4

Mucho tiempo hasta el amanecer

Bogo Rath golpeó con indecisión la puerta de la pequeña sala de reuniones. Nunca se sentía seguro en sus tratos con los temibles Máscaras de la Noche. Una veintena de asesinos habían acompañado esa misma mañana a los dos líderes de los Máscaras de la Noche hasta el Castillo de la Tríada, muchos más de los que Bogo había previsto para, al parecer, tan simple ejecución.

Centinelas vestidos de negro cachearon al joven mago antes de permitirle la entrada. Esos dos eran bastante vulgares, advirtió Bogo, probablemente principiantes en el oscuro grupo. Vestían la ropa acostumbrada del gremio de asesinos de Westgate, atuendo indefinible de hacendado y máscaras negras con los bordes plateados en los ojos. La sonrisa canina de uno de los centinelas hizo que Bogo pensara que su herencia podía ser más orca que humana, algo común en la banda clandestina; ese pensamiento provocó un escalofrío en la columna del joven mago.

De todos modos, tanto si esos dos eran humanos como si no, Bogo no se hubiera sentido cómodo. Sabía que, a pesar de que los asesinos no mostraban armas abiertamente, cada uno de ellos llevaba muchas y estaban entrenados para matar con las manos desnudas.

Cuando el cacheo finalizó, los dos guardias dejaron entrar al mago en la habitación, luego volvieron a situarse, impávidos, a cada lado de la puerta.

Bogo se olvidó de ellos tan pronto estuvieron a su espalda, ya que el joven mago encontró a las dos personas que había dentro de la confortable habitación mucho más interesantes. Cerca de él se sentaba un hombre, si es que era un hombre, insignificante, afeminado y a todas luces débil, que soltaba un continuo torrente de toses llenas de flema. El hombre no mostraba barba alguna ni siquiera incipiente; su cara era demasiado limpia y blanda para ser la de un adulto. Sus pesados párpados cayeron perezosamente, y sus labios, demasiado gruesos y grandes, parecían casi la caricatura de los de un niño.

Al otro lado se sentaba su antítesis, un espécimen de músculos recios, con una barba nutrida y una gran mata de pelo, ambas de un rojo llameante, y unos brazos que podrían partir en dos a Bogo sin esfuerzo. No obstante, ese hombre imponente parecía incluso más fuera de lugar, por lo que Bogo sabía de los Máscaras de la Noche, que el escuálido. Llevaba una espada enorme en el cinturón y mostraba las cicatrices de muchos combates. Su vestimenta también distaba de la que preferían los asesinos. Muñequeras anchas y tachonadas, brillando con docenas de pequeñas gemas, le adornaban las muñecas, y su nívea capa de viaje era parte de la espalda de un oso polar, aunque pequeño.

—¿Tú eres Bogo Rath? —preguntó el grandullón con un suave tono de barítono y con una pronunciación más sofisticada y definida de lo que Bogo había esperado.

El mago asintió.

—Bien hallado, camarada Máscara de la Noche —respondió el joven mago con una inclinación profunda.

—No me dijeron que mantenías la conexión con el gremio —dijo el pelirrojo mientras le echaba una mirada curiosa—. Fui informado de que dejaste el grupo de mutuo acuerdo.

Bogo, nervioso, cambió el peso de un pie a otro. Tres años antes pagó una suma enorme para que le permitieran salir de los Máscaras de la Noche, y a pesar del soborno, si no hubiera sido por el hecho de que su padre era un comerciante influyente de Westgate con intereses políticos y lazos en el oscuro gremio, a Bogo le habrían dado el acostumbrado tratamiento para aquellos que no pueden satisfacer las leyes de los Máscaras de la Noche: la muerte.

—Es raro ver a una persona que puede proclamar que una vez perteneció a nuestra querida hermandad —bromeó el hombretón, con su voz educada llena de sarcasmo.

De nuevo Bogo se movió incómodo, y tuvo que recordarse que esto era el Castillo de la Tríada, su hogar, y que Aballister y Dorigen, a pesar de los insultos, velarían por él.

—Es una circunstancia inusual —respondió el joven mago, demostrando su nerviosismo con un inquieto movimiento de su pelo castaño—. Tenía otra vocación, una que me llevó lejos de Westgate. Como puedes ver, mi partida nos ha hecho algún bien. He adquirido un nivel de poder que tú no puedes comprender, y serás bien recompensado por hacerme este pequeño trabajo.

El pelirrojo sonrió abiertamente; parecía reírse de las pretensiones de autoridad de Bogo, y miró a su insignificante compañero, que no parecía demasiado complacido por toda esta tarea.

—Siéntate con nosotros —ofreció el hombretón a Bogo—. Soy Vander, el capataz de este insignificante negocio del que hablas. Mi socio es Espectro, un hombre atípico y con talento.

Bogo tomó asiento entre los dos, alternando la mirada para tratar de encontrar pistas acerca de sus poco fiables asociados.

—¿Hay algún problema? —le preguntó Vander después de estudiar la manera de comportarse de Bogo durante un momento.

—No —barbotó Bogo de inmediato. Se obligó a calmarse—. Sólo estoy sorprendido de que hayan enviado a tantos para una simple ejecución —admitió.

Vander soltó una carcajada, pero entonces se detuvo abruptamente, una expresión curiosa cruzó su cara. Su mirada encolerizada se posó en Espectro mientras su cuerpo empezaba a convulsionarse. De pronto, para sorpresa de Bogo, Vander y lo que llevaba encima empezaron a crecer.

La espada, enorme al principio, tomó proporciones gigantescas, y el oso polar de que estaba hecha la excelente capa ya no era un cachorro. Debido a que Vander estaba sentado, Bogo no podía decir con exactitud lo grande que se había vuelto el hombre; como mínimo tres metros de alto, especuló.

—¿Firbolg? —preguntó y constató al mismo tiempo, al reconocer al gigante por lo que era. Ahora Bogo estaba desconcertado. Tener un hombre enorme y pelirrojo, distinguible con tanta facilidad, en los Máscaras de la Noche, era bastante sorprendente, ¿pero un firbolg?

La mirada colérica de Vander no disminuyó. Sus ojos oscuros miraron fijamente a Espectro desde debajo de sus cejas espesas, aunque recobró la compostura rápidamente, y se recostó en la silla.

—Perdóname —dijo de improviso a Bogo—. Por supuesto soy de la raza de gigantes, aunque no revelo en público más que mi estatura humana.

—¿Entonces por qué…? —comenzó preguntar Bogo.

—Una indiscreción —interrumpió Vander rápidamente; el tono de su voz profunda indicó que no quería continuar.

Bogo no estaba dispuesto a discutir con un gigante de trescientos sesenta kilos. Cruzó las manos a la defensiva sobre su regazo y trató de parecer relajado.

—¿Cuestionas nuestro número? —preguntó Vander, volviendo a la cuestión inicial del mago.

—No esperaba tantos —reiteró Bogo.

—Los Máscaras de la Noche no se arriesgan —respondió Vander sin alterarse—. A menudo las ejecuciones que parecen tan simples demuestran ser las más difíciles. No cometemos errores. Es por nuestros esfuerzos por lo que estamos tan bien pagados. —Ladeó su cabeza de gigante hacia un lado, «un gesto curiosamente poco de gigante», pensó Bogo, y miró hacia la bolsa que había en el cinturón hecho de cuerda de Bogo.

Entendiendo la indirecta, el joven mago tiró de la bolsa de monedas de su cinturón y se la entregó al gigante.

—Media paga —explicó—, como fue acordado por tus superiores.

—Y por los tuyos —remarcó Vander con rapidez, sin querer darle ventaja a Bogo—, un mago llamado Aballister, creo.

Bogo no respondió, no confirmó ni negó la afirmación.

—¿Y tu nos acompañarás como representante del Castillo de la Tríada en este asunto? —constató Vander tanto como preguntó—. Otra circunstancia inusual.

—Eso también fue acordado —replicó Bogo con firmeza, aunque la manera en que movía los dedos traicionó la convicción de su tono— por ambas partes —añadió con cautela—. Es muy probable que sea porque una vez fui miembro de vuestro gremio y entiendo vuestros procedimientos.

Vander reprimió su afán de deshinchar el abultado ego del presuntuoso joven. El gigante sabía que Aballister había pagado una considerable suma adicional para conseguir incluir a Bogo, y que la tarea del joven mago no tenía nada que ver con el empleo anterior en la banda de asesinos.

—Viajaré hasta Carradoon a tu lado —continuó Bogo—, para presentar un informe a mis sup… socios.

Vander mostró una sonrisa de oreja a oreja, captando el desliz.

—Cualquiera que sea el papel que juegues en la muerte de Cadderly no cambia el importe de lo que se debe a los Máscaras de la Noche —dijo inflexible.

Bogo asintió.

—Mi papel será de observador, nada más, a menos que, desde luego, tú, como capataz, decidas lo contrario —acordó—. ¿Puedo preguntar sobre tu papel? —Bogo hizo una pausa. Sabía que podía estar sobrepasando los límites, pero no podía dejar que Vander tuviera una ventaja tan obvia en sus negocios—. Parece improbable que un firbolg pueda pasear por las calles de Carradoon. ¿Y que hay de El Espectro?

—Se llama Espectro, no El Espectro —soltó Vander—. Harás bien en recordar eso. Mi papel —continuó, en un tono un poco más suave—, no es de tu incumbencia.

Eso impresionó bastante a Bogo ya que no dejaba de ser curioso que Vander se ofendiera más por sus comentarios de Espectro que por sí mismo, y en particular desde que Bogo había cuestionado directamente el valor del firbolg.

—Espectro dará las órdenes, reunirá información y preparará el blanco —continuó Vander—. Tengo veinte asesinos experimentados a mi disposición, por lo que tendremos que adecuar una base segura cerca, pero no dentro de las murallas de Carradoon.

Bogo asintió ante la simple lógica.

—Nos iremos por la mañana —prosiguió Vander—. ¿Estás preparado?

—Por supuesto.

—Entonces nuestra reunión ha terminado —declaró Vander de improviso, con rotundidad, y señaló hacia la puerta. Inmediatamente los dos centinelas vestidos de negro se pusieron a los lados de Bogo para escoltarlo hasta la salida.

Bogo volvió muchas veces la mirada hacia la puerta mientras continuaba su lento camino por el corredor. ¿Un firbolg y un enclenque? Parecía muy raro, pero así y todo, Bogo había estado en los Máscaras de la Noche sólo un mes y un día antes de irse, y tenía que admitir, al menos a sí mismo, que sabía muy poco de los métodos de la banda.

Bogo pronto apartó todos los pensamientos sobre Vander y Espectro, y se concentró en otro encuentro que tenía planeado. A petición de Aballister, Bogo se reuniría con Druzil para aprender todo lo que pudiera de Cadderly y sus cómplices. El imp se las había visto con Cadderly en dos ocasiones, ambas desastrosas para el Castillo de la Tríada, y sabía tanto de él como nadie.

Bogo quería ese conocimiento con desesperación. Estaba un poco desanimado de que tantos Máscaras de la Noche estuvieran asignados a esta tarea, no porque quisiera que Cadderly tuviera una oportunidad de escapar, sino porque quería estar en la acción. Más que cualquier otra cosa, Bogo Rath quería jugar un papel en el asesinato, quería ganarse el respeto de Aballister y, en particular, de Dorigen.

Estaba cansado de los insultos, de que le llamaran Boygo. ¿Cómo se sentiría la poderosa Dorigen, que volvió de Shilmista despojada de sus valiosas posesiones y con las manos rotas e hinchadas, cuando Bogo entregara la cabeza del molesto hijo de Aballister? Después de todo, Cadderly había sido la fuente de la humillación de Dorigen.

Bogo se atrevió a soñar que podría ascender en la jerarquía del Castillo de la Tríada para convertirse en el segundo de Aballister. Las manos de Dorigen tardaban en curarse; los clérigos de la fortaleza dudaban de que muchos de los dedos llegaran a curarse. Dado que los movimientos precisos jugaban un papel vital en el lanzamiento de conjuros, ¿quién podía aventurar las implicaciones en las capacidades de Dorigen?

Bogo se frotó las manos ansioso y se fue a toda prisa hacia la sala de reuniones, donde Druzil, su guía hacia una vida mejor, esperaba.

—¿Cómo te atreves a hacerme esto? —gruñó el firbolg a su compañero tan pronto se fue Bogo. Un gesto de cabeza hizo que los guardias desaparecieran de la habitación. El gigante saltó de su asiento y dio un paso amenazador hacia adelante.

—No sabía que el tamaño de mi… de tu… cuerpo volvería a la normalidad —protestó el hombrecito, mientras trataba de hundirse en los cojines de su silla blanda—. Creí que el encantamiento duraría más, como mínimo durante la visita. —El firbolg agarró al hombrecito por el cuello y lo levantó en el aire.

—Ah, Vander —ronroneó el gigante, con una expresión muy calmada—, querido Vander. —La cara del firbolg se retorció repentinamente por la rabia y le dio un puñetazo al enclenque en la cara que le rompió la nariz. Un bofetón con el dorso de la mano le hizo un verdugón en una de las mejillas; una segunda bofetada hizo lo mismo con la otra. Entonces, con una sonrisa maligna, el firbolg agarró al canijo por un antebrazo y le quebró el hueso con tanta fuerza que los dedos le rozaron el codo.

La paliza duró varios minutos, y al final el firbolg dejó caer al hombre, apenas consciente, de vuelta a la silla.

—Si vuelves a engañarme de esta manera… —advirtió el gigante pelirrojo—. Si alguna vez me humillas ante alguien como Bogo Rath, ¡te torturaré hasta que me pidas que te mate!

El hombrecito, el verdadero Vander, se ovilló en posición fetal, meciendo su brazo destrozado, sintiéndose terriblemente vulnerable y asustado en el miserable cuerpo del enclenque Espectro.

—Quiero que me devuelvas mi cuerpo —dijo Espectro de pronto, mientras tiraba incómodo de sus atavíos de firbolg—. ¡Eres demasiado peludo y me pica todo!

Vander se sentó y asintió, ansioso de volver a su propia forma.

—Ahora no —le dijo Espectro con un gruñido—. No hasta que las heridas se curen. No aceptaré que devuelvas mi cuerpo hasta que esté en perfectas condiciones —dijo con ironía—. Como estaba cuando yo te lo di.

Vander se recostó. Este juego había madurado bastante durante los últimos años, ¿pero qué opciones tenía ante él? No podía evitar las garras maléficas de Espectro, no podía resistir las exigencias de la magia de Espectro. Vander no quería nada más que volver a su forma de firbolg y golpear al hombrecito, pero sabía que Espectro simplemente iniciaría un cambio, y entonces Vander sentiría el dolor de sus propios golpes. Sabía que Espectro continuaría la paliza, a veces durante horas, hasta que el pobre Vander se desmoronara y llorara abiertamente, y le implorara a su amo que se detuviera.

El atrapado firbolg se puso la mano en la nariz rota. Ya estaba arreglándose; ya no sentía dolor y el fluir de la sangre se había detenido. El antebrazo roto se había enderezado y Vander pudo sentir la comezón mientras los huesos se soldaban. Sólo unos minutos más, pensó para consolarse, y tendré mi cuerpo de vuelta, mi fuerte cuerpo.

—Me iré ahora —le dijo Espectro. Señaló con un dedo amenazador en su dirección—. Recuerda que eres mi espíritu compañero —advirtió—. Puedo volver a por ti, sólo por ti, Vander, desde cualquier distancia, en cualquier momento.

Vander apartó los ojos, incapaz de rebatir la amenaza. Una vez, trató de escapar de esta pesadilla; se fue todo el camino de vuelta a su hogar en las Montañas de la Columna del Mundo, pero Espectro, a miles de kilómetros de distancia, lo encontró y lo obligó a un cambio de cuerpo. Sólo para mostrarle la insensatez de sus acciones, Espectro asesinó sin piedad a varios de sus compañeros firbolgs, incluido su hermano, en un camino poco usado al este de Mirabar. Vander recordaba intensamente el momento terrible en que Espectro le devolvió su cuerpo, que sostenía el brazo izquierdo de su propio hijo en su gigantesca mano.

Vander mató a Espectro cuando volvió a Westgate, casi le había arrancado la cabeza de los hombros, pero, una semana más tarde, Espectro entró en el campamento de Vander, sonriendo.

Vander salió de sus pensamientos y miró a su odiado compañero. Se alzaba sobre él, con un guante negro en una mano y uno blanco en la otra, y con el familiar espejo de borde dorado que colgaba de una cadena de oro alrededor de su cuello.

Ante la palmada de las manos del firbolg Vander sintió cómo flotaba. Su espíritu incorpóreo volvió la mirada hacia la forma débil y soñolienta del suelo con desprecio, luego miró al receptáculo gigante que estaba delante. Le llegó un destello de dolor cuando Vander entró en su cuerpo de firbolg. Su espíritu se retorció y cambió para reconfigurarse a su forma apropiada, para reubicar a Vander en su nuevo recipiente.

Espectro había salido de su andadura espiritual más rápido que Vander, como siempre, y estaba sentado confortablemente en una silla, observando a propósito al firbolg, mientras Vander volvía a la conciencia. El cuerpo débil llevaba los guantes y el espejo; el objeto mágico que siempre se transfería con su amo. Tan pronto fue obvio que Vander no lo atacaría, Espectro cerró las manos y los ojos. Los guantes y el espejo desaparecieron, pero Vander sabía por experiencias amargas y dolorosas que aparecerían cuando se los necesitara.

—Tú partirás, como estaba planeado, con la banda y el joven mago —instruyó Espectro.

—¿Qué hay de ese Bogo Rath? —preguntó Vander—. No confío en él.

—Eso no es importante —respondió Espectro—. Después de todo, tampoco confías en mí, pero sé que estás enamorado de mi cálida personalidad.

Vander quiso aplastar la sonrisa satisfecha de la cara de ojos adormecidos de Espectro.

—El mago está para acompañarnos —instruyó Espectro—. Aballister nos pagó generosamente para llevar a Rath con nosotros, un excelente alijo de oro para un inconveniente tan nimio.

—¿Con qué propósito? —tuvo que preguntar Vander siempre sorprendido por las redes de, al parecer, intrigas sin sentido creadas por gente con escaso sentido del honor.

—Aballister cree que enviar un emisario lo mantendrá informado —respondió Espectro—. El mago tiene debilidad por el conocimiento. No puede tolerar que ocurra cualquier cosa que lo afecte, directa o incluso indirectamente, sin su conocimiento.

Vander no discrepó. Sólo se había encontrado con Aballister una vez, y Espectro había hablado con el mago de facciones hundidas no más de tres veces, pero el firbolg no dudaba de las percepciones de Espectro. El hombrecito poseía una extraordinaria comprensión de la personalidad, en particular de los defectos, y siempre encontraba la manera de usarla en su beneficio.

El joven erudito parpadeó ante la fuerte luz de la mañana, que brillaba a lo largo del Lago Impresk y a través de las ventanas del balcón de su habitación. El desayuno estaba sobre la mesa, a su lado; descubrió raciones adicionales y sonrió. Eran un soborno, la manera de Brennan de darle las gracias por su continuada discreción. Fredegar no estaría contento con su hijo si supiera donde había pasado la noche Brennan.

Por supuesto Cadderly estaba hambriento y la comida parecía buena, pero cuando el joven erudito descubrió el Tomo de la Armonía Universal abierto sobre su escritorio cerca de la ventana, notó un hambre más profunda y exigente. Se llevó una galleta con él mientras se dirigía al escritorio.

Igual que muchas veces antes, Cadderly devoró las páginas, las palabras, más rápido de lo que sus ojos podrían seguir. Había acabado el libro en unos minutos, luego le dio la vuelta y volvió a empezar, a toda prisa, casi desesperado por mantener sin interrupción el fluir de la misteriosa música. No podría decir cuantas veces leyó ese día la obra. Cuando Brennan vino con su almuerzo y más tarde la cena, no apartó la mirada de su lectura, ni dejó de oír la canción.

La luz del día disminuyó y Cadderly todavía estaba absorto en el libro. Su primer pensamiento cuando la habitación se volvió demasiado oscura para leer, fue encender la lámpara de su habitación, pero no quería perder el tiempo que le llevaría ese acto. Apenas sin pensar en lo que hacía, Cadderly recordó una página en el tomo, una melodía particular, y pronunció unas simples palabras; de pronto la habitación se llenó de luz.

El flujo de la canción estaba roto. Cadderly se quedó asombrado ante lo que había hecho. Repasó el proceso, recordó la misma página con una imagen clara en su mente. Pronunció el canto otra vez cambiando las inflexiones y alternando dos de las palabras.

La luz desapareció.

Agitado, Cadderly se dirigió de la silla hacia la cama. Puso un brazo sobre los ojos, como si ese acto pudiera apartar el desconcertante recuerdo de lo que acababa de ocurrir.

—Veré al mago por la mañana —susurró en voz alta—. Él lo entenderá.

Cadderly no creyó una palabra de ello, pero se negó a escuchar la verdad.

—Por la mañana —murmuró de nuevo, mientras se dirigía hacia la serenidad del sueño.

La mañana estaba a muchas horas y a muchos sueños del inquieto joven.

Percival saltó a la ventana de la habitación; no, a la ventana no, sino a las puertas de la terraza. Cadderly reflexionó sobre la extraña visión, ya que el simple tamaño de la ardilla hizo que las puertas se vieran como unas ventanas diminutas. Era Percival, supo Cadderly instintivamente, pero ¿por qué la ardilla era de un metro ochenta de alto?

La ardilla blanca entró en la habitación y fue a su lado. Cadderly extendió el brazo para acariciar a la criatura, pero Percival retrocedió, y entonces se abalanzó, desgarrando con sus zarpas ya no tan pequeñas las bolsas del cinturón de Cadderly. El joven empezó a quejarse, pero una de las bolsas se abrió y derramó un chorro continuo de frutos de cacasa al suelo.

¡Cientos de frutos de cacasa! ¡Miles! La ardilla gigante, ansiosa, se atiborró la boca a puñados y el suelo pronto estuvo limpio de nuevo.

—¿Qué está haciendo? —se oyó preguntar mientras la ardilla saltaba alejándose. De alguna manera las puertas volvían a estar cerradas, pero la ardilla las atravesó, arrancándolas de las bisagras. Entonces Percival saltó por encima de la barandilla de la terraza y desapareció.

Cadderly se sentó en la cama; pero ésta no era su cama, ya que no estaba en su habitación. Mejor dicho, estaba acostado en la habitación común. Sabía que era muy tarde, y había mucho silencio.

Cadderly no estaba solo. Notó una presencia fantasmagórica a su espalda. Reuniendo coraje, se dio media vuelta.

Entonces soltó un grito, un chillido arrancado de sus pulmones por la desesperación más absoluta. Allí estaba el Maestre Avery, el mentor de Cadderly, su padre sustituto, estirado a lo largo de una de las pequeñas mesas circulares de la habitación con el pecho totalmente abierto.

Cadderly no tuvo que examinar al hombre para saber que estaba muerto y que le habían arrancado el corazón.

Cadderly se sentó en la cama, que ahora, en efecto, era su cama. Su habitación estaba tranquila, excepto por el ocasional crujido de las puertas de la terraza que temblaban con el viento nocturno. La luna llena estaba en su apogeo, su luz plateada bailaba a través de la ventana extendiendo las sombras sobre el suelo.

La calma no parecía suficiente para apartar los sueños. Cadderly trató de recordar la página del libro, trató de recordar el canto, el conjuro para bañar la habitación de luz. Estaba cansado e inquieto y no había comido en todo el día, y apenas el día anterior. La imagen de la página no aparecía, por lo que se quedó inmóvil, aterrorizado, en la luz mortecina.

Sólo había la tranquila luz de la luna.

Aún faltaba mucho para el amanecer.