DESPUÉS DE HABLAR con el doctor Robbins, Sissy se sintió mejor, pero no mucho. A la mochila de su culpa se añadía ahora otra piedra, salpicada ésta con «dejar plantado a Julián».
«Quizá sea sólo que mi perspectiva es errónea», aventuró Sissy. Pensó en la posibilidad de dar con alguna forma positiva de enfocar sus propios actos. Podría llevar tiempo (¡ah, tiempo!) llegar a posición tan ventajosa, sin embargo, y la urgencia corría por su pierna arriba como un ratón.
Después de la pulgariza que le había dado a La Condesa, las autoridades dirían que estaba loca. Y si había algo que ella no desease, que no pudiese soportar, era que la encomendasen a la clínica Goldman o a su equivalente estatal. Se sentía culpable, se sentía pesarosa, se sentía avergonzada y confusa, pero no creía que debiese dar cuenta a la sociedad de su conducta, por muy negativa que su conducta pudiera haber sido. La sociedad nunca la había mirado con buenos ojos. Se había apresurado a ficharla cuando era sólo una niña. La sociedad podría haberla metido en un reformatorio si ella hubiese cooperado. La sociedad no la había estimado ni creído, pero, afortunadamente, ella se había estimado y creído, y aunque reconociese que había andado a tumbos en los últimos años, que había errado en las últimas horas, aún se estimaba, aún creía en sí misma, y el arreglo de cuentas que debía hacer era consigo, no con la sociedad, y sobre todo no con una sociedad tan deseosa de poner cuestión tan delicada como aquélla en las manos aplastagatitos de los polis.
Así, Sissy Hankshaw Hitche, un sistema en marcha autoconsciente de capacidades insólitas e inesperados vicios, se encaminó a Nueva Jersey, a opciones, alternativas, elecciones. Y no le pareció agradable encontrarse de nuevo hasta los sobacos en el tráfico, bailar al cachetito con el tráfico, encantar a la mortífera serpiente del tráfico, hundir su pulgar en el pastel del tráfico. Oh, ella podía acunar en sus rodillas bebés Volkswagen y chupar coches de carrera italianos sólo para refrescarse el aliento, el tráfico era su elemento, su medio, el vocabulario del que extraía las palabras de su poema. ¡Oh como volvieron sus manos a la vida con un grito! ¡Y qué dulce era!
Tan contenta se puso Sissy al ver aquel camión cubierto Econolina azul conservador entre el barullo de Calle Canali y al arrastrarlo hacia ella como por una cuerda que no vio a su conductor hasta que estaba sentada dentro y él pisando el acelerador. Con una sensación de disgusto por su propio fracaso examinó aquella frente sudorosa, aquella mirada satisfecha, cálida, lasciva, aquellos ojos tan hambrientos de escenario erógeno que no advirtieron sus pulgares. Su corazón se hundió otras veinte brazas al ver su revólver y su cuchillo.