UN DÍA, en el hospital ingresó una joven y ningún pájaro cantó.
Un día, se analizó sangre en un laboratorio y ningún pájaro cantó.
Un día, poderosas lámparas iluminaron una sala de operaciones y ningún pájaro cantó.
Un día, se insertaron tubos IV en venas y ningún pájaro cantó.
Un día, una joven fue llevada sobre ruedas a cirugía y ningún pájaro cantó.
Un día, un anestesista clavó una aguja en un redondo y cremoso trasero y ningún pájaro cantó.
Un día, un anestesista clavó agujas en un largo y grácil cuello y ningún pájaro cantó.
Un día, una enfermera restregó un brazo durante diez minutos completos y ningún pájaro cantó.
Un día, un cuerpo y una mesa fueron envueltos en sábanas para crear un campo estéril y ningún pájaro cantó.
Un día, se colocó un torniquete en un esbelto brazo derecho y ningún pájaro cantó.
Un día, se aplicó una venda elástica de goma tan prieta que exprimió la mayor parte de la sangre de un brazo y ningún pájaro cantó.
Un día, se hinchó un torniquete y no se oyó ni un sólo pitito ornitológico.
Un día, un cirujano perfiló con yodo una incisión alrededor de la base de un pulgar y aún ningún pájaro cantó.
Un día, se cortó pálida y suave piel a lo largo de una línea ya trazada y se seccionó hasta el hueso, mientras imperaba el silencio en nidos y copas de árboles.
Un día, arterias y venas se dividieron, y se separó un nervio y se le permitió contraerse en herida, sin acompañamiento de trinos, silbidos y gorjeos.
Un día, se abrió una articulación y ninguno de nuestros delicados amigos emplumados cantó.
Un día, se cortaron tendones, se ataron y se les permitió encogerse como tiras de goma, sonido que tuvo que resultar inconfundible para un sabanero o un tordo.
Un día, se fracturó con una sierra un metacarpio, tarea que, debido al insólito tamaño de aquel hueso concreto, exigió tal esfuerzo del cirujano que, de haber cantado los pájaros (que no lo hicieron), no los habría oído.
Un día, se colocó un drenaje en una herida y ni siquiera un gorrión abrió la boca.
Un día, se cosió carne de mujer en una sutura de nylon 4.0, y debieron quedar cosidos también los picos de los pájaros.
Un día, se aplicó una venda de presión a una mano, pero no hubo presión que indujera a los pájaros a cantar.
Un día, se deshizo un torniquete, se bañó un brazo ensangrentado, y una entumecida joven rodó hasta una sala de recuperación, cuatro dedos salían del vendaje, ninguno de ellos apuntaba al cielo silencioso.
Un día, una enfermera y dos cirujanos, atentos al brillo rosado cada vez más intenso, se volvieron a mirar una bandeja de metal donde un inmenso pulgar humano, desarticulado de la mano a la que había servido (a su modo), coleaba ahora como una trucha… ¡no! No coleaba sin objeto en ahogado pánico, sino que más bien se arqueaba y se movía en un gesto calculado e interminablemente repetido: el signo internacional del autoestop, como si, para evitar atribular al mundo con su gran pena blanca, intentase conseguir plaza hacia el Fuera de Aquí.
Y ningún pájaro cantó.