Limpiando
Danica apartó de un soplido un mechón pelirrojo de delante de sus exóticos ojos almendrados y miró con atención el sendero del bosque, buscando algún signo del enemigo que se acercaba. Cambió sus cuarenta y cinco kilos de peso de un pie a otro, siempre en perfecto equilibrio, sus músculos trabajados con precisión, tensos, anticipando lo que tenía que pasar.
—¿Los enanos están en posición? —preguntó Elbereth, el nuevo rey de los elfos de Shilmista, sus extraños, casi sobrenaturales, ojos plateados posados más en los árboles que en el sendero que delimitaban.
Otros dos elfos, una doncella de pelo dorado y otro con el pelo negro tan llamativo como el de Elbereth, llegaron para unirse a sus amigos.
—Aseguraría que los enanos estarán preparados a tiempo —afirmó Danica al rey elfo—. Iván y Pikel nunca nos han decepcionado.
Los tres elfos asintieron; Elbereth no podía hacer otra cosa que sonreír. Recordó la primera vez que se encontró con los enanos gruñones, cuando Iván, el más hosco de los dos, lo descubrió atado e indefenso. El elfo nunca hubiera creído que pronto llegaría a confiar tan implícitamente en los hermanos barbudos.
—La dríada ha vuelto —dijo Tintagel, el mago elfo de cabellos negros a Elbereth. Dirigió la mirada del rey elfo hacia un árbol cercano, donde Elbereth se las arregló para distinguir a Hammadeen, la elusiva dríada, cuando su forma bronceada y de pelo verde se asomó por un lado del tronco.
—Trae noticias de que el enemigo pronto llegará —comentó Shayleigh, la doncella elfa. El tono ansioso de su voz y el repentino destello que apreció en sus ojos le recordaron a Danica las ansias de luchar de la fogosa doncella. Danica había visto a Shayleigh en acción con la espada y el arco, y tenía que coincidir con la declaración de Iván Rebolludo de que estaba contento de que Shayleigh estuviera de su lado.
Tintagel hizo señas con la mano para que los otros lo siguieran hasta el resto de los elfos reunidos, apenas unos cuarenta de la gente de Elbereth, casi la mitad de los elfos que quedaban en Shilmista. El mago observó el paisaje por un momento, luego empezó a ubicar a los elfos a lo largo de los lados del sendero, tratando de distribuir correctamente aquellos que eran mejores en el combate cuerpo a cuerpo y aquellos que eran mejores con los grandes arcos. Llamó a Danica a su lado y empezó la entonación de un conjuro mientras andaba a lo largo de las líneas de los elfos y espolvoreaba trozos de corteza de abedul.
Cuando estaba a punto de acabar el conjuro, Tintagel ocupó su posición. Danica se dirigió a su acostumbrado lugar junto a él, que entonces espolvoreó los trozos sobre sí mismo y su escolta humano.
El conjuro se completó, y donde antes estaban Danica y cuarenta guerreros elfos, ahora había abedules bastante comunes.
Danica prestó atención, desde su nuevo disfraz, al bosque que la rodeaba, que ahora le parecía borroso y nebuloso, más un sentimiento que una visión definida. Se centró en el camino, sabiendo que ella y Tintagel debían permanecer atentos a lo que les rodeaba, debían estar preparados para salir de su conjuro de cambio de forma tan pronto como Iván y Pikel empezaran el asalto.
Se preguntó qué apariencia tendría como árbol, y pensó, como siempre pensaba cuando Tintagel lanzaba el conjuro, que le gustaría pasar un tiempo en esta forma, viendo el bosque a su alrededor, sintiendo su fuerza en sus pies convertidos en raíces.
Pero ahora era el momento de matar.
—Oo —lamentó Pikel Rebolludo, un enano de hombros abultados, con la barba teñida de verde, una trenza que le llegaba a media espalda y con sandalias en sus pies nudosos, mientras miraba el distante espectáculo del conjuro de Tintagel. La mirada anhelante era digna de verse, y Pikel casi se cayó del árbol en el que se sentaba.
—¡No, tú no! —susurró su hermano con aspereza desde el otro lado del camino, desdeñando las tendencias druídicas de Pikel. Iván se remetió la barba amarilla en el ancho cinturón y movió incómodo sus duras posaderas enanas en la rama del árbol y su casco con astas de ciervo en la cabeza, mientras trataba de encontrar una posición confortable en su poco habitual situación elevada. En una mano aguantaba un garrote hecho con el grueso tronco de un árbol muerto. Una gruesa cuerda estaba atada alrededor de su cintura y anudada a una rama más alta que sobresalía hasta la mitad del sendero.
Iván había aceptado el asiento alto al saber la diversión que le reportaría, pero se negó a ser transformado en un árbol, por encima de los gimoteos de su hermano que quería ser druida. Iván propuso una cosa, y le preguntó a Tintagel sobre una variación de su poderoso conjuro, pero el mago elfo declinó, explicando que no tenía el poder para transformar a la gente en rocas.
Al otro lado del camino, en una posición opuesta a la de Iván, Pikel parecía mucho más confortable en el árbol sujetando su propio garrote tronco de árbol. Él también llevaba una cuerda alrededor de la cintura, el otro extremo de la de Iván. Sin embargo la comodidad de Pikel en su posición no podía vencer su enfurruñamiento, provocado por su anhelo de estar con los elfos, de ser un árbol sobre la tierra de Shilmista.
Los gruñidos roncos de los goblins en el camino alertaron a los enanos de la aproximación del enemigo.
—Comadrejas —susurró Iván con una sonrisa de oreja a oreja, tratando de levantar el arisco humor de su hermano. Iván no quería que su hermano hiciera pucheros en ese momento crítico.
Los dos enanos cogieron con fuerza sus armas.
Pronto la banda de enemigos pasó bajo ellos, goblins feos, de brazos largos, mezclados con los orcos de cara de cerdo y los orogs más grandes. Iván tuvo que obligarse a sí mismo a no escupir al miserable tropel, tuvo que recordarse que tendría más diversión si él y su hermano podían mantener sus posiciones sólo un poco más.
Entonces, como les había dicho que pasaría, surgió un gigante, andando con dificultad por el camino, al parecer sin atender a lo que le rodeaba. Por lo que decía la dríada éste era el último gigante que quedaba en Shilmista, Iván no estaba dispuesto a dejar que el monstruo se arrastrara hasta su hogar en las montañas.
—Comadrejas —repitió Iván en un susurro, el mote que habían escogido él y su hermano, un título que sabía que el gigante, por encima de los demás, apreciaría en otro momento.
La enorme cabeza osciló de arriba abajo cada vez más cerca. Un goblin se detuvo de pronto y olfateó el aire.
Demasiado tarde.
Iván y Pikel levantaron sus garrotes y, con un gesto de la cabeza, saltaron de sus posiciones, cayendo hacia el camino. Su coordinación fue perfecta y el absorto gigante dio un paso entre ellos, con la mirada hacia el frente y la cabeza balanceándose a la altura exacta.
Pikel impactó justo un instante antes que Iván; los fuertes enanos emparedaron la cabeza del monstruo con un tremendo garrotazo. Iván soltó de inmediato su arma para sacar su preferida hacha de doble hoja.
Abajo, en el sendero, los monstruos más pequeños entraron en pánico, empujando, cayendo al fango y corriendo en todas direcciones. Habían perdido demasiados compañeros en las últimas semanas, y sabían lo que se les venía encima.
El mago Tintagel gritó la sílaba de disipación; Danica y cuarenta elfos con ella volvieron a su forma original, tensaron los arcos y cargaron agitando las brillantes espadas por encima de sus cabezas.
El gigante, atontado, se bamboleó, pero obcecado, con torpeza, aguantó el equilibrio, e Iván y Pikel, que estaban colgados seis metros por encima del sendero, empezaron a trabajar.
El hacha de Iván cortó una oreja; el garrote de Pikel aplastó la nariz encima de la mejilla. Una y otra vez golpearon a la bestia. Sabían que allí arriba eran vulnerables, sabían que si el gigante se las arreglaba para darles un único golpe, enviaría probablemente a uno de ellos a medio camino de la Biblioteca Edificante. Pero por el momento los hermanos no pensaban en ese hecho sombrío; tenían demasiada diversión.
Bajo los enanos colgantes llegó el sonido de los arcos élficos soltando andanada tras andanada de flechas que se clavaron en carne de goblin, orco y orog.
Murieron una veintena de criaturas; otras dieron gritos de agonía y terror cuando los despiadados elfos avanzaron, espada en ristre, cortando los cuerpos de esos viles invasores, los monstruos que tanto habían mancillado su precioso hogar élfico.
Danica divisó a un grupo de goblinoides que se escabullían entre los árboles de un lado. Llamó a Tintagel y fue a toda prisa en su persecución con las dagas de cristal en la mano, una con la empuñadura de oro labrada en imitación a un tigre, la otra, con la empuñadura de plata labrada en forma de dragón.
El garrote de Pikel lanzó la cabeza del gigante hacia atrás con tanta brutalidad que los enanos oyeron el crujido seco del hueso del cuello. De alguna manera el gigante aguantó el equilibrio sólo un momento más, parecía atontado y confundido, y luego se quedó muy quieto. Se tambaleó sobre los talones de sus enormes pies y se desplomó como un árbol talado.
Rápidamente, Iván observó la zona de impacto delante de la bestia que caía.
—¡Dos! —aulló el enano cuando el cuerpo del gigante enterró a dos desafortunados goblins al tocar el suelo.
—¡Me debes una moneda de oro! —rugió Iván. Pikel asintió contento, más que deseoso de pagar la apuesta.
—¿Preparado para más? —gritó Iván.
—¡Oo oi! —respondió Pikel entusiasmado. Sin advertir a su hermano, Pikel agarró una rama cercana y tiró a toda prisa del lazo que rodeaba su cintura, liberando su extremo de la cuerda.
Iván se las arregló para abrir los ojos de par en par, pero las inevitables maldiciones dirigidas contra su hermano tendrían que esperar al tomar un descenso directo hasta el suelo. Para mérito de Pikel, Iván, que caía como un plomo, aplastó a un goblin.
El enano de barba amarilla se levantó de un brinco escupiendo tierra y maldiciones. Como quien no quiere la cosa dejó caer el hacha sobre la nuca del goblin herido, acabando con sus quejas, y levantó la mirada hacia su hermano, que estaba haciendo un descenso más convencional por el árbol.
Pikel se encogió de hombros y mostró una sonrisa angelical.
—Oops —dijo a modo de disculpa, e Iván, en silencio, pronunció la palabra al mismo tiempo que la dijo Pikel, anticipando por completo la muy habitual disculpa.
—Cuando llegues aquí abajo… —empezó a amenazar Iván, pero los goblins se cernieron de pronto sobre el vulnerable enano. Iván aulló de felicidad y olvidó cualquier enfado contra su hermano. Después de todo, ¿cómo era posible estar enfadado con alguien que lo había tirado justo en medio de tanta diversión?
El goblin que encabezaba al grupo huido gateó entre la espesa maleza, desesperado por dejar atrás la carnicería. El monstruo se enganchó un tobillo en una de las muchas raíces entrecruzadas que sobresalían por doquier en esta región, y obstinadamente se liberó. Luego volvió a engancharse, y esta vez no se libró del agarre con tanta facilidad.
El goblin chilló y tiró, luego miró a su espalda para ver, no una raíz, sino una mujer con una sonrisa lobuna que aguantaba con fuerza su tobillo.
Danica le torció el brazo con un tirón repentino y salió de su escondite cargando, haciendo caer a la desafortunada criatura. Estuvo sobre el goblin en un instante, la mano libre apartaba los fútiles manotazos de la frenética criatura mientras la otra mano, que sujetaba la daga de empuñadura de oro, se proyectó hacia adelante con una única y cruel cuchillada.
Danica pocas veces necesitaba más de una.
La joven se levantó sobre la criatura sin vida, encarando abiertamente a sus sorprendidos camaradas, que serpenteaban entre los árboles a su espalda y a los lados. El grupo la observó con curiosidad y miró a su alrededor, sin realmente saber qué hacer con la mujer. ¿De dónde había salido, y por qué estaba sola? No se movió ni una hoja ni arbusto en esta área, aunque la lucha continuaba en el camino.
Con esa idea en la mente, un orog conminó a sus camaradas a atacar, ansioso por obtener como mínimo una víctima en medio del desastre. El grupo de monstruos se acercó hasta Danica desde tres lados a través de los arbustos y las zarzas, ganando confianza y resolución a cada paso.
Elbereth se dejó caer de la rama de un árbol que estaba encima de Danica, su espada brillante y su armadura reluciente mostraban su destacada categoría entre el clan elfo. Algunos de los monstruos se detuvieron del todo, los otros avanzaron más lentamente, mirando con curiosidad al elfo, a la mujer y a sus camaradas menos valientes.
A unos metros de ellos, Shayleigh apareció detrás de un árbol y de inmediato puso el arco a trabajar, abatiendo a la criatura más cercana a sus compañeros.
Los orogs dieron gritos de retirada, una orden que los goblins siempre estaban dispuestos a seguir. Sin embargo Elbereth y Danica se movieron antes que ellos y alcanzaron a los primeros goblins en un ataque fulminante, mientras Shayleigh concentró su fuego en los orogs.
Los monstruos que no estaban combatiendo corrieron a lo loco, escogiendo sus rutas de escape entre los árboles y los tupidos arbustos.
Un muro de niebla apareció frente a ellos. Los aterrorizados goblins resbalaron hasta detenerse. Los orogs, justo detrás, los empujaron, sabiendo que detenerse era morir.
Una flecha se hundió en la espalda de un orog; otro disparo siguió al primero un instante después y los dos orogs que quedaban empujaron al goblin que iba en cabeza hacia la niebla.
Observando desde las ramas superiores, Tintagel lanzó rápidamente otro conjuro, amplificando su voz, mediante un cono de pergamino enrollado, en el área neblinosa. El muro de niebla era una cosa inofensiva, pero los gritos de agonía que emanaron de repente desde su interior hicieron que las criaturas, indecisas, pensaran de otra manera.
Tres flechas derribaron al segundo orog. La bestia que quedaba gateó alrededor, mientras buscaba cobertura detrás de la carnaza goblin. Emergió al lado del grupo, pensando en rodear el muro de niebla… pero se encontró a Elbereth, más bien la espada de Elbereth.
—¡Ya era hora de que llegaras! —gruñó Iván cuando al fin Pikel descendió del imponente árbol para llegar a su lado. A muchos metros de la hueste de elfos, y con muchos monstruos entre él y ellos, Iván había estado en serios aprietos. A pesar de eso, el duro enano se las había arreglado para eludir cualquier herida grave, ya que el grueso de los monstruos estaba más interesado en escapar que en luchar.
Y pronto fue obvio para los goblins que cualquiera que se aventurara cerca de los furiosos hachazos de Iván no sobreviviría mucho tiempo.
Ahora, hombro con hombro, los hermanos Rebolludo elevaron el combate a nuevas cotas de carnicería. Aplastaron a los monstruos cercanos en unos momentos, luego se apresuraron por el camino para aplastar a otro grupo.
Los elfos irrumpieron con la misma fiereza, espadachines empujando a la multitud de monstruos en todas direcciones, y arqueros, justo a una corta distancia detrás, acabando con aquellas criaturas que no tenían donde esconderse. Ya había más goblinoides muertos que continuando el combate, y esa proporción llegó a favorecer a los elfos todavía más a cada instante que pasaba.
Tintagel observó cómo el primer goblin que había sido empujado contra el muro emergía del otro lado ileso. El mago elfo resistió el afán de destruir al bicho, ya que su papel en la lucha era contener a los monstruos de manera que Elbereth, Shayleigh y Danica pudieran acabar con ellos. Sacó más guisantes secos de su bolsa y los arrojó al suelo, perpendiculares al muro de niebla. Pronunció el canto adecuado y apareció un segundo muro de bruma que encajonó a los monstruos.
Danica siguió a las siguientes tres flechas de Shayleigh hacia el confundido montón. Acuchilló con sus dagas a los blancos más cercanos, matando a un goblin y dejando a otro aullando de dolor; atacó con una furia que sus enemigos no pudieron igualar.
Ni el orog que quedaba pudo igualar la habilidad de Elbereth. La criatura detuvo el tajo inicial, de tanteo, del elfo, luego lanzó un golpe tremendo de un lado a otro. Elbereth esquivó el golpe con facilidad y se acercó al orog, hincando su excelente espada repetidas veces en el pecho de la criatura que era más lenta.
El monstruo parpadeó varias veces como si tratara de centrar la mirada a través de unos ojos que ya no veían con claridad. Elbereth no esperó a que decidiera su siguiente movimiento. Lanzó el brazo del escudo, que, hasta hace poco había pertenecido a su padre, contra la cabeza del orog. El ser se derrumbó pesadamente; habían quedado grabados en un lado de su cara de cerdo cardenales en forma de estrella de los símbolos de Shilmista.
Shayleigh, ahora con una espada en la mano, apareció al lado del rey elfo y juntos avanzaron confiados hacia los goblins.
Sin unas opciones claras ante ellos, los atrapados goblins empezaron a contraatacar. Tres rodearon a Danica, lanzando tajos con sus espadas cortas. Aunque sus movimientos no eran rápidos, se agachaba y los esquivaba; en realidad no estaban muy cerca de acertar.
Danica esperó el momento. Una criatura enfurecida lanzó un golpe lateral con la espada en un arco inofensivamente amplio. Antes de que el goblin pudiera recuperarse del golpe que le hizo perder el equilibrio, el pie de Danica salió disparado hacia arriba e impactó bajo su barbilla, desencajando la mandíbula hasta ponerla bajo la nariz. El goblin desapareció entre los arbustos.
Una segunda criatura se abalanzó hacia la espalda desprotegida de la joven.
Unos destellos de energía mágica descendieron desde el árbol y quemaron la cabeza y el cuello de la criatura. El goblin aulló y se agarró la herida, Danica, equilibrada por completo, dio media vuelta con una pierna elevada lanzándole una patada circular a la cara. Con la cabeza girada hasta donde le permitía uno de los hombros, el goblin se unió a su compañero muerto en el suelo.
Danica se las arregló para darle las gracias a Tintagel mientras se lanzaba contra el solitario goblin con el que se enfrentaba, con las manos y los pies moviéndose en todas las direcciones, encontrando resquicio tras resquicio en las lamentables defensas de la criatura. Una patada le hizo soltar la espada y, antes de que pudiera rendirse, los rígidos dedos de Danica alcanzaron su garganta arrancándole la traquea.
De pronto, se acabó, no había más monstruos contra los que luchar. Los tres compañeros, cubiertos de la sangre de los enemigos, en una postura solemne y seria examinaban su obra.
—Lo sabes, elfo —dijo Iván cuando Elbereth y los demás volvieron hasta el grupo en el sendero—, esto se está volviendo demasiado fácil. —El enano escupió en ambas manos y agarró el mango del hacha, la hoja del arma estaba hundida profundamente en la recia cabeza de un orog. Con un crujido repugnante, Iván la liberó.
—El primer combate en una semana —prosiguió Iván—, ¡y este grupo parecía más preocupado en correr que en luchar!
Elbereth no pudo negar los comentarios del enano, pero no estaba ni mucho menos enfadado por lo que significaba la retirada de los goblins.
—Si somos afortunados, pasará otra semana antes de que debamos volver al combate —respondió.
Iván dio un respingo y hundió su hacha, manchada de sangre seca, en el suelo para limpiarla.
—Ha hablado como un verdadero elfo —murmuró a su hermano mientras Elbereth se alejaba.