EL AUTOBÚS DE Sissy, transporte obtenido con dinero en vez de magia (ay, nuestra heroína parece seguir los pasos del mundo moderno) penetró en un soñoliento Richmond con los lecheros.
El amanecer yacía en el mentón de la ciudad como una colada: quieto, húmedo, pesado, cálido. Por el calendario, el verano había terminado hacía más de una semana, pero el calor había agarrado a Richmond, tenía los dientes clavados en la culera de sus pantalones.
Llevaba Richmond por entonces, además, unos pantalones bastante grandes. En 1973, Richmond había adelantado a Atlanta, ciudad escaparate del Sur, en renta per cápita. Sissy veía por todas partes signos de prosperidad. Nuevos edificios de oficinas, fábricas, casas de apartamentos, escuelas, centros comerciales. Resultaba a veces algo difícil diferenciar unos de otros (fábricas y escuelas eran especialmente similares), pero allí estaban, mostrando sus rostros confiados, todos y cada uno, al sol naciente, más luminosos, limpios y sólidos que ninguno de los pinares que habían estado en los lugares que ocupaban. ¿Más permanentes? En fin, eso ya lo veremos.
La industria de la ciudad estaba mucho más diversificada que en los años Eisenhower. De hecho, varias empresas tabaqueras importantes, incluyendo Larus Brothers y Liggett Meyers habían dejado de operar en Richmond, y sólo Philip Morris, con su gigantesca nueva planta y su centro de investigación, se había aventurado a una ampliación notable. Aún había, sin embargo, en el aire de Richmond Sur un efluvio dorado. Al menos, eso le pareció a Sissy. Quizá sólo el recuerdo hablase a su nariz.
La prosperidad no había olvidado a Richmond Sur. Sólo recientemente había agitado sus alas el ángel de las visiones económicas en el antiguo barrio de Sissy, derribando destartaladas casas a cada aletazo vital. Todos los edificios de su antigua manzana habían sido condenados y evacuados, en previsión de la demolición que milagrosamente no habían provocado cincuenta años de batallas domésticas.
La residencia de los Hankshaw había sido torpemente precintada con tablas, como una caja precipitadamente preparada para el número de un Houdini pobre. Era una casa muerta de pie. Parecía la cascara de un taco de termita.
Sissy pagó al taxista y se acercó a la puerta principal. Empujando con firmeza con el hombro, logró separar tablas y puntas hasta abrir la puerta unos centímetros. Miró dentro.
Astroso linóleo. Empapelado desprendiéndose. Polvo ejecutando su danza polvorienta a la luz matutina. Nada que indicase que un hombre y una mujer habían vivido allí en amor y odio, habían concebido en una u otra de aquellas habitaciones tres hijos; uno de ellos una hija distinguida por cierta burla anatómica que había causado mucha desazón al hombre y a la mujer, hasta que la hija se había convertido en adolescente en aquella misma casa, allí, goteando mermelada por el suelo, pis en el water y sueños en la almohada, se había convertido en adolescente y se había largado, sin comunicarse más con su familia, ahorrándoles más sinsabores, olvidada por ellos, desconocida por último para ellos salvo como una monstruosa muchacha que a veces se colaba en sus pesadillas. O eso creía Sissy.
Justo cuando se volvía para irse, sin embargo, un amplio haz de luz solar iluminó un rincón, recordado instantáneamente como el rincón donde se había alzado mucho tiempo la mesa de coser de mamá, y allí, chincheteadas a nivel de los ojos en la pared, vio seis u ocho páginas de brillantes colores arrancadas de revistas, páginas de anuncios, páginas en las que una muchacha rubia y alta, de manos misteriosamente ocultas, posaba en diversos escenarios románticos, urgiendo a las mujeres del mundo a adquirir un conocidísimo pulverizador para la higiene femenina. Ningún otro.