7

El laberinto

Cadderly se acercó al otero circular de lados escarpados y a la torre de Belisarius con indecisión, confiando en que el mago, tan sabio como era, le daría una pequeña pista sobre las cosas que le venían sucediendo. De hecho, Cadderly no sabía si el mago le concedería una audiencia. Había hecho algún valioso escrito para Belisarius en varias ocasiones, pero en realidad no podía llamar al hombre amigo. Además, Cadderly no estaba seguro de que Belisarius estuviera en casa.

El joven erudito se relajó un poco cuando una franja ancha de poco más o menos setenta grados de inclinación se transformó de hierba corriente en una escalera de piedra con escalones lisos y uniformes. El mago estaba en casa y aparentemente había visto llegar a Cadderly.

Setenta y cinco escalones llevaron a Cadderly a la cima plana del otero y al sendero de guijarros que rodeaba la torre. Tuvo que andar medio camino alrededor de la base, ya que este día Belisarius había situado los escalones lejos de la entrada. Éstos nunca aparecían en el mismo sitio del otero, y Cadderly todavía no había entendido si el mago creaba nuevos escalones cada vez, si tenía alguna manera de rotar el otero cubierto de hierba bajo la torre estacionaria, o simplemente engañaba a los visitantes sobre la localización actual de los escalones. El joven clérigo pensó que la última posibilidad, el engaño, era la más probable, dado que Belisarius usaba la magia sobre todo para crear ilusiones.

La puerta con bandas de hierro de la torre se abrió de golpe cuando se acercó

«¿O había estado abierta todo el tiempo, pareciendo que estaba cerrada?», caviló Cadderly.

Se detuvo cuando alcanzó el umbral, ya que le llegó el sonido del rechinar de piedra y una sección entera de la pared del vestíbulo cambió y giró para bloquear la puerta de entrada interior y revelar unas escaleras llenas de telarañas que se hundían en espiral hacia la oscuridad.

Cadderly se rascó la barba incipiente de su mentón, sus ojos grises brillaron inquisitivos ante la invitación inesperada. Recordó los días en que vino hasta la torre con el Maestre Avery. Cada vez, el experimentado mago obsequiaba al dúo con una prueba de astucia. Cadderly se alegró ante el pasatiempo, contento de que Belisarius surgiera aparentemente con algo nuevo, algo que pudiera apartar la mente del joven de las inquietantes preguntas que el mendigo le había planteado.

—Éste es un nuevo trayecto y un nuevo truco —dijo Cadderly en voz alta, felicitando al mago, que sin duda estaba oyendo. Siempre inquisitivo, el joven erudito tiró con prontitud de la antorcha que estaba en el candelabro de la pared del vestíbulo y empezó a bajar. Veinte escalones en espiral más tarde, llegó a un corredor bajo que acababa en una gruesa puerta de madera. Cadderly estudió la puerta cuidadosamente durante unos momentos, luego con lentitud colocó la mano sobre ella y sintió la solidez de su textura. Satisfecho de que fuera real, la abrió de un empujón y continuó, encontrándose detrás otra escalera descendente.

El siguiente nivel demostró ser un poco más desconcertante. La escalera finalizó en una intersección de tres pasillos ordinarios de piedra. Cadderly dio un paso hacia adelante, luego cambió de opinión y fue a la izquierda, pasó a través de otra puerta después de repetir la pausa y la prueba de observación, y luego otra tras ésa. De nuevo había llegado a una intersección, ésta mucho más desorientadora, puesto que cada uno de los caminos mostraba muchos pasillos laterales, a derecha e izquierda. Cadderly casi soltó una carcajada y felicitó al astuto mago. Con un desvalido encogimiento de hombros, dejó que el bastón se le cayera al suelo, y luego siguió el camino que determinó la mirada ciega de la cabeza de carnero labrada. Cualquier camino parecía tan bueno como otro mientras el joven clérigo se movía por ellos: izquierda, luego derecha, derecha otra vez, y luego todo recto. A su espalda dejó abiertas tres puertas más; un pasillo se inclinaba hacia abajo en un ángulo apreciable.

—¡Excelente! —exclamó Cadderly cuando pasó una esquina aguda, y se encontró de vuelta donde había empezado, al final de la segunda escalera. Su antorcha empezaba a apagarse, pero el inquisitivo joven clérigo prosiguió hacia adelante una vez más, seleccionando vías diferentes a las de la primera vez.

La antorcha se apagó, dejando a Cadderly en una completa oscuridad. Con tranquilidad cerró los ojos y recordó una página en el Tomo de la Armonía Universal. Oyó unas pocas notas de la interminable canción de Deneir y murmuró el canto apropiado, dirigiéndolo hacia la punta de su antorcha apagada. Parpadeó muchas veces y entornó los ojos ante el brillo cuando la luz mágica apareció, mucho más brillante de lo que había sido la llama oscilante de la antorcha. Al final, cuando sus ojos se acostumbraron, continuó, doblando esquina tras esquina.

Un sonido de pies arrastrándose, lo hizo detenerse. Cadderly supo que no era una rata; si era un animal el que había hecho el ruido, era mucho más grande.

La imagen de un toro le vino a Cadderly a la memoria. Recordó un día cuando era un chaval, estaba fuera con el Maestre Avery, cuando pasaron por un prado lleno de vacas. Al menos, Avery pensó que eran vacas. Cadderly no pudo reprimir una sonrisa al recordar la imagen del corpulento Avery lanzando resoplidos en plena huida de un toro enfadado.

El arrastrar de pies se oyó de nuevo.

Cadderly pensó en apagar la luz mágica, pero lo reconsideró de inmediato, al comprender el apuro en que lo dejaría ese acto. Avanzó lentamente hasta la siguiente esquina, se sacó el sombrero de ala ancha y echó un vistazo con precaución.

El que producía el ruido era humanoide, pero desde luego no era humano. Llegaba a dos metros diez de altura, hombros y pecho anchos e increíblemente fuertes, y su cabeza, Cadderly sabía que no era una máscara, se asemejaba a la del toro de aquel campo de antaño. Llevaba sólo un taparrabos; la criatura no llevaba armas, aunque eso apenas le dio sensación de alivio al joven erudito mínimamente armado.

¡Un minotauro! El corazón de Cadderly casi se detuvo. De pronto no estuvo tan seguro de que este viaje a través de las catacumbas de la torre fuera inspirado por Belisarius. Se le ocurrió a Cadderly que algo pernicioso podría haberle ocurrido al agradable mago, que alguna fuerza oscura podría haber rendido las formidables defensas de la torre.

Sus pensamientos fueron arrancados, junto a su aliento, un momento más tarde, cuando el gigante de cabeza de toro volvió a rascar un pie contra la piedra y cargó, impactando en Cadderly y lanzándolo al otro lado del corredor. Su omoplato crujió cuando se aplastó contra la piedra; la antorcha salió volando, aunque por supuesto la luz mágica no disminuyó.

El minotauro resopló y se abalanzó. Cadderly levantó su bastón a la defensiva, mientras se preguntaba qué infiernos podría hacer la minúscula arma contra la bestia pavorosa. El minotauro no parecía demasiado preocupado por ello, dando zancadas para enfrentarse con su enemigo.

Cadderly golpeó con toda su fuerza, pero el delgado palo se partió cuando impactó con el correoso pecho de la bestia. El minotauro lo abofeteó una vez, luego apoyó la cabeza cornuda, aplastando a Cadderly contra la piedra. El joven liberó un brazo y le dio un puñetazo a la bestia sin sacar provecho. El monstruo presionó con más fuerza y Cadderly no pudo retorcerse ni respirar.

Su estimación de cuanto viviría se acortó considerablemente cuando el minotauro abrió su boca enorme y puso sus formidables dientes en línea con el cuello indefenso de Cadderly.

En ese instante, el joven clérigo reconoció los campos de energía flotando a su alrededor. Miró al suelo, al bastón intacto.

Cadderly puso su brazo libre dentro de la boca abierta, y hundió la mano por la garganta del minotauro. Un momento más tarde, retiró la mano, que sujetaba el corazón palpitante del monstruo. La criatura dio un paso atrás, sin atreverse a hacer nada en absoluto.

—He bajado dos escaleras, las cuales en realidad suben —anunció Cadderly con firmeza—. Y pasado a través de seis puertas, dos de las cuales son ilusorias. ¿Eso me situaría en el ala oeste de tu biblioteca, o no, buen Belisarius?

El minotauro ilusorio desapareció, pero extrañamente, Cadderly aún aguantaba el corazón palpitante. La escena revertió a su verdadera forma, el ala oeste, como Cadderly había presumido, y Belisarius con semblante desconcertado, casi asustado en su cara barbuda y de cejas espesas, estaba al otro lado de la habitación, apoyado sólidamente contra una estantería.

Cadderly le guiñó un ojo, luego abrió la boca e hizo ademán de irle a dar un bocado a la cosa que llevaba en la mano.

—¡Oh, tú! —gritó el mago. Se dio media vuelta y se puso una mano en la boca, mientras trataba de mantener en el estómago su contenido—. ¡Oh, no lo hagas! ¡Te lo ruego, no!

Cadderly descartó la imagen horripilante, la disipó a voluntad, aunque no estaba seguro de cómo la había fabricado en primera instancia.

—¿Cómo? —dijo el mago boquiabierto, finalmente calmado.

—Mi magia ha cambiado hace poco —trató de explicar Cadderly—, ha crecido.

—No es magia clerical de la que yo haya oído hablar —insistió Belisarius—. Para crear tales ilusiones perfectas… —Sólo las palabras le hicieron imaginarse el corazón, y todavía le vino una arcada más.

Cadderly entendió algo que en apariencia Belisarius no.

—No creé la imagen —explicó el joven erudito, tanto para sí como para el mago—, ni reuní las fuerzas necesarias para crear la imagen.

El mago apartó cualquier repulsión que le quedara, demasiado intrigado por lo que Cadderly estaba sugiriendo. Se movió en silencio por la habitación hacia el joven clérigo.

—Vi las energías acumuladas —continuó Cadderly—. Descubrí el truco por lo que era y… pervertí… tus grandes imágenes.

—¿No podías haberlas disipado en conjunto, como habrían hecho muchos clérigos? —preguntó Belisarius secamente.

—Pensé que había que hacerlo en un estilo que se ajustara a tus ilusiones —replicó con una sonrisa irónica.

Belisarius inclinó su bonete de lana en dirección al joven clérigo.

—Pero no estoy seguro —admitió Cadderly—. En realidad, no estoy seguro de mucho, en lo que a mi magia concierne, y eso es por lo que he venido.

Belisarius dirigió al joven a la sala de estar adjunta donde ambos se acomodaron en sillas confortables. El mago sacó cuatro objetos, tres anillos y una varita delgada que Cadderly le había dado tres semanas antes, y los dejó a un lado, ansioso por oír las revelaciones de Cadderly.

A Cadderly le costó un rato empezar sus muchas historias ¡le habían pasado tantas cosas! Aunque una vez empezó, continuó sin parar, repasando cada minuto al detalle. Le contó a Belisarius sobre la invocación de los árboles de Shilmista, la curación de Tintagel, acerca de observar la partida del espíritu del gallardo caballo Temmerisa. Luego habló de los incidentes más recientes y específicos, el crear luz y luego oscuridad en su habitación y en el laberinto de Belisarius. Lo más perturbador de todo para el joven clérigo, eran las imágenes sombrías que había visto bailando sobre los hombros. Aunque Cadderly no dijo nada inmediatamente sobre sus sueños, no del todo seguro de cómo encajaban en el tema y, además, un poco asustado de lo que podrían revelar.

—Los conjuros de los que hablas no son tan inusuales en la magia clerical —dijo el mago cuando el obviamente exasperado joven acabó su preocupante relato—. Muchos de ellos pueden ser realizados por un mago, como la manipulación de la luz. En lo que se refiere a las sombras, bien, los clérigos han sido capaces de determinar la prosperidad de las personas durante siglos.

—Aurora —respondió Cadderly, diciendo la única palabra que había sido capaz de descifrar de ese canto en particular—. No entiendo cómo el amanecer afectaría a semejante conjuro.

—Eso es raro —dijo al final, después de rascarse la barba que ya se volvía gris—. ¿Pero es, amanecer, el único significado de la palabra? ¿Cuándo fue escrito ese asombroso libro?

Cadderly pensó durante un momento, y entonces obtuvo su respuesta.

—Aurora —dijo con firmeza—, aura. —Levantó la vista hacia el mago y mostró una amplia sonrisa.

—Aurora significa aura —coincidió Belisarius—, o al menos acostumbraba, refiriéndose a la emanación de luz, de bien, que rodea a un individuo. Entonces ahí lo tienes, sin duda un conjuro de clérigo. Quizás eso es lo que te pasó, sólo que no has aprendido a interpretar lo que ves.

Cadderly asintió, aunque realmente no estaba de acuerdo. Sin duda sabía cómo, o sentía cómo, interpretar las sombras danzantes y fugaces; ése no era el problema.

—He sido testigo de ejemplos de magia clerical —respondió Cadderly—, pero estos poderes, me temo, son diferentes. No estudio los conjuros antes de acudir a ellos, como hacen los clérigos de la biblioteca. No hago ninguna preparación; como la ilusión que he derrotado ante tus ojos. No esperé que me pusieras a prueba de esa manera. Ni esperaba que supieras que venía de visita.

Cadderly tuvo que hacer una pausa larga para calmarse, y durante el silencio, Belisarius mascullaba sin parar por lo bajo mientras se rascaba la barba espesa.

—Sabes algo —declaró Cadderly, sus palabras sonaron como una acusación.

—Sospecho algo —contestó Belisarius—. Desde el Tiempo de los Conflictos ha habido informes crecientes de individuos con poderes mágicos internos.

—Psiónicos —dijo Cadderly de inmediato.

—Entonces has oído hablar de ellos —dijo el mago. Abrió los brazos resignado—. Por supuesto que sí —murmuró—. Lo has oído todo. Por eso es tan frustrante tratar contigo.

El gesto dramático hizo sonreír a Cadderly y le permitió volver a relajarse en el confortable asiento de cuero.

Belisarius pareció muy intrigado, como si esperara con desesperación que su suposición fuera correcta.

—¿Podrías ser un psionicista? —preguntó.

—Sé poco de ellos —admitió el joven clérigo—. Si eso es lo que me está pasando, entonces sucede sin mi colaboración ni consentimiento.

—Los poderes no son tan diferentes de los de un mago —explicó Belisarius—, excepto que vienen de la mente del sujeto y no de los poderes externos del universo. Estoy muy al corriente de tus habilidades mentales. —Rió con disimulo, a todas luces se refería al libro de conjuros que Cadderly había reescrito usando sólo la memoria—. Ese tipo de gesta es el primer elemento del poder de un psionicista.

Cadderly reflexionó sobre estas palabras y empezó a sacudir la cabeza poco a poco.

—El poder que manipulé en esta torre era externo —razonó—. ¿Pueden los psionicistas interactuar de esa manera con un conjuro de mago?

Belisarius se golpeó el labio inferior con un nudoso dedo, su ceño reveló el fallo en la lógica.

—No lo sé —admitió. Los dos se sentaron en silencio, asimilando los detalles de sus conversaciones.

—No encaja —anunció Cadderly un momento más tarde—. Soy el receptáculo del poder y el transformador del poder hacia el efecto deseado, de eso estoy seguro.

—No lo discutiré —contestó Belisarius—, pero semejante poder debe tener un medio de transmisión; un conjuro si así lo quieres. ¡Simplemente, uno no puede utilizar las energías externas del universo a su antojo!

Cadderly comprendió la creciente excitación en la voz del mago. Si Belisarius estaba equivocado, entonces la vida entera del mago, su devoción ascética hacia sus estudios de magia, se revelaría como un ejercicio inútil.

—La canción —murmuró Cadderly, dándose cuenta de pronto de la verdad de todo.

—¿Canción?

—El Tomo de la Armonía Universal —explicó el joven clérigo—. El libro de Deneir. Cuando quiera que he usado los poderes, incluso inconscientemente, como las sombras danzantes, he oído la canción de ese libro en los recovecos de mi mente. Mis respuestas están en esa canción.

—¿Canción del libro? —Belisarius no pudo entenderlo.

—El ritmo de las palabras —trató de explicar Cadderly, aunque sabía que no podía, no con propiedad.

—Entonces has encontrado tu conducto —dijo Belisarius después de encogerse de hombros y aceptar la sencilla explicación—, pero me temo que hay poco que yo pueda decirte con respecto a ello. Este libro parece ser más un tema a tratar con los maestres de la Biblioteca Edificante.

—O con mi deidad —murmuró Cadderly.

Belisarius se encogió de hombros sin comprometerse.

—Como desees —dijo—. Aunque sólo puedo decirte esto, y sé que tengo razón con sólo mirar tu aspecto ojeroso.

—No he estado durmiendo bien —agregó Cadderly rápidamente, al temer lo que el mago quería decir.

—Magia, la transferencia de semejantes energías —continuó Belisarius, sin detenerse ante el comentario de Cadderly— exige un peaje al practicante. Nosotros, los magos, nos cuidamos mucho de no rebasar nuestras limitaciones. De cualquier forma no podemos, dado que la memorización de cualquier conjuro revela esos límites.

»Asimismo, los poderes concedidos a un clérigo descienden de su fe y son templados por los agentes de los dioses, o incluso por los mismos dioses en lo que se refiere a los clérigos supremos —razonó Belisarius—. Te advierto, joven Cadderly, que he visto a magos insensatos consumidos cuando trataban de lanzar conjuros más poderosos que ellos, conjuros que sobrepasaban sus habilidades. Si has encontrado una manera de evitar los límites normales del uso de la magia, cualquiera que sea el tipo de magia que puedas llegar a utilizar, entonces te pido que encuentres la sabiduría necesaria para moderar tus actividades, de otra manera te consumirá.

Un millar de posibilidades pasaron por la mente de Cadderly. Quizá debiera volver a la biblioteca con su dilema. Podría hablar con Pertelope…

—Ahora vayamos a asuntos que conozco mejor —dijo Belisarius. El mago alcanzó los anillos y la varita. Primero levantó el sello grabado con el diseño del tridente y las botellas del Castillo de la Tríada que una vez perteneció a la malvada hechicera Dorigen.

—No he detectado magia en éste, como tú creíste —dijo el mago, pasándoselo a Cadderly.

—Lo sé —dijo Cadderly, mientras lo cogía y se lo ponía en el bolsillo.

El comentario hizo que Belisarius se callara y observara al joven.

—Este anillo —dijo con lentitud, mientras levantaba el aro de oro y piedra grande de ónice—, es desde luego mágico y poderoso.

—Invoca un haz de fuego —dijo Cadderly—, cuando el poseedor pronuncia fete, la palabra élfica que significa fuego. Lo he visto en acción —añadió rápido el joven clérigo, al ver el creciente enfado de Belisarius.

—Desde luego —murmuró el mago—. ¿Has oído hablar de un mago llamado Agannazzar?

»Es un mago de no gran fama que nació hace dos siglos —explicó el mago, después de sonreír mientras Cadderly negaba con la cabeza.

—Ahora muerto —razonó Cadderly.

—Quizá —dijo Belisarius irónicamente, con un guiño—. Uno nunca puede estar seguro en lo que se refiere a los magos.

—¿Y éste era su anillo? —preguntó Cadderly.

—No puedo estar seguro —contestó Belisarius—. Él o uno de sus colegas lo creó con ese poder específico insuflado. No es muy poderoso, pero puede serte útil. —Se lo lanzó a Cadderly y cogió la varita. El joven clérigo sospechó que Belisarius había guardado a propósito el anillo que quedaba para el final.

—Éste es un objeto común —empezó el mago, pero Cadderly lo detuvo al levantar la mano. Al principio la varita le pareció sin importancia, un asta delgada de madera negra de justo un palmo y medio de largo, pero, mientras la miraba, Cadderly oyó las notas de una canción lejana en su mente.

Cadderly la estudió más profundamente, sintió y luego vio con claridad la magia del objeto.

—Luz —le dijo al mago—. El poder de la varita tiene que ver con la manipulación de la luz.

Belisarius volvió a fruncir el entrecejo y miró la varita, como si quisiera asegurarse de que ahí no había runas visiblemente grabadas en su lado pulido.

—¿La has visto en funcionamiento? —preguntó el mago con optimismo, ya cansado de ser eclipsado.

—No —dijo Cadderly, ausente, sin apartar su atención de las revelaciones. En su mente, vio luces formando imágenes diferentes y danzando alrededor.

»Domin Illu —murmuró. La luz que vislumbró se hizo constante y de la misma intensidad que la luz que había conjurado en su habitación y en el laberinto.

»Illu. —Una palabra arcana que significaba luz, escapó de sus labios temblorosos. La luz se intensificó, se intensificó hasta que Cadderly entornó los ojos contra el brillo en su mente.

»Mas Illu —dijo, la traducción literal de gran luz. La imagen estalló en todo su esplendor, una ardiente explosión de luz verde que arrojaba rayos dorados y resplandecía en la mente de Cadderly. Soltó un grito y apartó la mirada, casi chillando—: ¡Illumas belle! —mientras caía de su silla.

Cadderly se sentó y miró al mago, que todavía estaba sentado aguantando la ordinaria varita en la mano extendida.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Belisarius sin ambages.

—He visto los poderes… cuatro claramente —tartamudeó Cadderly—, en mi mente.

—Y tú repetiste las palabras de activación —añadió el sorprendido mago—, con exactitud.

—Pero ¿cómo? —le preguntó Cadderly muy desconcertado.

—Vete a ver a un clérigo —dijo Belisarius con un gruñido—. ¿Por qué me haces perder tiempo y esfuerzos en cosas que ya sabes?

—No lo sabía —insistió Cadderly.

—Ve a ver a un clérigo —repitió Belisarius al darle la varita a Cadderly.

El joven aceptó el objeto y miró al suelo junto a la silla del mago.

—Tenemos que examinar un anillo más —comentó, mientras se recostaba contra el respaldo de su silla.

Belisarius aguantó el anillo que quedaba en la palma de la mano, un aro de oro con trozos de diamante, y se lo extendió a Cadderly para que lo viera.

—Tú dirás —insistió el mago.

De nuevo Cadderly oyó la canción lejana, pero por el bien del orgullo de su valioso amigo, la apartó de su mente conscientemente.

—No es mágico —mintió, mientras extendía la mano para aceptarlo.

—¡Ja! —restalló el mago y retiró la mano—. ¡Éste es el más potente de todos! —lo aguantó cerca de sus ojos brillantes y maravillados—. Un anillo para los magos —explicó—, para incrementar sus poderes. Sería bastante inútil para ti.

Se disparó una alarma en la mente de Cadderly. ¿Qué tramaba el elusivo Belisarius? El joven clérigo se concentró en el mismo mago, no en el anillo, y vio una imagen sombría de Belisarius subida en el hombro del mago, moviendo los dedos y frotándose las manos con ansiedad mientras miraba con atención el anillo. Pero Cadderly se dio cuenta de que la codicia del mago era, por supuesto, por un objeto de mago. El aspecto de la sombra le dijo, más allá de cualquier duda, que Belisarius no le había mentido, y se recriminó el haber pensado lo contrario.

—Quédatelo —ofreció.

El mago casi se cae de la silla. Su sonrisa pareció que se iba a tragar las orejas.

—Lo haré —dijo, con un alarido involuntario—. ¿Qué puedo pagarte a cambio?

Cadderly rechazó la idea.

—Debo insistir —continuó Belisarius, impávido—. Esto es un regalo demasiado valioso…

—No para mí —le recordó Cadderly.

Belisarius admitió el punto de vista con una inclinación de cabeza, pero aún buscó algo que devolverle al joven clérigo.

—¡Tu bastón! —anunció al final.

Cadderly recogió el objeto, sin comprender.

—¿Lo usas como arma?

—Si he de usar algo —respondió Cadderly—. Es más duro que mi mano. —La sola mención del combate a manos desnudas le trajo a la mente una inevitable imagen de Danica.

—Pero ¿no tan robusto como tú querrías? —continuó Belisarius, sin advertir la nube de desesperación que en un instante pasó por la cara de Cadderly.

—No lo niegues —insistió el mago—. Revelaste tus miedos por la debilidad del arma en tu combate con el minotauro cuando aceptaste de buena gana la imagen de su rotura.

Cadderly no discutió.

—¡Déjamelo, muchacho! —gritó Belisarius—. Dame unos pocos días, y te prometo que nunca volverás a considerarlo un arma endeble.

—¿Así que también eres un encantador? —comentó Cadderly.

—Hay muchas aptitudes mágicas que un clérigo no comprendería —replicó el mago con un exagerado aire de superioridad.

—Y en especial un clérigo que no entiende sus propios talentos —respondió Cadderly. Esa simple confesión quitó fuerza a la bravata del mago.

Belisarius asintió y mostró una débil sonrisa, luego dejó a Cadderly con una idea final.

—Moderación.

Cadderly se sorprendió de encontrarse a Innominado vagando todavía por la carretera entre la torre del mago y Carradoon. Esperaba que el mendigo se hubiera ido a Carradoon para aumentar lo conseguido ese día, o hasta su mujer y sus hijos para disfrutar de un descanso en el poco envidiable estilo de vida que había adoptado a la fuerza.

La sorpresa de Cadderly aumentó cuando el mendigo lo miró y le guiñó un ojo exageradamente, mientras aguantaba y hacía sonar la bolsa de oro con una sonrisa lasciva en su cara sucia.

Algo de ese gesto hizo que Cadderly pensara que estaba lejos de la manera de ser de Innominado, un acto de manifiesta avaricia o agradecimiento, ninguno de los cuales se podían aplicar al hombre orgulloso y desafortunado que Cadderly había encontrado antes en la carretera.

Entonces Cadderly vio las sombras.

No pudo descifrarlas claramente, como hizo con las imágenes de Jhanine y sus hijos. Eran cosas encorvadas y que gruñían, sus formas cambiaban continuamente, pero siempre emanaban una clara e impenitente maldad para el joven clérigo. Una garra imaginaria se acercó desde el hombro del mendigo y rasgó el aire en dirección a Cadderly.

De pronto Cadderly se asustó. El pelo de la nuca se le erizó; los latidos de su corazón se aceleraron. Un olor enfermizo llegó hasta él; le pareció oír el zumbido de unas moscas. Cadderly sacudió su cabeza con fuerza, sintiendo que se volvía loco. Parecía que sus sentidos se habían aguzado, transformado en sentidos animales, y la repentina intrusión de demasiados estímulos abrumó al joven clérigo.

Entonces se calmó de nuevo y miró al inocente mendigo. Deseó tener su bastón, y lanzó una mirada hacia la torre lejana.

—¡Bonito día! —dijo el mendigo, en apariencia alegre, aunque Cadderly inconscientemente tenía otra idea.

Fete. La palabra vino a la mente de Cadderly y casi la pronunció. Bajó la mirada a su mano, con el anillo de ónice en un dedo, y vio que subconscientemente lo había inclinado en dirección al indigente.

—¿Debes irte tan pronto? —preguntó el mendigo, en un tono inocente, casi dolido.

Cadderly vio las sombras negras agazapadas sobre el hombro, vio las garras y los colmillos de los que goteaba veneno. Asintió con energía, se puso la capa alrededor de los hombros y se apresuró hacia la ciudad.

Volvió a captar un soplo del olor dulce y enfermizo y oyó las moscas. Si hubiera estado solo y no tan enervado, se habría detenido y buscado la fuente. Miró brevemente a un lado mientras pasaba, a los arbustos que estaban junto al camino.

Si hubiera mirado de cerca, Cadderly habría descubierto el cuerpo, ya hinchado después de unas horas bajo el sol del verano tardío. Y si hubiera encontrado las fuerzas para comprender sus percepciones mágicas, Cadderly habría visto también el espíritu de Innominado, indefenso y desesperado, vagando hasta que los dioses vinieran a reclamarlo.