Prados tranquilos
Cadderly caminó lentamente desde la única torre de piedra, al otro lado de los prados, hacia la ciudad de Carradoon, junto al lago. El otoño había llegado a la región; los pocos árboles que había en la senda de Cadderly, arces rojos la mayoría, brillaban relucientes con sus vestidos otoñales. Aquel día el sol era brillante y cálido, en contraste con las frías brisas que soplaban de las cercanas Montañas Copo de Nieve con fuerza suficiente para levantar la capa de seda azul mientras andaba, y doblar las alas anchas de su sombrero, de un azul parecido.
El atormentado joven no advirtió nada.
Cadderly apartó unos mechones castaños de sus ojos grises, y se impacientó cuando el despeinado cabello, más largo de lo que nunca lo había llevado, volvió a caer con rebeldía. Lo apartó de nuevo, y luego repitió la operación; al final lo remetió bajo el ala del sombrero.
Carradoon apareció un momento más tarde, a la orilla del amplio Lago Impresk y rodeado por los campos cercados de ovejas, ganado y cultivos. La ciudad estaba amurallada, como lo estaban muchas ciudades de los Reinos, con muchos edificios de varios pisos amontonados en su interior, refugio de los siempre acechantes peligros. Un largo puente conectaba Carradoon con una isla cercana, una parte de la ciudad reservada para los más acomodados mercaderes y funcionarios dirigentes.
Como siempre que venía por este camino, Cadderly observó la ciudad con sentimientos contradictorios y ambiguos. Había nacido en Carradoon, pero no recordaba esa parte precoz de su vida. La mirada de Cadderly se apartó de la ciudad amurallada y se dirigió al oeste, a las imponentes Copo de Nieve, donde estaba la Biblioteca Edificante, un resguardado y seguro baluarte del conocimiento.
Ése había sido el hogar de Cadderly, aunque se dio cuenta de que ya no lo era, y sintió que no podía volver allí. No era un hombre pobre. El mago de la torre que acababa de dejar, una vez le pagó una suma enorme por transcribir un libro de conjuros perdido y gracias a ello tenía los medios para vivir con relativa comodidad.
Pero todo el oro del mundo no habría hecho posible un hogar para Cadderly, ni habría liberado su atormentado espíritu de su confusión.
Cadderly se había hecho adulto, había aprendido la verdad de su mundo imperfecto y violento, de golpe y porrazo. El joven erudito se había puesto en situaciones más allá de su experiencia, se había visto forzado a hacer el papel de héroe guerrero cuando lo que él realmente quería era leer aventuras en libros de leyenda. Hacía poco que había matado a un hombre, y había luchado en una guerra que había destrozado, desgarrado y marcado un antiguamente prístino bosque silvano.
Ahora no tenía respuestas, sólo preguntas.
Cadderly pensó en su habitación de la Bragueta del Dragón, donde el Tomo de la Armonía Universal, el libro más preciado del dios llamado Deneir, descansaba abierto en su pequeña mesa. Se lo había dado Pertelope, una sacerdotisa de alto rango de su orden, con la promesa que en su recia encuadernación podría encontrar sus respuestas.
Cadderly no estaba seguro de creerlo.
El joven erudito estaba sentado en una elevación cubierta de hierba que dominaba la ciudad, se rascó la barba incipiente y se interrogó sobre su propósito y vocación en su confusa vida. Se sacó el sombrero de ala ancha y se quedó mirando la insignia de porcelana que estaba prendida en la cinta roja: un ojo y una vela, el símbolo sagrado de Deneir, la deidad dedicada a la literatura y a las artes.
Cadderly había servido a Deneir desde sus más tempranos recuerdos, aunque no estaba seguro de lo que ese servicio entrañaba, o el propósito real de dedicar su vida a cualquier dios. Era un erudito y un inventor y creía de todo corazón en los poderes del conocimiento y la creación, dos dogmas muy importantes para la religión de Deneir.
Sólo recientemente Cadderly había empezado a creer que el dios era más que un símbolo, más que un ideal forjado para que los eruditos lo emularan. En el bosque de los elfos, Cadderly había sentido el nacimiento de poderes que no entendía. Había curado mágicamente la herida de un amigo que de otra manera se hubiera demostrado mortal. Había adquirido una comprensión sobrenatural de la historia de los elfos, no sólo sus acontecimientos registrados, si no sus sentimientos, el aura sobrenatural que había dado a la antigua raza su identidad. Había observado con asombro cómo el espíritu de un noble caballo se elevaba por encima de su cuerpo destrozado y se alejaba con solemnidad. Había visto como una dríada desaparecía dentro de un árbol y había ordenado al árbol que echara fuera a la elusiva criatura; ¡y el árbol había escuchado su orden!
No había duda para el joven Cadderly: había una magia poderosa en él, concediéndole esos terroríficos poderes. Sus amigos llamaban a esa magia Deneir y decían que era una cosa buena, pero a la luz de lo que había hecho, en qué se había convertido, y de los horrores de los que había sido testigo, Cadderly no estaba seguro de querer a Deneir con él.
Se levantó de la elevación cubierta de hierba y continuó su camino hacia la ciudad amurallada, hacia la Bragueta del Dragón y hacia el Tomo de la Armonía Universal, donde sólo podía rezar para encontrar alguna respuesta y algo de paz.
Pasó la página, sus ojos tratando desesperadamente de escudriñar el reciente material en el breve instante que le llevó pasar la página otra vez. Era imposible; Cadderly simplemente no podía contener su deseo, su insaciable apetito, de pasar las páginas.
Había terminado con el Tomo de la Armonía Universal, una obra de casi dos mil páginas, en pocos minutos. Cadderly cerró el libro con fuerza, frustrado y temeroso. Trató de levantarse de su escritorio pensando que quizá debería ir a dar un paseo, o ir a ver a Brennan, el hijo adolescente del posadero que se había convertido en un entrañable amigo.
El libro lo retuvo antes de que pudiera levantarse del asiento. Con un impaciente y desesperado gruñido, el joven erudito dio la vuelta al libro y empezó su búsqueda una vez más. Las páginas pasaban a un ritmo enloquecido; Cadderly apenas podía leer más de una palabra o dos en cada una de las páginas, y, a pesar de eso, la canción del libro, los significados especiales detrás de las simples palabras, sonaban claros en su mente. Parecía como si todos los misterios del universo estuvieran imbuidos en la dulce y nostálgica melodía, una canción de vida y de muerte, de salvación y condena, de energía eterna e infinita materia.
También oyó voces, antiguos acentos y tonos reverentes que cantaban en los rincones más profundos de su mente, pero no podía entender ninguna de las palabras, como ocurría con las palabras escritas en las páginas del libro. Cadderly las podía ver como un todo, podía ver sus connotaciones, pero no así sus letras.
El joven erudito sintió que sus fuerzas se acababan rápidamente mientras continuaba su lectura. Los ojos le dolían, pero no los podía cerrar; su mente corría en demasiadas direcciones, desvelando secretos que después almacenaba de vuelta a su subconsciente de una manera más organizada. En esas breves transiciones entre una página y otra, Cadderly se las arregló para preguntarse si se volvería loco, o si la obra lo consumiría emocionalmente.
Entonces comprendió algo más, y la idea finalmente le dio la fuerza para cerrar el libro. Varios de los clérigos de Deneir de más alto rango de la Biblioteca Edificante habían sido hallados muertos, caídos sobre este mismo libro. Las muertes siempre fueron vistas como causas naturales, todos esos clérigos eran mucho mayores que Cadderly, pero la intuición de Cadderly le decía otra cosa.
Trataron de oír la canción de Deneir, la canción de los misterios universales, pero no habían sido lo suficientemente fuertes para controlar los efectos de esa extraña y bella música. Fueron consumidos.
Cadderly frunció el entrecejo ante la cubierta negra del libro como si fuera una cosa demoníaca. No lo era, se recordó, y, antes de que sus temores lo hicieran cambiar de opinión, abrió el libro una vez más desde el principio, y empezó con su búsqueda frenética.
Lo asaltó la melancolía; las puertas que bloqueaban las revelaciones se abrieron de par en par y sus contenidos encontraron un lugar en la receptiva mente del joven Cadderly.
Paulatinamente los ojos del erudito se cerraron por el agotamiento, pero la canción continuaba, la música de las esferas celestiales, de la aurora y el ocaso y de todos los detalles que se sucedían eternamente en el conjunto.
Continuó sin parar, una canción sin final. Cadderly se sintió caer dentro de ella, transformándose en nada más que una nota pasajera entre un número infinito de notas pasajeras.
Sin parar…
—¿Cadderly? —La llamada vino de lejos, como si fuera de otro mundo. Cadderly notó cómo una mano le agarraba el hombro, sustancial y fría, y sintió cómo se volvía amablemente. Abrió un soñoliento ojo y vio la mata de pelo negro y rizado enmarcando la cara resplandeciente del joven Brennan.
—¿Estás bien?
Cadderly asintió con debilidad y se restregó los ojos legañosos. Se enderezó en la silla notando una docena de punzadas en varias partes de su entumecido cuerpo. ¿Cuánto rato había estado dormido?
No había sido sueño, descubrió entonces el joven erudito para su cada vez mayor horror. El cansancio que lo había apartado de la conciencia era demasiado profundo para curarse con un simple sueño. ¿Entonces, qué?
Era un viaje, sintió. Se sintió como si hubiera estado en un viaje. ¿Pero adónde?
—¿Qué estabas leyendo? —preguntó Brennan, inclinándose más allá de él para observar el libro abierto. Las palabras apartaron a Cadderly de sus reflexiones. Repentinamente aterrorizado, empujó a Brennan a un lado y cerró el libro con fuerza.
—¡No lo mires! —respondió con aspereza.
Brennan pareció perdido.
—Yo… lo siento —se excusó, a todas luces confundido, con sus ojos verdes alicaídos—. No quería hacerlo…
—No —interrumpió Cadderly, mientras forzaba una sonrisa encantadora en la cara. No había pretendido herir al muchacho que había sido tan amable con él durante las últimas semanas—. No hiciste nada malo. Pero prométeme que nunca mirarás en este libro, no a menos que yo esté aquí para guiarte.
Brennan dio un paso alejándose del escritorio, mirando el tomo cerrado con sincero miedo.
—Es mágico —confesó Cadderly—, y puede causar daño a aquel que no lo lee apropiadamente. No estoy enfadado contigo; de verdad. Sólo me asustaste.
Brennan asintió con debilidad, parecía escéptico.
—Te traje la comida —explicó, señalando hacia una bandeja que estaba encima de la mesilla de noche junto a la pequeña cama de Cadderly.
El joven erudito sonrió ante la visión. El cumplidor Brennan. Cuando llegó a la Bragueta del Dragón deseaba soledad y lo arregló con Fredegar Harriman, el posadero, para tener la comida junto a la puerta. Aunque el arreglo había cambiado rápidamente al conocer y simpatizar con Brennan. Ahora el chaval se sentía libre de entrar en la habitación del joven clérigo y entregar las bandejas de comida, siempre más abundantes de lo que había estipulado, personalmente. Cadderly, a pesar de toda la terquedad y el comportamiento gélido que había desarrollado después de los horrores de la guerra de Shilmista, pronto descubrió que no podía resistirse a la inofensiva camaradería.
Cadderly miró la bandeja de la comida durante un largo rato. Descubrió algunos restos de migajas en el suelo, unos de un bizcocho y otros más oscuros de la corteza del pan del mediodía. Las cortinas de su pequeña ventana habían sido corridas y la lámpara había sido encendida y apagada.
—¿No pudiste despertarme las últimas tres veces que viniste? —preguntó.
—¿Tres veces? —vaciló Brennan sorprendido de que Cadderly hubiera deducido que había estado en la habitación tres veces anteriormente.
—Para dejar el desayuno y luego el almuerzo —razonó Cadderly, y entonces se calló, cayendo en la cuenta de que no debería saber lo que sabía—. Luego una vez más para comprobar que estaba bien, cuando encendiste la lámpara y corriste las cortinas.
Cadderly volvió la mirada hacia Brennan y se sorprendió de nuevo. Casi soltó un grito de alerta, pero se dio cuenta rápidamente de que las imágenes que vio bailando en los hombros del joven, formas difusas de chicas escasamente vestidas que danzaban, de pechos intangibles, eran producidas por su imaginación, una interpretación de su mente.
Cadderly apartó la mirada y cerró los ojos con fuerza. ¿Una interpretación de qué?
Volvió a oír la canción en la distancia. Esta vez el canto era concreto, las mismas frases repetidas una y otra vez, aunque Cadderly todavía no podía descifrar las palabras exactas, excepto una: aurora.
—¿Estás bien? —repitió Brennan.
Cadderly asintió y volvió a mirarlo, esta vez no estaba tan sorprendido por las sombras danzantes.
—Lo estoy —respondió sinceramente—. Y te he retenido más de lo que tú deseabas.
Brennan levantó una ceja interesado.
—Ten cuidado en la Mariposa Nocturna —advirtió Cadderly, al referirse a la sórdida taberna al final de la calle Lakeview, en la parte oriental de Carradoon, cerca de donde el Río Shalane fluía hacia el Lago Impresk—. ¿Cómo un chico de tu edad logra entrar en ese sitio?
—¿Cómo…? —tartamudeó Brennan, sonrojándose.
Cadderly lo despidió, con una ancha sonrisa en la cara. Los pechos danzantes sobre el hombro de Brennan desaparecieron en un estallido de puntos negros. Aparentemente las suposiciones de Cadderly habían puesto fuera de combate las necesidades del adolescente.
Circunstancialmente, Cadderly se dio cuenta mientras Brennan se dirigía a la puerta, que las sombras se habían empezado a formar de nuevo. Las carcajadas de Cadderly hicieron que Brennan se diera media vuelta.
—¿No se lo dirás a mi padre? —imploró.
Cadderly le hizo un gesto para que se fuera, reprimiendo la necesidad de echarse a reír. Brennan vaciló, perplejo. Se relajó casi de inmediato, recordándose a sí mismo que Cadderly era su amigo. Una sonrisa apareció en su cara al mismo tiempo que una bailarina aparecía en su hombro. Chasqueó los dedos y desapareció con presteza de la habitación.
Cadderly se quedó mirando la puerta cerrada y las acusadoras migas del suelo junto a su mesilla de noche.
Las cosas le habían parecido demasiado obvias, lo que había pasado en su habitación cuando estaba dormido, y las intenciones de Brennan para una noche de diabluras. Tan obvio, y con todo, Cadderly sabía que no debería serlo.
—¿Aurora? —susurró, buscando el significado—. ¿El ocaso? —tradujo Cadderly, y sacudió la cabeza lentamente; ¿qué tenía que ver el ocaso con las siluetas de chicas bailando en el hombro de Brennan?
El joven clérigo volvió a posar la mirada en el tomo. ¿Encontraría la respuesta allí?
Tuvo que forzarse a comer, recordarse que necesitaría toda su fuerza en las horas que le aguardaban. Poco después, con el hambre saciada y otra preocupación añadida, Cadderly volvió a sumergirse en el Tomo de la Armonía Universal.
Las páginas empezaron a pasar con la canción sonando sin descanso.