UNA DE LAS víctimas de la guerra de las grullas chilladoras fue el Chink.
Sissy había estado tan preocupada por Jellybean que no había podido dormir. El Chink le había contado historias, le había dado masajes en los pies, le había hecho beber vino de ñame y había tocado una especie de arrullo de lechuza blanca con su violín caja de puros de una sola cuerda, sin ningún resultado. Al fin, Sissy le dejó seducirla y, sin olvidar ningún músculo, tendón, ligamento ni articulación, le dio un verdadero repaso general: tuvo Sissy cuatro orgasmos, y cuando el último se había apagado, su aristocrática nariz andaba empaquetando pequeños zzzzzt y enviándolos a todas partes. Luego, el Chink no consiguió dormir.
El Chink percibía el desastre. Bueno, ¿y qué? La supervivencia, la suya propia o la de cualquier otro, no era para él prioridad máxima. Para un hombre que «seguía el tiempo» por aquellos relojes, había cosas mucho más interesantes y más importantes. Pero le carcomía un estúpido sentido de la responsabilidad. No podía quitárselo de encima. Hasta que al fin dijo: «Bueno, de acuerdo, iré y jugaré, sólo esta vez. En fin, de todos modos no puedo dormir».
Bajó el Cerro Siwash después de ponerse la luna, hazaña que ningún otro podría haber emulado. Muchos burros no podrían bajar por aquel camino a plena luz del día sin destrozar su reputación de animales de pies seguros. Muchos grandes barriles de cerveza serían incapaces de bajar rodando por la senda de Cerro Siwash, y algunos retorcidísimos pretzels no podrían imitarle decentemente.
Al final del camino, se encontró a Delores del Ruby.
Ninguno de los dos pareció sorprenderse, pero sin duda fue comedia.
Se miraron de arriba abajo, ella intentando parecer fría, él más frío aún. Él deseó preguntarle qué estaba haciendo allí, pero no lo hizo; deseó ella decirle que iba a verle, pero no pudo. Ancló las manos en las caderas; arrugó él la nariz. Cuando más procuraban no sonreír, más los pequeños músculos de la boca luchaban por ser libres. La fuerza de las sonrisas reprimidas hacía agitarse sus orejas en la oscuridad.
—Así que tú eres el gran brujo, ¿eh?
Quizá sí y quizá no. De todos modos, que más da.
—Supongo que te debo disculpas. He estado poniéndote verde…
—Da igual.
—Bueno, sólo quería que supieras que estoy empezando a apreciarte. Algunas de tus ideas no están del todo mal.
—¿Te gustan? Deben haberme tergiversado.
—¿No tergiversan a todos los grandes brujos?
—Los tergiversan, distorsionan, diluyen y deifican. Por ese orden. Jesús sufrió a manos de sus adoradores mucho peor destino que la crucifixión. Tienes un culo encantador.
—Tú no te pareces mucho a Jesús.
—¿Cómo lo sabes?
—Hablas de mi culo.
—¿No crees que Jesús hubiese admirado tu culo?
—No el Jesús sobre el que he leído.
—Exactamente. Tergiversado, distorsionado y diluído. En realidad, si Jesús hubiese admirado tu culo, probablemente no lo habría dicho. Sí, tienes razón. No me parezco mucho a Jesús. Y tampoco me parezco mucho a Hubert Humphrey. Hubert Humphrey es capaz de mascar doscientas cuarenta y seis barras de chicle de una vez. Yo no podría hacerlo.
—Sin duda tu linda boquita se hizo para mejores cosas.
Y se inclinó y depositó un beso en los morros del Chink. La primera vez que besaba a un hombre en una era de serpiente.
—Tú tampoco estás mal. Cuando dejas el látigo en casa.
—Ya no juego con el látigo.
—¿Ah sí? ¿Con qué juegas ahora?
—Estoy aprendiendo que hay todo un universo de cosas con que jugar, incluidos grandes brujos.
—Los brujos pueden jugar fuerte. ¿Qué quieres de mí? ¿La llave del tesoro?
Delores buscó bajo su negra camisa, entre oscuros pezones, pelos y lunares, y sacó la sota de corazones.
—Vaya, haces juegos de cartas también. Eres toda una actriz.
—Anoche tuve una visión. No vine aquí a resolver nada. Vine aquí a celebrar, y a que tú celebres conmigo.
—En ese caso, puedes quedarte un tiempo. Es sabia la mujer que no acude al maestro a buscar soluciones.
—Qué más da.
—Sí. Um. Pronto amanecerá. Tengo que ver a unos tipos por un asunto de unos pájaros. Cuando haya luz ya, ¿te importaría subir a la cueva y hacer compañía a Sissy hasta que yo vuelva?
Delores aceptó y el Chink se alejó trotando entre la hierba.
Quizá tuviese algún plan, algún truco mágico pensado. Algo debía tener guardado en su ancha manga. Pero fuese lo que fuese lo que el Chink pensaba hacerles a los agentes federales, nunca llegó a hacerlo. Cuando vio a Bonanza Jellybean destrozada, el viejo chiflado se lanzó derecho hacia las barricadas del gobierno. Nadie oyó sus gritos. Los obscurecieron primero los disparos, luego el altavoz, luego el helicóptero y por último la explosión.
La explosión le derribó ladera abajo, barba, albornoz y sandalias volando, como si la explosión fuese el apagabroncas más duro de Jerusalén y él un gorrón en la última cena. Su cadera izquierda quedó destrozada.