UNA NOCHE DE la pradera en que el cielo parecía un cuenco de crema de sopa de luna batido por el largo cucharón del viento, el vehículo que las vaqueras conocían como «el carro del peyote» salió del Rosa de Goma y no volvió. Delores del Rubí iba al volante. Los medios especularon que la marcha de la «segunda al mando vestida de negro del látigo» resultaba significativa y quizá fuese indicio de disensiones en el «rancho misterioso».
Durante los días siguientes, los reporteros estuvieron pendientes de posibles indicios de disensión, pero por lo que pudieron detectar a través de sus prismáticos y en conversaciones ocasionales con los taciturnos guardianes de la entrada, la solidaridad prevalecía. De hecho, las vaqueras procuraban disfrutar de su vida de vaqueras como si el Ojo Nacional no interrumpiese nunca su escrutinio del nuevo Presidente para hacerles un guiño a ellas. Según el director del refugio de Aransas, que las veía cabalgar, echar el lazo, desollar y soltar cometas tántricas tibetanas, tenían «toda la apariencia de jovencitas retozando».
En sus reuniones de barracón, sin embargo, una cierta sobriedad presidía sus risillas, y mientras limpiaban las armas de fuego y analizaban la situación, nadie las habría tomado por Chicas Exploradoras. Brotaban de sus labios expresivos y vulgares tacos, dirigidas contra los elementos, que agostaban su huerto una semana, y lo inundaban a la siguiente.
—Los dioses de la pradera nunca fueron amigos de la agricultura —recordaba Debbie a sus compañeras—. Les gustaba más el bisonte.
Esto no aplacó gran cosa a Big Red.
—Nosotras no tenemos judías obisontes —se quejó.
—Las cabras son nuestros bisontes —dijo Debbie—. Mientras las tengamos, tendremos leche, yogur y queso.
—Tenemos leche, yogur y queso —aceptó Jellybean—, pero no vamos a tener ningún Crosby, Etill Nash… si la compañía eléctrica nos corta el suministro. Así que las que estéis a favor del estéreo frente a mi viejo Gibson, ¿por qué no trabajáis voluntariamente esta tarde en el molino de viento, aunque sea domingo?
—Yo tengo que respetar el descanso dominical y santificarlo —objetó Mary.
—Vale, Mary —dijo Jelly—, tú puedes pasarte la tarde rezando por las compañeras que se rompan el culo trabajando. Por cierto, Billy West nos va a dar los materiales del molino de viento gratis, bendito sea su corazón, bendito sean los ciento veinte kilos que pesa; me dijo esta mañana que no nos lo iba a cobrar. Así que, qué os parece si metemos la directa y lo construimos. ¿Alguna pregunta?
—Sí —dijo Heather—. ¿Y si todas las del rancho llevamos uno de esos casquetes con la hélice de plástico encima? Tal como sopla el viento por aquí, ¿no produciría eso suficiente electricidad extra para que yo pudiese encargar un vibrador?
—Los vibradores funcionan con baterías, maja —dijo Jelly, sintiéndose culpable, quizá, por sus sesiones de ñames semanales con el Chink—. Se levanta la sesión.
Un grupo de vaqueras se puso a construir el molino de viento, cantando mientras trabajaba. Los funcionarios que vigilaban el rancho no encontraron nada alarmante en aquella tarea. Pero al poco tiempo, las chicas emprendieron más obras, cuyas implicaciones complicarías aún más las cosas en el Rosa de Goma.
Oh si… Sissy, allá en Virginia escuchando las noticias, Sissy sospechó exactamente adonde había ido Delores. La capataz había ido a Nuevo México a buscar peyote.