PESE A LA COMUNICACIÓN que se desarrollaba en el Cerro Siwash, había muy escasa comunicación abajo, en el Rosa de Goma. Los abogados de la Asociación Norteamericana de Libertades Civiles intentaron durante todo el día tender puentes entre el gobierno y las vaqueras, pero todos los puentes fueron quemados antes de que nadie los cruzara.
Como oferta última y más generosa de toda una serie de propuestas, el portavoz del Departamento de Justicia prometió al fin que no se abriría ningún proceso contra las vaqueras si éstas se retiraban pacíficamente y permitían al Departamento del Interior tomar las medidas que considerase necesarias para el bienestar presente y la preservación futura de la bandada de grullas chilladoras. Como una especie de propina, el Subsecretario suplente del Interior dijo que si se matase un ave para hacerle la autopsia, sería más tarde disecada y regalada al rancho Rosa de Goma como un símbolo del interés de éste por la vida salvaje en extinción de los Estados Unidos de América.
—Exactamente lo que más necesitábamos —replicó Delores del Ruby—. Una grulla chilladora disecada.
Sí, Delores estaba de vuelta. Y con su regreso desaparecía toda esperanza de acuerdo. Muchas de las vaqueras, preocupadas por la seguridad propia y por la seguridad de sus compañeras, preocupadas por las aves, preocupadas incluso por los hombres que estaban a la puerta, deseaban cada vez más aceptar las condiciones del gobierno. La propia Bonanza Jellybean admitía que las vaqueras habían logrado su objetivo, que habían triunfado repetidamente, que habían triunfado ante una audiencia mundial, y que, en consecuencia, poco más podrían ganar extremando las cosas.
Ay, pero Delores… Era una sombra oscura de mujer. De ojos nocturnos. Y voz de medianoche. Y una sonrisa como el silbido de un áspid bajo la lluvia. Se decía que de cada uno de los pezones de sus pechos perfectos brotaba un largo rizo de pelo como el ébano. Delores permanecía inflexible.
—No adoptamos esta posición por nosotras mismas —decía, con voz tan pesada y lenta como los párpados de un cocodrilo—. No es por las vaqueras —chasqueó su lengua de flecha hacia Jelly—. Es por todas las hijas del mundo. Es un enfrentamiento de la máxima importancia. Es la oportunidad que el género femenino tiene de demostrar a su enemigo que está dispuesto a luchar y a morir. Si nosotras las mujeres no demostramos aquí y ahora que no tenemos miedo a luchar y morir, nuestro enemigo jamás nos tomará en serio. Los hombres sabrán siempre que, por muy firmes que sean nuestras palabras y por muy resueltos que sean nuestros actos, hay un punto en el que daremos marcha atrás y les cederemos el puesto.
Chasqueando el látigo hacia las suaves protestas de la oscura Debbie, Delores desfilaba orgullosa ante las barricadas.
—¡Yo estoy dispuesta a combatir! —gritó—. ¡Además estoy decidida a ganar! ¡A obtener una victoria para todas las mujeres, vivas o muertas, que sufrieron derrotas temporales en su vida interior frente a la insensibilidad masculina!
Unas cuantas vaqueras vitorearon.
—Yo combatiré a esos cabrones —dijo Donna.
Big Red estaba abriendo una lata de judías con un cuchillo de monte.
—Yo les combatiré con gas de judías, si es necesario —dijo Big Red.
Delores y su látigo compartieron una sonrisa.
—El sol se está poniendo —dijo la capataz—. Que las que no tengan que hacer guardia duerman un poco. Por la mañana, planearemos nuestra lucha. Mañana por la tarde, las que quieran pueden reunirse conmigo en el cañavera, donde las grullas y yo compartiremos las últimas migajas que quedan del saco de peyote.