SISSY UN PULGAR veía las noticias por televisión, las últimas y las primeras; Pulgar Solitario Hitche posaba su oreja en el pecho de la radio; la Señorita Nueve deditos era la primera persona que se levantaba de mañana a recoger el Times Dispatch que lanzaba el repartidor. Casi nadie seguía la «historia» de las grullas chilladoras más detenidamente que Semipulgarcita, el obseso serafín posado en el West End de Richmond.
Pero los acontecimientos relacionados con las grullas chilladoras se vieron eclipsados por otros acontecimientos ocurridos en Washington, donde el Presidente tenía también un pequeño problema manual. Es decir, al Presidente le habían pescado con las manos en la masa, y las manos del Presidente se habían ruborizado, habían enrojecido, las manos del Presidente estaban más rojas que un crepúsculo del cartel de una agencia de viajes, rojo alcahuete, un rojo capaz de enfurecer a los toros y detener locomotoras, pero no rojo sangre, pues la sangre es sagrada y el rojo de las manos del Presidente era el rojo de las mentiras y los chanchullos y la codicia y la megalomanía arrogante. Sí, se había visto al Presidente, de costa a costa, con masa hasta los codos, y al público (con el cerebro irremediablemente lavado respecto al auténtico significado de los movimientos) le emocionaban más los frenéticos escamoteos de las bermejas manos del Presidente, que se retorcían y se zafaban y se sacudían el soborno, que se lanzaban en picado en busca de un bolsillo seguro, que intentaban abrirse paso en un distinguido par de guantes, que el grácil deslizarse de las grullas chilladoras, recién halladas en las colinas de Dakota.
En modo alguno ignoraron, sin embargo, los medios de comunicación la saga de las chilladoras; era la noticia número dos del país, y le dedicaron más tiempo y espacio que a la situación internacional, que era desesperada, como siempre. Y así Nuestra Señora del Dedo Perdido, aunque tuvo que serrar mucha madera política, consiguió llegar a la médula, estableciendo los siguientes hechos:
La Condesa no había tenido nada que ver con ello; el cerebro de La Condesa (y los cerebros tienen sus debilidades, como todos sabemos) había sido involuntariamente sincronizado a otra frecuencia, quizás a ese canal que radia para mongoloides, bellas durmientes y gatos domésticos. El aparato explorador del gobierno, para desdicha del Secretario del Interior, no había localizado a las grullas, aunque había pasado a un pelo aeronáutico de ellas en varias ocasiones. No, los cineastas de los estudios Walt Disney salieron un día de las ciénagas de Florida, donde habían estado filmando Hora de comer en los pantanos, se enteraron de la desaparición de las chilladoras y comunicaron a las autoridades: «Oigan, por qué no echan un vistazo en el pequeño Lago Siwash de las colinas de Dakota; las grullas paran allí, y en aquella zona pasan cosas realmente increíbles».
Al día siguiente mismo, dos representantes del servicio de pesca y vida salvaje de la zona intentaron investigar el lago. Llegaron hasta las puertas de un rancho, donde una jovencita con un rifle les hizo dar la vuelta.
A la mañana siguiente, los agentes de pesca y vida salvaje sobrevolaron el Lago Siwash en un helicóptero del servicio forestal de Estados Unidos. Antes de que los disparos de una banda de jóvenes a caballo les expulsaran, observaron más grullas chilladoras de las que ojos humanos hubiesen visto en un solo lugar (es decir, ojos de humanos que no fuesen aquellas chicas locas, que, por cierto, ¿quién diablos podían ser?).
Aquella tarde, dos representantes del Servicio de pesca y vida salvaje volvieron al rancho. Iban con ellos dos rangers del servicio forestal, un guardabosques, el sheriff del condado, cuatro ayudantes, el condestable del pueblo de Mottburg, varios de sus ayudantes, el director de la Gazette de Mottburg (que era también corresponsal de zona de la Associated Press) un par de observadores de pájaros y dos o tres buscadores de emociones. A este grupo le recibió en la puerta otro de por lo menos quince hembras armadas, la mayoría entre los diecisiete y los veintiuno, de estrechos vaqueros, chaquetillas y sombreros y botas tipo oeste. Una de las jóvenes, a la que se describió como sumamente atractiva, se identificó como Bonanza Jellybean, jefe del rancho, y dijo a las autoridades: «Los bichos están aquí perfectamente. Están en muy buena forma, como pudisteis comprobar desde vuestra jodida máquina voladora, nadie los molesta, tienen libertad para ir y venir a su gusto. Pero esto es propiedad privada y ninguno de vosotros pondréis un pie aquí». Los polis intentaron asustar a las vaqueras (pues vaqueras era lo que eran) pero no resultó. «Volveremos con una orden del juez y un puñado de órdenes de registro», advirtió el sheriff, a lo cual la señorita Bonanza Jellybean replicó: «Volved con un par de personas que sepan lo que hacen y les dejaremos entrar para que vean de cerca a los bichos». Otra joven, que llevaba un látigo y vestía toda de negro, añadió: «Y procurad que esas dos personas sean hembras». La señorita Jellybean enmendó esta exigencia: «Procurar que por lo menos una sea mujer», dijo. «Y será mejor que lo hagáis como decimos, porque si no habrá problemas». Los abogados dijeron a los agentes del Servicio de pesca y vida salvaje que conseguirían llevarles hasta el lago inmediatamente si querían, pero el representante federal, de cabeza tan pelada como un tajo de cocina, replicó que el emplear la fuerza podía poner en peligro vidas, de grullas y de seres humanos, y él estaba seguro de que el problema podía resolverse sin riesgo al día siguiente. «Vamos a un teléfono», dijo a su ayudante, y como si una cabina telefónica de Mottburg fuese la última parada para tomar café del universo, allá se fueron todos corriendo.
Cuando los rosados dedos de la aurora siguiente tamborilearon la cuerda del horizonte, se reunió a la puerta del Rosa de Goma todo el grupo de la tarde anterior, más nueve buscadores de emociones de añadidura, ocho reporteros de televisión, siete de prensa, seis funcionarios de la capital de la nación, cinco ayudantes más, cuatro miembros de la Sociedad Audubon, tres agentes del FBI, dos asesores legales bien pagados y un hombre de la CÍA en un peral.
Las vaqueras también habían aumentado de número. El boquiabierto director de la Gazette de Mottburg contó casi el doble que el día antes. Bebían cacao, se cepillaban el pelo unas a otras, y se restregaban el sueño de los ojos. Bonanza Jellybean, con una falda de cuero tan corta que su entrepierna creía que aún no se había vestido, avanzó a negociar con un Subsecretario suplente del Interior. Mientras hablaba hacía girar entre sus dedos un revólver de seis tiros.
Se acordó por fin, que entrasen en el rancho dos observadores. Habían de ser el hombre que quizás estuviese más familiarizado con la vida de las grullas chilladoras, el director de la reserva de Aransas, Texas, y la sumamente nerviosa Inge Anne Nelsen, profesora de zoología de la Universidad Estatal de Dakota del Norte. La profesora Nelsen quiso que quedase una vaquera fuera de las puertas del rancho en custodia temporal, para asegurarse contra la posibilidad de que la propia profesora fuese retenida como rehén. La propuesta enfureció a la capataz del Rosa de Goma, Delores (con «e») del Ruby, la que vestía de negro, que replicó: «Una de las razones de que quisiésemos una mujer para esta tarea era la de no tener que vérnoslas con este tipo de mentalidad paranoica y machista…» y la señorita Jellybean reprendió a la bióloga: «No traiciones a tu vientre». En ese momento, una vaquera llamada Elaine saltó por la valla ofreciéndose voluntariamente a quedar con las autoridades. Elaine entusiasmó a los cámaras y enfureció a los polis procediendo a abrazar coquetamente al Subsecretario suplente.
La profesora de zoología y el director de Aransas recibieron caballos y fueron escoltados hasta el lago por media docena de vaqueras montadas. Tras unas dos horas (período durante el cual los periodistas intentaron sin éxito sonsacar información a Elaine y los abogados miraban, con esa mezcla de deseo y repugnancia típica de hombres criados en un medio puritano, a las vaqueras que guardaban la puerta), la expedición del Lago Siwash regresó. Los delegados del gobierno informaron en privado al Subsecretario suplente del Interior (al que Elaine insistía en llamar subsexuado ayudante inferior), y él, por su parte, hizo una declaración informal a sus subordinados y a la prensa:
«Tengo el sumo placer de poder informar al Presidente, que tan preocupado estaba por el destino de nuestras grullas chilladoras (ji ja ji, risillas risillas), al Secretario del Interior y al pueblo norteamericano, que toda la bandada de grullas está realmente en el Lago Siwash, y, según parece, en condiciones saludables. Las grullas han construido nidos de incubación alrededor del pequeño lago y han incubado allí sus polluelos. Contando los polluelos, hay ahora aproximadamente sesenta grullas en la bandada».
(Sonoros vítores de la sección Audubon y de los observadores de pájaros por libre).
«Aunque sean buenas noticias, también son muy desconcertantes. Las grullas chilladoras tienen una conciencia territorial muy acusada. Jamás, que se sepa, habían anidado a menos de kilómetro y medio de distancia unas de otras, y sin embargo aquí están prácticamente ala con ala. Además, esta bandada durante el tiempo que el hombre la ha observado, ha anidado de forma exclusiva en las soledades del norte del Canadá. ¿Por qué este año redujeron su emigración en unos mil seiscientos kilómetros y decidieron anidar e incubar hacinados en este pequeño lago, tan cerca de los seres humanos, cuando las grullas chilladoras son tan notoriamente esquivas? Son cuestiones desconcertantes, que nuestros mejores especialistas intentarán aclarar en un futuro próximo. De momento, la noticia de que nuestras grullas están vivas y aparentemente (una mirada furtiva a las vaqueras) seguras, quizá sea ya noticia suficientemente buena».
A la mañana siguiente (y los días parecen seguir a los días, ¿no es así, estudiosos del tiempo?), cuando el Subsecretario suplente y su grupo se abrió camino entre la muchedumbre que se arremolinaba a la puerta del Rosa de Goma, pasando redactores, periodistas, fotógrafos, rancheros, haraganes, madres dando de mamar a sus bebés, vagos rurales con camisetas de mangas enrolladas para mostrar la suma total de su personalidad, indios, turistas, amantes de las aves, viejos que mascaban tabaco, hijas fugadas deseosas de unirse a las vaqueras y, por supuesto, entusiastas decididos de casi todas las ramas de la puesta en ejecución de la ley; cuando el Subsecretario suplente cruzó a través de esta muchedumbre vagamente festiva, su humor era conciliador. Su jefe, el Secretario, le había aconsejado ser conciliador. Y, por otra parte, la noche anterior (y los días parecen preceder a los días) en el Elk Horn Motor Lodge, el Subsecretario suplente había sondeado a los ciudadanos de Mottburg. Había oído que las vaqueras eran vagabundas, lesbianas, brujas, drogadictas, que fornicaban con los animales del rancho, que se alimentaban de arroz sucio y que lanzaban extraños cometas. Sin embargo, los nativos creían que aquellas mismas vaqueras, por muy basura que fuesen, tenían pleno derecho a impedir que «el gobierno» entrase en sus tierras: la gente de la pradera es decididamente opuesta a cualquier interferencia del estado central. El Subsecretario suplente prestó a la opinión local la misma atención que prestan al viento los marineros que mean en el bauprés.
Así nació un compromiso. Bonanza Jellybean aceptó que la profesora Nelsen y el especialista en chilladoras de Aransas visitasen dos veces por semana el Lago Siwash para controlar a las grullas. A cambio, el Subsecretario suplente impediría que penetrase en el Rosa de Goma aquel aparato aéreo que volaba tan bajo. Además, buscaría la cooperación de los terratenientes colindantes y del equipo del sheriff para mantener lejos de allí a las muchedumbres de curiosos.
(Antes, sin embargo, de que entrase en vigor la prohibición de los vuelos, todas las cadenas de televisión importantes filmaron documentales aéreos del Lago Siwash y de las grullas. La visión de aquella animada charca, orlada de españadas, cañas y sagitaria, reflejando cerros dulcemente redondeados como podría reflejar un ojo tántrico los globos de su diosa, hizo retorcerse a Sissy ante la pantalla de televisión, como abrasada por sus propios fuegos profundos).
Públicamente, al menos, el gobierno adoptaba esta postura: las vaqueras parecían inocentes de cualquier fechoría manifiesta en lo relativo a las chilladoras. Las mujeres admitían alimentar a las aves, pero sin manifiesta intención de alterar sus hábitos naturales. Era evidente que no habían intentado explotar a las grullas en ningún sentido. El hecho de que retuviesen la información sobre las andanzas de las chilladoras, y el de que dispararan contra agentes federales, resultaba sospechoso, y en el último caso podría dar origen a un proceso, pero, de momento, vista la multiplicación de las aves y considerando el hecho de que se había llegado a ciertos compromisos, las damas del Rosa de Goma gozarían de las ventajas y beneficios de la duda.
Las cosas fueron bastante bien durante una semana. Luego, la profesora Inge Anne Nelsen solicitó permiso (de mala gana, afirmaba) para matar una grulla. Según dijo: «la conducta de las aves es tan atípica, su psicología se ha alterado tan drásticamente y, podría añadir, de forma tan súbita, que la única hipótesis que se me ocurre es que hayan sido drogadas… involuntariamente o no. La señorita Jellybean se ha negado a permitirnos inspeccionar los alimentos con que suplementan la dieta natural de las grullas. En consecuencia, el único recurso es hacer la autopsia a un ave muerta».
—¿Matar un ave que está al borde de la extinción? —preguntó con un gemido el Subsecretario; su úlcera salió del armario—. Vamos, nos lincharían en las escaleras del Museo de Historia Natural.
El nudo corredizo se apretaba ya alrededor de su úlcera. ¿Alguna declaración final, úlcera? Sí. ¡Uajuajuajuajuaj!, chilló.
—Considere lo siguiente —replicó la profesora Nelsen—: Las grullas no emigraron al Canadá a pasar el verano. ¿Cree usted que emigrarán a Texas en invierno? Supongo que sabe, señor Subsecretario, cómo son los inviernos en este rincón del bosque. Las grullas no llegarían a Navidad. Es mejor un ave muerta que sesenta. Y sólo tenemos sesenta.
—Permiso concedido.
Pero cuando la profesora intentó realizar su propósito las vaqueras la acorralaron. La tacharon de verdadera desgracia para las tradiciones fecundadoras de la femenidad. La amenazaron con pintarle un bigote y arrancarle a tiros los pezones.
En ese punto, el gobierno decidió presionar un poco. Qué demonios, el Presidente estaba a punto de abandonar la Casa Blanca por la salida de incendios. ¿Qué más podía pasar? El FBI descubrió que las vaqueras no tenían título de propiedad del Rosa de Goma. Buscaron al legítimo propietario para convencerle de que desahuciara a las jóvenes y/o concediese al gobierno permiso para entrar sin restricciones; pero el propietario resultó ser un ricacho de los cosméticos que había sufrido recientemente varias heridas en la cabeza y ahora se dedicaba a guiñar el ojo a las figuras del empapelado mientras escuchaba silbar vientos distantes por cuellos de etéreas botellas de Ripple.
Las autoridades tuvieron mejor fortuna en su maniobra siguiente. Se descubrió que el Rosa de Goma operaba como granja lechera sin licencia, y que vendía cierta cantidad de leche de cabra a una fábrica de quesos de Fargo. Un día, precisamente el mismo en que el Presidente salía por la puerta trasera en calcetines y con la cartera rebosante de acciones, un inspector del departamento de sanidad del condado hizo una visita al rancho, contabilizó dieciséis infracciones y cerró la granja lechera. ¡Ay! ¡Privadas de su única fuente de ingresos, las vaqueras se vieron presionadas de veras!
Todo esto supo Sissy por los medios de difusión, y aunque los medios no la informaron de si Delores había tenido o no su tercera visión del peyote o si los problemas urinarios de Elaine se habían resuelto, o si Debbie había llegado ya, por una u otra vía, a la paz que sobrepasa todo entendimiento, era sin duda bastante, y lo llevó consigo en la cabeza cuando la readmitieron en el O’Dwyre para la segunda amputación.