—¡NO DISPARÉIS! —GRITÓ Bonanza Jellybean—. ¡Alto el fuego!
Por fortuna, su grito se oyó por encima de los machetazos picaoxígeno de las hélices del helicóptero, por encima de la fusilería que resonaba entre las asustadas vaqueras de las barricadas. Los disparos cesaron tan bruscamente como había empezado. La única víctima fue un caballo al que alcanzó en la sien una bala perdida. El caballo murió con hierba fresca en la boca.
Jelly había detectado en las toscas fajas de negro y rojo que llevaba pintadas el helicóptero, no la mano de la ley sino del fuera de la ley. Había acertado. Cuando el aparato, tras desmoronar el despliegue floral, se asentó en la hierba unos metros al norte de los cimientos de la cúpula, salió de él Billy West. Vestido completamente de negro, como Delores, hizo cuanto pudo por doblar su circunferencia lo bastante para poder pasar bajo las cuchillas giratorias sin que le decapitasen (El copiloto, un joven de pelo hasta la cintura, se quedó en los mandos).
Jelly se alzó del suelo en un abrazo elefantino. Sostenida en el aire en brazos de Billy, su seis tiros chocó contra el seis tiros de él.
—Que vengan unas cuantas y me ayuden a descargar —dijo Billy—. Te traje unas cajas más de municiones. Y algo de pan de molde. Y unas cuantas judías. ¿Qué te parece mi pájaro girador? Lo conseguí en un trato en Montana. Mierda. Tus muchachas, con su afán de darle al gatillo me han fastidiado la pintura nueva. —Gordos dedos señalaron una cinta de metal desnudo donde una bala había rozado el helicóptero—. Bueno, adelante, hay que descargar; tengo que soltar esto y largarme. Seguro que los federales me siguen la pista.
Cajas de municiones, cestos de pan y cajas de judías salieron del helicóptero y pasaron de chica en chica rápidamente hasta quedar al fin amontonados junto al carro. Luego, lanzando un mofletudo beso, Bill West volvió a meterse en el helicóptero y allá se fue, hacia Dios sabe dónde, agitando las colinas con su temible batir.
La tranquilidad que siguió fue sobrecogedora. El maná del cielo nunca fue como aquello. Salvo unas cuantas nubes trapenses, el cielo estaba vacío. De nada servía mirar hacia allí. Era mejor mirar las nuevas provisiones. El caballo muerto. Las caras angustiadas y asombradas. La radio era la única que tenía el valor de violar la atmósfera contemplativa del momento.
Coincidiendo con el girar de la tierra en que el «tiempo» era las seis en punto, la radio extraía noticias del éter. Más de una vaquera silenciosa oyó al locutor que daba las noticias decir que el juez Fulano, a petición de la Asociación Norteamericana de Libertades Civiles, había concedido cuarenta y ocho horas más de plazo a las vaqueras del Rosa de Goma para cumplir su orden. Se esperaba que siguiesen negociaciones entre vaqueras y gobierno.
En fin, esta evolución de los acontecimientos no era del todo inesperada. La siguiente lo fue, sin embargo. El locutor informó a sus oyentes que la capataz del Rosa de Goma, Delores del Ruby, había salido en libertad bajo fianza, por haber pagado ésta al propietario del rancho asediado, Productos Condesa Inc. La sorprendente y desconcertante noticia de que La Condesa pagaba la fianza de la señorita Del Ruby, la dio el asesor personal del ricacho, un tal doctor Robbins de Nueva York.