ACABEMOS DE UNA vez por todas con ese rumor: Richmond, Virginia, no está enamorado de Inglaterra, no se espera ningún niño, ni hay boda a la vista. La internacionalmente famosa Inglaterra, por su parte, apenas si tiene idea de la existencia de Richmond, Virginia, y además, tiene un Richmond propio viviendo bajo su techo en Surrey Norte. En cuanto al próspero, conservador y prometedor Richmond, Virginia, lo que siente por Inglaterra (mucho más vieja que él) no es pasión romántica sino envidia. Admira los siglos de respetabilidad de Inglaterra y le gustaría que fuesen suyos. Anhela llevar los calzones de Inglaterra, no meterse en ellos. Acuérdate, lo leíste aquí primero.
Una forma que tiene Richmond de demostrar su admiración y su envidia es la imitación (¿no lo hacemos todos?). Por ejemplo, Richmond ha reproducido toneladas de arquitectura inglesa, dejándolas a la intemperie, permitiendo que la ocupen personas cuyos acentos moverían a un inglés respetable a llenarse los oídos de papas de maíz. En el West End, el tipo de edificación más popular es la versión ampliada de la casa de campo tradicional inglesa, con viejas vigas y tejados de libro de cuentos, pero normalmente engalanados con añadidos tan poco ingleses como piscinas, patios y porches cerrados con cristal térmico.
Fue precisamente en una de estas elegantes casas donde esperó Sissy a que su nuevo pulgar saliese del horno.
Entretanto, experimentaba un renovado placer con el viejo pulgar, el monstruoso izquierdo, el que hizo saltar la banca de Monte Extraño. Lo aceitaba y perfumaba, lo ponía al sol, lo abanicaba, lo flexionaba, lo giraba, trazaba con él asombrosas sombras ovoides en techos y paredes, lo enfocaba hacia estrellas y planetas, lo hacía chapotear en la bañera, lo hacía rodar por sus partes erógenas, lo agitaba hacia veloces vehículos en las Autopistas del Corazón y hablaba con él de los viejos tiempos. Fue como una segunda luna de miel. La única ocasión en que el reconciliado apéndice no la emocionaba ni la alegraba era cuando se ponía a pensar en cómo golpeaba cráneos. Entonces se estremecía como el basurero que tenía que recoger la basura del castillo de Frankenstein.
Sin embargo, Sissy portaba generalmente su pulgar izquierdo con una majestad que desconcertaba a Margaret Dreyfus, y hacía sonreír a Félix Dreyfus. Pero ambas reacciones importaban poco porque cuando Sissy no estaba absorbida por sus pulgares (el nuevo y pequeño en su horno, el viejo y grande tomando el sol) estaba igualmente absorta siguiendo las noticias de la historia de las grullas chilladoras.