LAS LEYES, SEGÚN dicen, son para proteger a la gente. Es una lástima que no haya estadísticas sobre el número de vidas machacadas anualmente como consecuencia de leyes: leyes anticuadas; leyes que se abren camino hasta los códigos como resultado de la ignorancia, la histeria, el chanchullo político; leyes antivida; leyes tendenciosas; leyes que pretenden la realidad fijada y la naturaleza definida; leyes que niegan a la gente el derecho a rechazar protección. Una investigación de este género podría mantener meses ocupados a una docena de torpes sociólogos (Fundación Ford, ¿estás leyendo este libro?).
Las primeras leyes contra el autoestop se aprobaron en Nueva Jersey en los años veinte, para apartar a las jovencitas descocadas nacidas en la ciudad y deseosas de viajar gratis de los retiros selectos y los paraísos rurales. Nueva Jersey sigue siendo uno de los dos estados (el otro es Hawaii) donde el autoestop es totalmente ilegal y la ley se cumple estrictamente. Y debido a esta prohibición de Nueva Jersey y a la dureza de su policía estatal, eligió Sissy el camión azul. Estaba en la Calle Canal, cerca de la entrada de la autopista del West Side. Tenía la esperanza de conseguir viaje autopista West Side arriba que le permitiese pasar el puente George Washington, acercándola lo más posible a Passaic, reduciendo el autoestop (¡pese a lo que lo adoraba!) al mínimo, una vez en Jersey. El camión azul tenía matrícula de Jersey. Por eso lo eligió.
Había sido una elección mutua, pues el conductor del camión azul había localizado a Sissy a una manzana de distancia y había maniobrado hacia el canal de la acera. Empezó a hablar antes incluso de frenar, y una vez Sissy a bordo, siguió parloteando con tal tijereteo anfetamínico que si se hubiese muerto en aquel instante habría tenido el enterrador que matarle la lengua a garrotazos.
Y al mismo tiempo, se desabrochaba la bragueta.
—Te lo voy a hacer como nunca te lo han hecho. Oh, ya verás qué bueno. Cómo te va a gustar. Te va a gustar, sí. Te va a gustar muchísimo. Te va a gustar tanto que vas a llorar. A llorar y llorar. ¿Te gusta llorar? ¿Te gusta cuando duele un poquito? De cualquier modo merecerá la pena. Tal como voy a hacértelo, merecerá la pena cualquier cosa. Todo. Vamos, llora si quieres. Me gusta cuando lloran las mujeres. Significa que me aprecian.
Etc. etc.
El camión se desvió de la Calle Canal, y enfiló un callejón sin salida entre almacenes. En la parte posterior del vehículo había un sucio colchón.
Por entonces, ya tenía el conductor el órgano fuera, expuesto a la claridad del crepúsculo. Estaba erecto y tenía proporciones Derby de Kentucky.
Con un rápido silbido que trajo al aire de junio malos recuerdos del invierno, cayó el pulgar izquierdo de Sissy con fuerza sobre la punta del pene, abriéndole casi hasta la raíz. Aulló el conductor. Su dedo buscó el gatillo del revólver. Antes de que pudiera apretarlo, sin embargo, el pulgar le alcanzó en el entrecejo. Dos veces. Tres. Perdió el control del camión. Fue a chocar con una farola, lo que dio a ambos, camión y farola, una idea de lo que es ser orgánico.
Sissy saltó del vehículo y corrió. Cuatro o cinco manzanas más allá, sin aliento pero segura, en el aura neón de la cocina recién cerrada de un trabajador, se detuvo a descansar. Las lágrimas que el violador había ansiado hicieron su aparición, pesadas y cálidas, tal como a él le habrían gustado. El pensar esto la hizo dejar de llorar.
Examinó el pulgar. Cardenales frescos como medusas azules flotaban perezosos en la superficie. Doloridos músculos temblaban mecánicamente, como si mecanografiasen un ensayo: «El pulgar como arma».
—Dos veces en un día —gimió Sissy—. Dos veces en un día.
Bruscamente, cesaron los gemidos. Con una expresión decidida que podría haber servido de sobrecubierta a cualquier «Manual para lograr el éxito», anunció Sissy con voz clara y firme:
—¡De acuerdo! ¡Si me quieren normal, seré normal, lo juro!
Llamó a un taxi. Fue en él a la parte alta de la ciudad, a la estación de autobuses de Port Authority. Compró un billete de ida para Richmond, Virginia.
Mientras el Greyhound silbaba camino del sur por las llanuras de Jersey, recordó que varios siglos atrás aquella fétida tierra encantada de refinerías de petróleo rebosaba de grullas chilladoras.