del alcance de su mano podría ayudar a sus planes de matar a Cadderly.

Fredegar, como siempre, divagó sobre varios temas sin importancia, hablando sobre todo de los rumores escandalosos que habían estado circulando. Bogo mostraba una sonrisa ocasional o una cara ceñuda para que pareciera que estaba escuchando, pero su mente estaba dando vueltas en las muchas avenidas que la información fresca le había abierto.

—¡Lo tengo! —anunció Fredegar de pronto, tan alto que varios clientes habituales de las mesas más cercanas del salón detuvieron sus conversaciones y se quedaron mirando al posadero.

»Malcolm —llamó Fredegar al otro lado de la sala. Un caballero de más edad, diríase un mercader por sus ricas y fantasiosas vestimentas, levantó la mirada de la mesa.

—Mitad de precio si compartís la habitación con mi Brennan —ofreció Fredegar.

El viejo gentilhombre sonrió y se volvió para hablar con sus acompañantes de la mesa, luego se levantó y se encaminó hacia la barra.

—Sólo estaré una noche más en el pueblo —respondió cuando llegó—. Me voy a Riatavin por la mañana. —Le guiñó un ojo como un conspirador, a Fredegar y al joven de apariencia extraña que estaba junto a la barra—. Uno puede hacer bonitos negocios con unas noticias tan feas en el aire, ¿eh?

—¿Una noche con mi Brennan? —dijo Fredegar con optimismo.

El mercader miró hacia el otro lado de la sala, a una mujer más joven, de un talle excelente y que le devolvía la mirada con evidente interés.

—Tenía la esperanza de que me acompañaría en la última noche en el pueblo —explicó. De nuevo les guiñó el ojo, esta vez incluso con más lujuria—. Después de todo, mañana por la noche de vuelta en Riatavin, estaré obligado a pasar algún tiempo con mi mujer.

Fredegar, sonrojado, se unió a sus carcajadas.

—Puedo pasar una noche en la habitación común —intervino Bogo, no del todo divertido con la broma baladí—, si puedes garantizarme la habitación de este hombre mañana al medio día. —Bogo mostró una sonrisa irónica, al pensar que era mejor jugar el papel de amigote confabulador—. ¿Sin cargo esta noche? —preguntó con timidez.

Fredegar, que nunca reñía por tonterías, en especial cuando la posada estaba tan llena, aceptó de buena gana.

—¿Una cerveza amarga con mi agradecimiento, joven extranjero? —ofreció el posadero mientras llenaba un pichel—. ¿Y una para tu querida? —preguntó Fredegar a Malcolm.

—Tráemela a la mesa —respondió el lujurioso comerciante mientras se dirigía a su silla.

Bogo aceptó la bebida con una lasciva sonrisa y se dio media vuelta, apoyado sobre el codo que tenía encima de la barra. El gentío cuchicheaba y se divertía; era una posada alegre y cálida, con un ambiente no del todo empeorado, quizás incluso mejorado, por los todavía distantes rumores de guerra. La tapadera perfecta, pensó Bogo al mirar el bullicio, y casi soltó una carcajada al pensar en cómo los hechos de los próximos días podrían quitar un poco de esta alegría.

—¡Qué bien que hayas vuelto! —oyó que decía Fredegar poco rato después. Los ojos de Bogo se abrieron de par en par y se desplazó a propósito más lejos en la barra, cuando un joven, más alto que la media y de complexión fuerte, se acercó para unirse al posadero.

Llevaba un sombrero azul de ala ancha con una cinta roja. En su centro había un broche de porcelana que llevaba el símbolo de Deneir. Pocas dudas podía haber acerca de la identidad del joven; la descripción de Dorigen sobre Cadderly no incluyó la barba, pero Bogo pudo ver que era reciente, y el descuidado pelo castaño claro y los ojos grises encajaban con certeza.

—El Maestre Avery y Kierkan Rufo están en camino —explicó Fredegar—, quizá lleguen esta misma noche.

Bogo notó el respingo del joven ante el comentario, aunque el clérigo trató de esconder su reacción.

—¿Saben que me hospedo aquí? —preguntó.

Fredegar pareció perdido ante la evidente incomodidad de su huésped.

—¿Por qué, Cadderly —respondió intencionadamente—, has hecho algo malo?

El joven clérigo sonrió esquivo y empezó a dirigirse hacia las escaleras que había al lado de la barra. Distraído, Cadderly ni se percató del joven de aspecto extraño cuando pasó junto a él.

Pero Bogo por supuesto reparó en Cadderly. Observó cómo el clérigo se marchaba, pensando en lo fácil que sería todo esto.