HAY UN BRILLO ultraterreno. Viene de una dimensión que no comprendemos aún. Y en esta aurora sobrenatural hay dos cosas animadas. Acostumbrándonos progresivamente a la luz, que es substancia de este «paisaje», reconocemos una de las cosas como un cerebro humano. La otra resulta ser un pulgar.
El Cerebro descansa plácidamente. El Pulgar, que ha aparecido en escena hace muy poco, produce la sensación opuesta. Parece agitado.
—¿Por qué tan triste, amigo? —pregunta el Cerebro.
—Creí que no ibas a preguntarlo nunca —replica el Pulgar—. Sencillamente me siento enfermo y cansado de todo esto. Nada más.
—¿Enfermo y cansado de qué?
—De cargar con la vergüenza. De que me llamen «la piedra básica de la civilización». De que un escritor chiflado me trate como si fuese una puerca metáfora de la civilización. No tengo nada que ver con eso.
—Vamos, vamos, yo no me atrevería a decir tanto. El proceso civilizador se produjo como resultado de los avances tecnológicos. Hasta que el hombre no tuvo herramientas, herramientas que le ahorraran trabajo y le permitieran desarrollar su instinto predatorio con otros animales, no dispuso del ocio necesario para crear el idioma ni para perfeccionar sus cualidades psíquicas y físicas. Tú, Pulgar, diste al hombre la posibilidad de utilizar herramientas. Con eso, le iniciaste en el camino de la civilización. ¿Y no estuviste además con él, ayudándole, paso a paso, en todas las etapas del camino?
—Sí, estuve, pero era inocente. No tenía ningún control. Quería ayudarle a retirar piedrecillas, a recolectar frutos, a coger flores, a construir cuencos y cestos, a hacer música, a tejer; quería ayudarle a eliminar astillas y a acariciar la carne de los seres queridos. No quería participar en ese otro asunto: esa quincallería, ese matar y mutilar, ese súperdesarrollo, ese sometimiento de la naturaleza y esas tentativas de alzar monumentos contra la muerte. Nada de eso quería yo, pero contribuí a ello porque tú me obligaste, tú, so pijo.
El Cerebro lanza una breve y burlona carcajada que ondula sus pliegues.
—El Pijo tuvo mucho que ver con la civilización, desde luego. Pero eso tendrás que tratarlo con él. Yo soy el Cerebro. ¿Recuerdas?
—Cómo podría uno olvidarlo.
—Vamos, vamos —movió su tallo el Cerebro—. Estás portándote de un modo bastante irracional, ¿no crees? ¿Me acusas de verdad a mí de la civilización?
—Exactamente. Esa fea y arrugada superficie superior tuya, esa corteza cerebral, apenas sí existe en los animales inferiores, pero en cuanto tú te hiciste cargo del desarrollo evolutivo y saboreaste los presuntuosos pensamientos abstractos que podías elaborar con ese córtex, lo ampliaste y lo ampliaste hasta que llegó a ser el ochenta por ciento de tu volumen. Entonces empezaste a soltar ideas sutiles a la mayor velocidad posible y a lanzar órdenes a apéndices desvalidos como yo, obligándonos a poner en práctica esas ideas, a darles forma. Así vino la civilización. Le diste el ser porque con ese córtex tan desmesurado y desproporcionado, perdiste la base común con los demás animales, y sobre todo con las plantas; perdiste el contacto, te convertiste en civilización alienada u organizada basada en la compensación. Y nada pudimos hacer ya los demás. Tú estabas encerrado ahí en tu sólido fortín óseo, rodeado de un foso cerebroespinal, utilizando más del veinte por ciento del suministro de oxígeno del organismo y trasegando una cuota desproporcionada de nutrientes, tú, cabrón codicioso; tú tenías el control de los conmutadores motrices musculares y nada podíamos hacer para controlarte e impedir que destrozaras la belleza del mundo.
La uña del Pulgar estaba encarnada de rabia.
Moviendo lentamente su perfil de profundas fisuras y amplias protuberancias, el Cerebro lanzó un suspiro y dijo:
—Sí, sí, hay cierta verdad en lo que dices. Soy el órgano favorecido del cuerpo, pero eso se debe a que mi carga de trabajo es muy pesada y además vital. Y contribuí enormemente a la civilización, igual que tú. No podría haberse dado sin mí, lo mismo que no podría haberse dado sin ti, pero al mismo tiempo soy tan inocente como tú.
—¿Cómo ibas a serlo? Tú expresabas los deseos, tú formulabas los modelos. Emitías las órdenes, estabas al mando.
Suspiró el Cerebro una vez más. Era el tipo de suspiro que podría esperarse en un sujeto gordo y más bien pomposo: gris y húmedo y burlón.
—No me entiendes, ya lo veo. Crees conocerme (toda esa chachara semiculta sobre la evolución del córtex cerebral lo indica) pero en realidad no me conoces. Sí, por supuesto, estoy seguro de que sabes que tengo una red electroquímica de trece mil millones de células nerviosas, y quizá sepas que en algunos de mis rincones y hendiduras (tú eres afortunado y tienes una estructura lisa y holística), esos cuerpos celulares están tan densamente agrupados que caben cien millones en una pulgada cúbica, y cada uno de esos malditos ronronea, palpita y parpadea sin que haya ni dos exactamente iguales; sí, quizás sepas eso, pero nunca podrás saber de veras lo duro que es ser electroquímico, ser, y no presumo la cosa más complicada y eficaz de la naturaleza…
El Pulgar hizo un gesto, como si estuviese tocando un violín.
—Es la historia más triste que he oído en mi vida —dijo con sarcasmo.
—No pretendo congraciarme contigo; sólo quiero que entiendas. Atiende, y, si me desvío, recuerda que no estoy tan firmemente centrado como tú. Calla y escucha. Hay una lucha constante de palpitaciones eléctricas penetrando en mí y martilleándome como la lluvia un techo tropical. Estoy sometido a un chaparrón interminable de señales que hacen que mis células nerviosas (neuronas, si prefieres) se activen sucesivamente, como una traca. Durante cada una de esas pulsaciones, se alteran las cargas eléctricas, se expulsan sustancias químicas, se abren y se cierran hendiduras, los iones desertan de una neurona e invaden otra; es increíblemente complicado y, sin embargo, el ciclo completo se produce en aproximadamente una milésima de segundo… Una milésima de segundo… y el hombre cree tener una concepción del tiempo… ¡ja!
—Si fuese la boca, bostezaría —dijo el Pulgar—. Vete al grano antes de que me quede rígido de aburrimiento.
—A nadie le gusta un Pulgar rígido, ¿verdad? —se burló el Cerebro—. Bueno, la cuestión es en parte ésta: la información que me activa, que produce una reacción en cadena de mis neuronas, es sensitiva y me llega enviada por otras partes del cuerpo, entre ellas tú. Mi reacción al mundo externo es en parte resultado del tipo de datos que tú me envías cuando sondeas el entorno.
—Eso es tendencioso —objeta el Pulgar—. En primer lugar, los datos que yo te doy son completamente objetivos. Yo puedo decirte si un cuchillo está afilado, pero no puedo aconsejarte que lo claves en otro cuerpo (yo nunca lo haría) y, en segundo lugar, recibes un suministro de información tan infinitamente superior de los Ojos, por ejemplo, que no hay comparación posible.
—Puede que no —acepta el Cerebro—, pero contribuyes. Y mi argumento es que las órdenes que te doy a ti y que doy al resto del organismo son más que nada mis reacciones naturales ante el material sensible con el que me alimentáis constantemente. Más que nada, aunque no totalmente. Porque la verdad es que mis neuronas se activan a veces de modo espontáneo sin que haya ninguna señal estimulante. Estoy sometido a un notable número de corrientes que se generan al azar. No hay aquí tanto orden como tú te imaginas. Muchas veces, la mayoría de las veces estoy a merced de fuerzas impredecibles.
A la extraña luz de la indefinible dimensión, el Pulgar vacila. Dice al fin:
—Pretendes decirme que no eres tú quien controlas.
—¡Exactamente! Demonios, creí que nunca lo entenderías.
—Bueno, si tú no controlas, ¿quién lo hace?
—No lo sé —dice el Cerebro, suave, solemne. La masa parece realmente triste.
—Oh, vamos. De esos trece mil millones de células que hierven en ti, no usas más que un diez por ciento. El noventa por ciento de tus recursos están siempre dormidos. Sólo con que te molestases en poner a trabajar esa inmensa masa, si no fueses tan cochinamente conservador (¡demonios, no es raro que seas gris!) y dejases de preocuparte constantemente por la supervivencia; si empezases a recorrer las vastas regiones no exploradas de tu pegajoso ser, descubrirías muy pronto dónde está localizado el Control Central. Estoy seguro, y hallarías las respuestas a los interrogantes filosóficos y espirituales que están volviéndote loco, y volviéndonos locos a todos, debido a que se les ha dado una respuesta errónea (lo ha hecho ese diez por ciento tuyo que trabaja), que ha sido el origen de las peores características de la civilización. Te niegas a trabajar, eso es todo.
—Pulgar, viejo camarada, tú no eres capaz de distinguir el Culo del Codo. Claro, soy un poco conservador; tengo que serlo. Mi misión es preservar a perpetuar la especie…
—¿Y quién te ha encomendado tal misión?
—El ADN, por supuesto. Pero no me preguntes quién le da órdenes al ADN, porque sinceramente no lo sé. Aunque la razón de que no lo sepa nada tiene que ver con el hecho de que aproximadamente un noventa por ciento de mí esté dormido. Está dormido porque lo inhibo. Y lo inhibo porque si no lo hiciera quedaría sumergido en información intrascendente. Tendría que reaccionar a tantas señales del mundo externo, que no podría pensar en absoluto. Y cada vez que los humanos abrieran los ojos, les daría algo así como un ataque epiléptico. En realidad, no hay nada en esa porción dormida que no esté ya en el resto de mí. Es sólo más igual, nada más. Más de lo mismo. No hay respuesta a los Grandes Misterios ocultos ahí, ningún sistema secreto superior para valorar la experiencia; se trata de una cuestión cuantitativa, no cualitativa. Reduzco el flujo de entrada para que no nos ahoguemos en excitaciones, eso es todo.
Tras esto, el Pulgar se balancea largo rato.
—Entonces no hay esperanza —dice, por fin.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, si no tienes las respuestas a la Gran Pregunta y no sabes quién las tiene, si no eres tú quien controla y no sabes quién controla, entonces estamos donde al principio, y no existe la menor esperanza; jamás sabremos qué es Qué y nunca descubriremos una forma de revisar la civilización.
—No desesperes. Es una mala solución.
Alteraciones sinápticas hacen vibrar suavemente al Cerebro. Parece éste la ensalada de gelatina de un banquete de gnomos.
—Sospecho —continúa— que quizás haya otras posibilidades. Si te fijas, yo soy una especie de herramienta, un instrumento, un aparato como tú. Puedo ser utilizado. Utilizado para pensar. En fin, he sido utilizado sobre todo torpemente y de forma esporádica. No es que los humanos no hayan pensado conmigo profundos pensamientos; lo han hecho y siguen haciéndolo. Probablemente no queden ya en mí pensamientos más profundos y mayores. Los mejores han sido ya pensados y repensados varías veces. Pero quizá sea necesario no pensar más, ni siquiera pensar mejor, sino iniciar un tipo distinto de pensamiento. A lo largo de los siglos, ha habido un puñado de humanos (poetas, locos, artistas, monjes, ermitaños, compositores, yoguis, brujos, excéntricos, magos, anarquistas, hechiceras y miembros de raras y extrañas subculturas como los gnósticos y el Pueblo Reloj) que han utilizado mi maquinaria pensante de formas insólitas e impredecibles, con interesantes resultados. Quizá si se desarrollasen más tipos de pensamiento de este género, pudiese ser yo más útil al Universo.
—Hmmmm —murmura el Pulgar.
—Y mira, me paso casi tanto tiempo soñando como pensando, y sin embargo, ¿cuántos aplican de forma iluminadora o práctica sus sueños? Poquísimos, te lo aseguro. Dormir/soñar quizá sea lo que mejor hago. Quizá sea mi verdadera vocación, y el tiempo que he de pasar cuidando de la supervivencia pura tarea rutinaria; sacar la basura, como si dijésemos.
El Pulgar parece desconcertado.
—Sabes, Cerebro, lo que me asombra es que tú te conoces a ti mismo y al mismo tiempo no te conoces a ti mismo, y sabes que te conoces a ti mismo y sabes que no te conoces… oh, esto resulta ridículo.
—Es la vieja paradoja —dice el Cerebro, sonriendo por sus diversos pliegues y hendiduras.
—¿Pero cuál es la fuerza paradójica que te permite hacer eso? —pregunta el Pulgar—. ¿Qué es lo que te permite pensar sobre el pensamiento y sentir sobre el sentimiento?
—La Conciencia.
—Vale, de acuerdo, muy bien. Si tienes toda esa Conciencia y la Conciencia es tan todopoderosamente poderosa, por qué no puedes arreglar las cosas, equilibrarlas…
—Querido Pulgarcete, porque no tengo «toda esa» conciencia. Tengo una cuantía notable. Pero desde luego no tengo el monopolio de ella. Todos suponen que la Conciencia es propiedad exclusiva del Cerebro. ¡Qué error! Yo tengo mi parte de ella, desde luego, pero no suficiente para reclamar privilegios especiales. La Rodilla tiene Conciencia y el Mundo tiene Conciencia. Hay Conciencia en el Hígado, en la Lengua, en el Pijo, en ti, Pulgar. Corre a través de ti, también, y tú la expresas. Cada uno de vosotros sois una parte de ella. Además, hay Conciencia en mariposas y plantas y vientos y agua. ¡No existe ningún Control Central! Está en todas partes. Así pues, si lo que se necesita es Conciencia…
—Empiezo a comprender —dice el Pulgar.
¡Ay! En cuanto el Pulgar se reconoce como agente de Conciencia, varias piezas del Rompecabezas empiezan a encajar, y aunque la imagen que forman posee escaso sentido lógico o literal, contiene un sentimiento ajustado y hermoso.
—¡Oh! —grita el Pulgar—. Todo parece mucho más luminoso y mejor. Ay si las demás partes del cuerpo comprendiesen que son manifestaciones de la Conciencia absoluta… Entonces…
—Quizá podamos despertarlas —sugiere el Cerebro—. Sólo que habríamos de hacerlo de forma lenta y gradual, para no poner en peligro la supervivencia.
El Pulgar ignora las cautas matizaciones del Cerebro.
—Despertémoslas —dice con vehemencia—. Vamos. ¿Dónde está el Pijo?
—Oh, probablemente correteando tras el Coño, como siempre. ¿Echamos un vistazo?
En el reino de la luz corpórea, hay movimiento, y eso es lo máximo que puede decirse al respecto, porque nada más se puede decir.