EN UN LUGAR solitario, junto a bosques y prados, hay una jarra de vinagre: el símbolo de la vida.
Confucio se acerca a la jarra, mete en ella un dedo y prueba el brebaje.
—Amargo —dice—. Aun así, creo que podría ser muy útil para aliñar ciertas comidas.
Buda se acerca a la jarra de vinagre, mete el dedo en ella y prueba.
—Amargo —comenta—. Puede mortificar el paladar. Y puesto que el sufrimiento ha de evitarse, debe tirarse esta substancia de inmediato.
El siguiente en meter el dedo en el vinagre es Jesucristo.
—Puf —dice Jesús—. Es ácido y amargo. No sirve para beber. Para que ningún otro tenga que beberlo, yo lo beberé todo.
Pero ahora se acercan a la jarra dos personas, juntas, desnudas, cogidas de la mano. El hombre tiene barba y patas peludas de cabrito. Su larga lengua está algo hinchada de unos poemas que ha estado recitando. La mujer tiene sombrero de vaquera, collar de plumas y cutis rosado. Su vientre y sus pezones muestran las señales de la maternidad; lleva un cesto de hongos y yerbas. Primero el hombre y luego la mujer, meten un dedo en el vinagre. Ella lame el pulgar de él y él el de ella. Al principio, hacen una mueca; pero casi inmediatamente abren amplias sonrisas.
—Es dulce —canturrean.
—¡Dul-ce!