CON SISSY Y DELORES acomodadas en la cueva, el rancho en buenas manos, el Chink dando cuerda otra vez al Pueblo Reloj, La Condesa sacando orinales de postparto y Jellybean lazando nubes en las praderas del Paraíso, parece ser que las cosas se han asentado para esas entidades cuyas aventuras ha narrado este libro.
Podríamos concluir que También las vaqueras sienten melancolía ha alcanzado la entropía máxima, si no fuese por un inesperado fenómeno: la conducta de las grullas chilladoras.
Después de su partida del Lago Siwash, la bandada de grullas se detuvo muy brevemente en sus territorios de invernada de Aransas. Horas antes de que comenzase un festejo de bienvenida, emprendieron vuelo de nuevo, dejando en la estacada al Secretario del Interior, al Gobernador de Texas, a la Cámara de Comercio de Corpus Christy y a miles de patrióticos amantes de las aves.
Siguiendo rumbo al sur, se detuvieron un tiempo en Yucatán, siguieron luego hasta Venezuela y almorzaron ranas-leopardo en los pantanos del Orinoco. En Bolivia, sus excrementos cayeron sobre una revolución. En Paraguay, mancharon las catedrales de Asunción. Las tentativas de aproximarse a ellas de los científicos sudamericanos provocaron invariablemente su marcha. Se desviaron hasta Chile, quizá para rendir tributo al asesinado poeta Pablo Neruda. La siguiente parada fue la Patagonia.
En Estados Unidos y en Canadá, había muchas personas asustadas. El jefe de la Sociedad Audubon, empezó a emitir graznidos que sus camaradas identificaron como de somormujo y cuco. ¿Serían las secuelas de la dieta de peyote o sería algo a la vez más misterioso y más siniestro lo que hacía actuar así a las grullas? Discutían los naturalistas en laboratorios y salas de conferencias… y las chilladoras, cruzando el Atlántico camino de África, hicieron una visita a las islas Sandwich del Sur.
Después de que cazadores furtivos congoleños abatiesen unas cuantas, las Naciones Unidas aprobó una resolución unánime según la cual se castigaba a todo aquél que hiciese daño a las grullas con cárcel en todos los países del mundo. Justo a tiempo, además, pues pronto la gran bandada blanca se lanzó a cruzar regiones densamente pobladas. Las chilladoras destrozaron una playa en el sur de Francia, desplazaron a las famosas palomas de San Marcos de Venecia y realizaron, al parecer, un pintoresco vadeo del Támesis.
Las aves siguieron su ruta… y aún la siguen. Nadie sabe dónde aparecerán la próxima vez. Sus chillidos, recibidos con religioso fervor a lo largo del Ganges, apenas pudieron oírse sobre las bocinas y los chirridos de neumáticos del tráfico de Tokyo. Cuando escribo esto, se las supone en algún punto del interior de China, donde en otros tiempos se producían poemas sobre grullas (no chilladoras, por supuesto) al ritmo de mil por día. Pero hoy son poquísimos los poemas sobre grullas que se escriben en China.
¿Busca acaso el ave más espléndida y grande de Norteamérica un nuevo hogar y explora el globo a la busca de un sitio donde vivir aislada y libre? Esto es una teoría. Naturalmente, han surgido leyendas sobre los viajes de las chilladoras. Una mujer de Borneo afirma haber tenido relaciones sexuales con una de las grullas. Sombras de Leda y el Cañarían Honker.
Quizá las grullas chilladoras lleven un mensaje e intenten transmitirlo por todas partes. Un mensaje de lo salvaje a lo ya no salvaje. ¿Es posible tal cosa?
Todo es posible. Y todo está bien. Y puesto que bien está cuanto termina bien, ¿hemos de concluir que éste es el final?
Sí, casi. Falta añadir la noticia de que las grullas acaban de cruzar la frontera del Tibet. Chillando.