Un mendigo, un ladrón
Cadderly evitó a propósito mirar al guardia mientras caminaba por el túnel corto, por debajo del rastrillo levantado, que salía fuera del pueblo, junto al lago. A todo lo largo de la ruta hasta la puerta occidental, el joven erudito había observado a gente de todo tipo y conducta, y la variedad de imágenes oscuras que había visto saltando en sus hombros casi lo había abrumado. De nuevo la canción de Deneir sonaba en su mente, como si la hubiera invocado inconscientemente y, de nuevo, aurora quedaba como el único término identificable. Para Cadderly nada tenía sentido; temió que su nueva capacidad lo volvería loco.
Su alivio aumentó cuando dejó a sus espaldas el trajín de Carradoon y empezó a caminar por los caminos bordeados de cercas y árboles, con nada más que el piar de los pájaros y el ruido que hacían las ardillas sobre su cabeza reuniendo sus provisiones invernales.
—¿Es mía la maldición de los ermitaños? —se preguntó en voz alta—. ¡Eso es! —proclamó escandalosamente, sorprendiendo a una ardilla que se había camuflado junto a la corteza gris de un árbol cercano. El creciente volumen de la voz de Cadderly hizo que el animal subiera a brincos árbol arriba, donde se volvió a quedar tan quieto que ni siquiera movió su enhiesta cola peluda.
»Bien, eso es —gritó Cadderly hacia el roedor con fingida exasperación—. Todas esas almas pobres, miserables, solitarias, demasiado impopulares para el resto de nosotros, no son ermitaños por elección propia. Ellos poseen la misma visión que me persigue y que los vuelve locos, los conduce a no poder soportar la visión de otro ser inteligente.
Cadderly se dirigió a la base del árbol para poder ver mejor a la ardilla.
—No veo sombras saltando en tus hombros, señor Gris —llamó—. No tienes deseos ocultos, ni anhelos más allá de los que a todas luces buscas cumplir.
—¡A menos que haya una ardilla hembra cerca! —se oyó un grito en el camino. Cadderly casi saltó fuera de sus botas. Se dio media vuelta y vio a un hombre grande y sucio vestido con ropas harapientas que no eran de su talla y botas cuyas punteras hacía tiempo que se habían gastado.
»Una ardilla hembra apartaría su mente de los frutos secos —continuó el hombre con barba de varios días, mientras avanzaba con soltura por el camino.
Cadderly inconscientemente puso el bastón delante de él. Los ladrones eran bastante comunes en los caminos cercanos al pueblo, en especial en esta época, con el invierno acercándose rápido.
—Pero, entonces… —continuó el hombretón, mientras se ponía un dedo sobre el labio inferior en un gesto contemplativo. Cadderly observó que llevaba mitones desparejados, uno negro y el otro de cuero marrón—. Si la hembra está cerca, la ardilla seguirá sin tener deseos ocultos, puesto que la criatura desvergonzada buscará tener cuanto su corazón considere necesario, la llamada de su panza o la llamada de su entrepierna.
»Yo sería el que escogería la entrepierna, ¿eh? —dijo el hombre sucio con un guiño lascivo.
Cadderly se sonrojó un poco y casi soltó una carcajada, aunque aún no había resuelto qué pensar de este vagabundo bien hablado, y todavía no se sentía cómodo junto al hombre mugriento. Cadderly entornó los ojos, trató de encontrar una sombra reveladora en los hombros del tipo. Pero la sorpresa de Cadderly le había quitado la canción de la cabeza, y allí no había nada, excepto las arrugas gastadas de una vieja bufanda de lana.
—Es un día bonito para estar por aquí, hablando con los animales —continuó el hombre al ver que Cadderly no pensaba decir nada—. Una verdadera lástima, entonces, que me tenga que meter en las puertas de Carradoon, en el reino de fragancias más desagradables, donde los altos edificios esconden el panorama de belleza que tan fácilmente se contempla en ésta, la más adorable de las carreteras rurales.
—No pasarás fácilmente entre los guardias —comentó Cadderly, sabiendo el cuidado que ponían los miembros de la milicia de la ciudad al proteger sus hogares, especialmente con los rumores de que se fraguaba una guerra.
El vagabundo abrió un saquillo que colgaba de un lado de su cinturón de cuerda y sacó una moneda de plata.
—¿Un soborno? —preguntó Cadderly.
—Entrada —corrigió el mendigo—. Uno debe gastar oro, o plata, depende del caso, para hacer oro, dice el viejo dicho. Aceptaré el saber popular como verdadero, puesto que sé que por supuesto obtendré algo de oro cuando esté entre las murallas del pueblo.
Cadderly estudió al hombre detenidamente. No llevaba ninguna insignia de un gremio legal, no mostraba signos de habilidades para hacer dinero en absoluto.
—Un ladrón —constató de plano.
—Nunca —aseveró el hombre.
—¿Un mendigo? —preguntó Cadderly, esta palabra brotó con una carga evidente de veneno.
El hombretón se agarró el pecho y se tambaleó varios pasos hacia atrás, como si Cadderly le hubiera clavado una daga en el corazón.
Ahora Cadderly descubrió algunas sombras. Captó el toque de una mirada apenada bajo la fachada sarcástica y alegre del hombre. Vio a una mujer aguantando a un hijo sobre un hombro, y a un niño mayor en el hombro del vagabundo. Las imágenes desaparecieron en un instante, y Cadderly notó por primera vez que el hombre sufría una ligera cojera y una magulladura azul verdosa en la muñeca, por encima del borde del guante marrón.
Unas náuseas abrumaron al joven erudito; cuando centró sus sentidos, percibió con claridad las emanaciones de la enfermedad y supo más allá de toda duda por qué este hombre inteligente que se expresaba tan bien había caído tan bajo.
Era un leproso.
—Mis… mis disculpas —tartamudeó Cadderly—. No sabía…
—¿Alguien… jamás? —preguntó el hombretón con una voz rasposa—. No agradezco tu compasión, joven clérigo de Deneir, pero aceptaré gustosamente tu miserable jornal.
Cadderly agarró con fuerza el bastón, confundiendo el comentario con una amenaza.
—Sabes de lo que hablo —le dijo el mendigo—, las monedas que inevitablemente lanzarás en mi dirección para aliviar tu culpa.
Cadderly se estremeció ante el comentario hiriente, pero no podía negar su compasión ante alguien tan inteligente que había caído tan bajo. También estaba sorprendido de que el mendigo hubiera distinguido su religión, aunque llevaba el símbolo sagrado expuesto muy a la vista en el frontal de su sombrero de ala ancha. El hombretón estudió a Cadderly con atención mientras un tumulto de emociones envolvía al joven clérigo.
—Cerdo —dijo el hombre con una risa sardónica, ante la sorpresa de Cadderly—. ¡Cuán terrible que alguien como yo se haya hundido hasta el nivel de un mendigo callejero!
Cadderly se mordió los labios ante semejante dramatismo.
—Revolcarse en el barro junto a los miserables —continuó el hombre con un brazo abierto, el otro todavía agarrado a su pecho fingidamente herido.
Se calló de pronto en esa pose y mostró una expresión desconcertada en dirección a Cadderly.
—¿Miserables? —preguntó—. ¿Qué sabes de ellos, clérigo arrogante? Tú, que eres tan inteligente… ésa es la característica de tu orden, ¿no es así?
»Inteligencia —profirió el mendigo con disgusto—. Una excusa, digo yo, para aquellos que son como tú. Eso es lo que te separa, lo que te eleva. —Lanzó a Cadderly una mirada ceñuda y terminó, intencionadamente—. Eso es lo que te ciega.
—¡No me merezco esto! —alegó Cadderly.
—Merecer —soltó con un grito incrédulo, alzando las manos por encima de la cabeza. Se subió con violencia la manga de un brazo, revelando un trozo de piel contusionada y putrefacta.
»¿Merecer? —preguntó de nuevo—. Te pido que me digas, joven clérigo que eres tan sabio, ¿De qué son merecedores aquellos que se arrodillan ante, y se arrastran desde, los callejones de Carradoon?
Cadderly pensó que estallaría. Sintió que una energía colérica nacía en él, reuniendo una fuerza explosiva. Recordó cuando despertó a los árboles en Shilmista, y cuando curó a Tintagel; había aguantado las vísceras del mago elfo cuando una energía similar remendó la aparatosa herida. Una página del Tomo de la Armonía Universal centelleó en la mente de Cadderly con tanta claridad como si tuviera el libro abierto ante él, y supo el objeto de su rabia. Observó las heridas en el brazo del hombretón, llenó sus fosas nasales con el hedor que tanto había atormentado el alma de este hombre que no se lo merecía.
—Pieta pieta, dominus… —empezó a decir Cadderly, recitando el canto mientras leía las palabras de la imagen clara de su mente.
—¡No! —gritó el hombretón al tiempo que se abalanzaba hacia adelante. Cadderly detuvo el cántico y trató de levantar las manos para bloquearlo, pero el hombre era asombrosamente rápido y equilibrado para alguien tan alto, y agarrando la ropa de Cadderly sacudió al joven clérigo a conciencia.
Cadderly vio un resquicio, pudo haber apretado el bastón bajo la barbilla del hombre. Aunque sabía que el frustrado mendigo no le quería hacer verdadero daño, y no se sorprendió cuando el hombre lo soltó, apartándolo a un lado.
—¡Puedo curarte! —dijo Cadderly con un gruñido.
—¿Puedes? —se burló el hombre—. ¿Y los puedes curar a ellos? —gritó, agitando un dedo hacia el lejano pueblo—. ¿Puedes curarlos a todos? ¿Deben caer todos los enfermos del mundo ante este joven clérigo de Deneir? ¡Llamad a los miserables, digo! —proclamó el mendigo dando una vuelta y gritando a los cuatro vientos—. Alineadlos ante este… este… —Buscó la palabra, mientras sus labios secos se movían en silencio—. ¡Enviado de los dioses! —gritó al fin.
Una ardilla cercana rompió a correr por las ramas que cruzaban el camino.
—No me merezco esto —dijo Cadderly de nuevo, con tranquilidad.
Su tono pareció contagioso, ya que el hombretón dejó caer las manos a los costados de inmediato y sus hombros cayeron visiblemente.
—No —convino el leproso—, pero acéptalo, te lo ruego, como una pequeña penitencia en un mundo lleno de penitencias inmerecidas.
Cadderly apartó la humedad que le vino a los ojos grises de un parpadeo.
—¿Cómo se llaman? —preguntó en voz queda.
El mendigo lo miró interesado por un momento, luego sus labios se curvaron en su primera sonrisa sincera.
—Jhanine, mi mujer —respondió—. Toby, mi hijo, y Millinea, mi hija. Ninguno ha mostrado signos de la infección hasta ahora —explicó, presumiendo la pregunta tácita—. Los veo raras veces, para entregarles el jornal miserable que he ganado con los altaneros de Carradoon que se sienten culpables.
»Yo, a veces, también estoy ciego al ver a los sanos y afortunados de una manera similar —dijo el mendigo mientras reía entre dientes al ver el sonrojo de Cadderly.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Cadderly después de perdonar esa inevitable y excusable falta con un gesto de la cabeza.
—Innominado —respondió el mendigo sin dudarlo—. Sí, ése es un buen nombre para alguien como yo. Innominado, semejante a todos los otros innominados amontonados en la inmundicia que hay entre las torres de los ricos.
—¿Te compadeces de ti mismo? —preguntó Cadderly.
—Me digo la verdad —respondió Innominado de inmediato.
—Puedo curarte —repitió el joven clérigo de nuevo, reconociendo el punto de vista.
—Otros lo han intentado —explicó Innominado mientras se encogía de hombros—, clérigos de tu religión, y los de Oghma también. Fui a la Biblioteca Edificante cuando los signos aparecieron por primera vez.
La mención de la Biblioteca Edificante hizo aparecer un fruncimiento inconsciente en la cara de Cadderly.
—No soy como los otros —alegó con más fuerza de la que había pretendido.
—No, no lo eres —dijo el mendigo después de sonreír.
—¿Entonces aceptarás mi ayuda?
Innominado no abandonó la sonrisa.
—Lo… consideraré —respondió en voz baja. Cadderly captó un inequívoco brillo de esperanza en sus ojos castaño oscuro, y vio una sombra aparecer sobre el hombro del mendigo, una sombra de él mismo, lanzando alegremente una figura al aire y cogiéndola, que supo de alguna manera, que era Millinea. La sombra se desmoronó con rapidez, disipada por el viento.
Cadderly asintió de alguna manera con desagrado, al sospechar los peligros de las falsas esperanzas para alguien en la situación de este hombre. Al sospechar los riesgos, pero al no comprenderlos del todo, Cadderly sabía ya, que no estaba, a pesar de toda su compasión, en la situación del mendigo.
El joven clérigo se arrancó la bolsa del cinturón.
—Entonces acepta esto —dijo con fuerza, tirándoselo al hombretón.
Innominado lo cogió y observó a Cadderly con curiosidad, pero no hizo ningún movimiento para devolver la bolsa llena de monedas. Aquí había una ofrenda que no contenía falsas esperanzas, entendió Cadderly, una ofrenda de valor nominal y nada más.
—Soy uno de esos arrogantes —explicó Cadderly—, culpable, como has dicho.
—¿Y esto aliviará tu culpa? —preguntó el mendigo, mientras estrechaba los ojos.
—Apenas —respondió Cadderly sin poder aguantar una risa ahogada. Y supo que si Innominado creyera que la bolsa podría aliviar su culpa, entonces se la habría devuelto—. Apenas una penitencia apropiada. Te la doy a ti porque tú, Jhanine, Toby y Millinea sois más merecedores de ella que yo, no por ninguna reducción de la culpa. Esa culpa que debo llevar hasta que aprenda mejor. —Cadderly ladeó su cabeza cuando una idea brotó en su mente.
»¡Llama al oro honorarios de un tutor, si eso te ayuda a mitigar la culpa por emboscar a un inocente como yo! —dijo.
El mendigo soltó una carcajada e hizo una profunda reverencia.
—Desde luego, joven clérigo, no eres como aquellos de tu orden que me saludaron en la gran puerta de la biblioteca, aquellos que estaban más preocupados por sus propios defectos al curarme que por las consecuencias de mi dolencia.
«Eso es por lo que fallaron», pensó Cadderly, pero no lo interrumpió.
—¡Hace un día magnífico! —continuó Innominado—. Y te pido que lo disfrutes. —Levantó la bolsa y la sacudió. Su cuerpo entero se agitó en una danza alegre, sonrió ante el estrepitoso tintineo de las monedas—. Quizá yo también. Con este día, ¡al infierno con los apestosos callejones de Carradoon!
Innominado detuvo su baile de improviso y se quedó completamente inmóvil, observando a Cadderly con seriedad. Con lentitud, extendió la mano derecha, al parecer, consciente por primera vez de su sucio guante sin dedos.
Cadderly entendió el acto como una prueba, una prueba que estaba contento de poder pasar con tanta facilidad. Sin pensar en consecuencias supersticiosas, el joven clérigo aceptó el apretón de manos.
—Paso por aquí a menudo —dijo Cadderly en voz baja—. Piensa en mi oferta de curación.
El mendigo, demasiado emocionado para replicar en voz alta, asintió de todo corazón. Se dio media vuelta y se alejó caminando con energía, con la cojera más pronunciada, como si ya no le importara seguir escondiéndola. Cadderly lo observó durante un rato, luego se volvió y continuó alejándose de Carradoon. Sonrió cuando más ardillas se escurrieron por las ramas de los árboles, pero apenas levantó la mirada para observarlas.
Al joven clérigo le pareció que el día había sido mejor y peor al mismo tiempo.
Innominado sonrió cuando una ardilla casi perdió el equilibrio en una ramita, agarrándose y enderezándose en el último momento. El mendigo identificó ese movimiento simple y natural como símbolo de lo que había sucedido entre él y el curioso clérigo, viéndose a sí mismo como la rama y a Cadderly como la criatura que enderezaba su rumbo. La idea hizo que el leproso se sintiera bien, valioso, por primera vez en mucho, mucho tiempo.
Aunque no podía ensimismarse en ello, no podía tener la esperanza de encontrar a gente como este curioso Cadderly, que evitaría utilizar su arrogancia entre ellos. No, Innominado tendría que continuar como lo había hecho durante más de un año, luchando a diario para ganar suficiente calderilla para apartar a su esposa e hijos del hambre.
Al menos tenía un alivio temporal. Lanzó la bolsa al aire sonriendo, y la recogió con cuidado. ¡Desde luego era un día bonito!
Innominado giró sobre sus talones, dispuesto a resarcir a Jhanine y a los niños con una larga visita atrasada, pero su sonrisa pronto se transformó en una cara seria.
—Te pido disculpas por asustarte, buen amigo —dijo un tipo débil, sus párpados ligeramente abiertos, lo suficiente para que Innominado distinguiera sus pequeños ojos oscuros.
Innominado apartó de la vista la bolsa llena de monedas y mantuvo los brazos al frente.
—Soy un leproso —dijo con un gruñido, usando su enfermedad como una amenaza.
—¿Crees que soy un ladrón? —preguntó el hombrecito, soltando una carcajada fatigosa que sonó más como una tos, mientras extendía los brazos. Innominado parpadeó ante los curiosos guantes del hombre, uno blanco y otro negro—. Como puedes ver, no llevo armas —aseguró el hombrecito.
—Ninguna a simple vista —advirtió Innominado.
—Veo que los dos llevamos un par de guantes mezclado —remarcó Espectro—. Espíritus afines, ¿eh?
Innominado deslizó las manos bajo los pliegues de sus ropas, avergonzado por alguna razón que no entendía.
¿Espíritus afines?, pensó. ¡Qué va! Los guantes elegantes que llevaba este hombre, emparejados o no, le habrían costado más de lo que Innominado había visto en muchos meses, incluida la bolsa del joven clérigo.
—Pero lo somos —sostuvo Espectro, al darse cuenta del ceño del otro.
—¿Entonces, eres un mendigo? —se atrevió a preguntar Innominado—. Carradoon apenas está a un kilómetro camino abajo. Yo mismo iba hacia allí. La recaudación siempre es buena.
—Pero ¿el joven clérigo te ha hecho cambiar de idea? —preguntó el desconocido—. Explícame algo sobre él.
Innominado se encogió de hombros y sacudió ligeramente la cabeza, apenas consciente del movimiento. Aunque Espectro lo captó, y el desconcierto del mendigo le indicó muchas cosas al hombrecillo malintencionado.
—Ah —dijo Espectro, con los brazos todavía abiertos—, no conoces al joven Cadderly.
—¿Tú sí?
—Desde luego —respondió Espectro, mientras hacía un gesto hacia la bolsa que Innominado trataba de esconder—. ¿No deberían conocer todos aquellos de nuestra condición a alguien tan generoso como Cadderly?
—Entonces eres un mendigo —razonó Innominado, relajándose un poco. Había un código tácito entre la gente mísera, una hermandad implícita.
—Quizá —respondió Espectro enigmáticamente—. He sido muchas cosas, pero ahora soy un mendigo —soltó otra risita ahogada—. O pronto lo seré —corrigió. Innominado observó cómo el hombre se desabrochaba la parte de arriba de su guardapolvo y apartaba los pliegues de lana a un lado.
—¿Un espejo? —murmuró el mendigo, y luego no vio nada más, atónito ante su propia imagen en el objeto plateado.
Innominado sintió la intrusión. Trató de apartarse pero no pudo, sujetado con firmeza por la extraña magia. No vio nada excepto su propia imagen, delimitada por la oscuridad como si hubiera sido transportada a algún otro lugar, algo oscuro, etéreo. Innominado trató desesperado de mirar a su alrededor, a lo que le rodeaba, trató de darles un sentido, de encontrar alguna familiaridad.
Sólo vio su imagen.
Oyó una palmada, entonces se puso en movimiento, o sintió como si se moviera, aunque sabía que su cuerpo físico por lo menos no se había movido. Le llegó un dolor breve y agudo cuando su espíritu salió de su cuerpo y flotó impotente hacia el cuerpo afeminado que lo esperaba.
El dolor llegó otra vez.
Innominado parpadeó, luchando conscientemente contra la caída pesada de sus párpados. Vio su propia imagen de mendigo, llevando guantes, negro y blanco. Su desconcierto sólo acabó cuando se dio cuenta de que ya no era su imagen reflejada lo que veía, sino sólo su cuerpo.
—¿Qué es lo que me has hecho? —gritó el mendigo, agarrando al extraño que estaba en su cuerpo. Sus movimientos eran lentos; sus brazos tenían poca fuerza para transmitir su furia.
Espectro chasqueó los dedos, y los guantes blanco y negro desaparecieron, dejando sus recién adquiridas manos medio expuestas en los mitones. Sin entusiasmo, empujó al debilucho. Qué útil había demostrado ser ese cuerpo a Espectro. Qué benigno e inofensivo, un cuerpo al que incluso un niño podría vencer. Con un resignado encogimiento de hombros, avanzó hacia el miserable, lloriqueante y completamente aturdido y rodeó con sus manos sucias el flaco cuello.
Innominado luchó con desesperación, con tanta desesperación como nunca había luchado la insignificante forma de Espectro, pero no había fuerza en sus brazos, no había poder para aflojar el agarre del atacante. Pronto dejó de luchar, y Espectro supo que la resignación del mendigo se basaba en la pena por los que dejaría atrás.
El malvado contempló el cambio con diversión, pensando que era curioso, incluso chistoso, que alguien tan claramente miserable como este mendigo leproso lamentara el final de su vida.
Aunque no había piedad en Espectro. Había matado su cuerpo un centenar de veces, quizá, y había matado su cuerpo anterior un número parecido de veces, y el cuerpo que había usado antes que ése también.
El cuerpo cayó al suelo. Espectro recogió de inmediato su objeto mágico y requirió sus poderes para observar cómo el espíritu del mendigo salía del cuerpo asesinado. Rápidamente se sacó el guante negro y se lo puso al cuerpo vacío. Cerró los ojos y reforzó su resolución contra el consiguiente dolor, ya que el simple acto había transferido una parte de su propio espíritu de vuelta a su cuerpo.
Era un paso necesario por dos razones. El cuerpo se curaría, Espectro tenía un objeto mágico poderoso escondido en una bota para ocuparse de eso, y si el receptáculo permanecía abierto, entonces el espíritu del mendigo encontraría la manera de volver. Además, si Espectro permitía morir al cuerpo, si permitía al objeto de su bota volver a llamar a un espíritu, los poderes regenerativos del objeto consumirían parcialmente el cuerpo. Considerando las muchas veces que Espectro había hecho el cambio, el objeto habría consumido el cuerpo débil hacía mucho tiempo.
Pero eso no pasaría. Espectro sabía cómo usar los objetos en conjunción; Ghearufu, el objeto formado por el espejo y los guantes, hacía tiempo que le había enseñado la manera, y había gastado tres vidas completas perfeccionando el acto.
Espectro miró hacia ambas direcciones de la vacía carretera, y alejó el cuerpo delgado del camino, ocultándolo entre unos arbustos. Sintió la enfermedad de este cuerpo nuevo que había invadido. Era una sensación desagradable, pero Espectro se animó porque no tendría que llevar este disfraz durante mucho tiempo; justo lo suficiente hasta encontrar a ese joven Cadderly.
Volvió de un salto hasta la carretera y vagó por los alrededores, preguntándose cuánto tiempo tendría que esperar antes de que el joven Cadderly volviera por el camino.
Después de que el asesino en el cuerpo del mendigo hubiera partido, el espíritu de Innominado se quedó junto al débil cuerpo, aturdido e indefenso. Si Cadderly hubiera contemplado entonces el espíritu, habría visto las sombras de Jhanine, Toby y Millinea esparciéndose a los cuatro vientos, desvaneciéndose como las imágenes de esperanza que Innominado nunca había osado sustentar.