—ERA UN VUELO de rutina —dijo el funcionario canadiense del Servicio de protección de la naturaleza, como si existiese un vuelo rutinario. Los que ven milagros son los que buscan milagros, los que abren los ojos a los milagros que nos rodean siempre. Los que hacen vuelos rutinarios son los que creen que están en vuelos rutinarios… pero ¿y vuestras grullas chilladoras «ausentes sin permiso»? No es éste el momento para disgresiones sobre lo obvio. El funcionario estaba tan chupado y nervioso como la última serpiente que salió de Irlanda, mientras jugueteaba con su pipa e intentaba que una misión importante pareciese haber sido un vuelo rutinario.
Se había hecho el vuelo en cuestión en un helicóptero biplaza monorrotatorio. Era el piloto un empleado del servicio canadiense de protección de la naturaleza, lo mismo que el pasajero, el biólogo de campo, Jim McHee. Aquel mayo, como todos los de los últimos catorce años, McHee había hecho un vuelo «rutinario» sobre las desoladas marismas del Sur del Gran Lago Slave, junto a la frontera de Alberta y Territorios del Noroeste, para contar las grullas chilladoras. McHee había de comparar su cuenta con el número de aves contabilizadas al salir la bandada de Aransas, Tejas, para ver cómo les había ido a las grullas en su migración de cuatro mil kilómetros. Raro era el año en que no perdían un ejemplar, pero las condiciones sin duda habían mejorado desde los años cincuenta, cuando Canadá presentó protestas oficiales a los Estados Unidos intentando proteger a las grullas de los cazadores, petroleros y bombarderos norteamericanos. Sí, las acciones de las grullas chilladoras habían subido medio millón de puntos en el gran marcador, y un inversor como McHee, que había comprado barato, tenía todas las razones para sentirse orgulloso, e imaginarse en un vuelo de rutina mientras recorría las marismas para comprobar las medias bolsísticas aquel mayo.
Allá por 1744, un explorador francés hizo la siguiente anotación en su diario: «Tenemos (en Canadá) grullas de dos colores; unas son blancas todas, las otras gris claro, todas hacen excelente sopa». En fin, era como si un malvado tragón francés del negociado de glotones del infierno hubiese preparado un caldero de crema de sopa de grulla chilladora, pues por mucho que mirasen, Jim McHee y su piloto no podían localizar ni una sola chilladora aquel día.
McHee, desconcertado, un poco alarmado quizá, no perdió los estribos. Las grullas debían haberse trasladado, razonó. Sus terrenos de anidada habían sido amenazados dos veces por incendios forestales desde 1970 y, pese a los intentos del gobierno canadiense por alejar de la zona a los buscadores de paisajes, había habido un creciente tráfico aéreo en los últimos años sobre la sección de maternidad de las chilladoras. El enclave de quinientas millas cuadradas en que los ejemplares de aquella bandada solitaria decidieron construir sus nidos de hierba amontonada, depositar sus huevos color hongo y empollar a sus polluelos tamaño gorrión, eran un simple sello postal en un inmenso paquete de terreno prohibido. Era parte de una región del continente norteamericano tan áspera y remota como la que más. Salpicada de lagos cenagosos y poco profundos separados por estrechas zonas de espigados y negros abetos y tortuosos ríos demasiado atragantados por madera caída para ser navegables, no había sido recorrida aquella región ni por blancos ni por indios. De hecho, los dominios de la grulla chilladora estaban tan bien ocultos que los exploradores aéreos de los Servicios Canadienses y Norteamericanos de Protección de la Naturaleza habían tardado diez años en encontrarlos. Mientras aquella noche McHee teorizaba ante una botella de licor de malta en Fort Smith, las grullas podían haber transferido su área de anidaje a un sector diferente de los yermos canadienses. Dado que las aves vivían en grupos familiares aislados, separados muchas veces hasta treinta kilómetros entre sí, no parecía probable que toda la bandada pudiese haber rechazado el terreno tradicional de anidaje como por un acuerdo general, pero McHee sabía que las criaturas salvajes hacían a veces lo improbable. A McHee le gustaban las criaturas salvajes. Una vez había despertado a su mujer de un codazo a media noche para decirle, con toda propiedad: «Los animales salvajes no roncan». Eso fue un mes antes de que se separaran. Bueno, en fin, McHee pidió otra botella y decidió no levantar un pánico grullesco hasta que él y su piloto hubiesen vuelto a comprobar.
Al día siguiente, investigaron los dos hombres con mucho mayor detenimiento el habitat habitual de las chilladoras. Tan bajo volaron que fueron prácticamente sodomizados por las españadas. Ni rastro de las aves. Al día siguiente investigaron la zona sur de los terrenos tradicionales de anidaje, volando sobre los bancos del río Búfalo y sus cenagosos tributarios, los puntos lógicos (¿?) para un reasentamiento de las chilladoras. Ni siquiera una nivea pluma cosquilleó sus ojos. Aquella noche, Jim McHee radió a Ottawa.
De la capital llegó un flaco y nervioso funcionario del Servicio Canadiense de Protección de la Naturaleza que fumaba en pipa. Aún no mostraba indicios de nerviosismo, pero pronto repiquetearía como el silenciador del descapotable de una chica huía. El funcionario enroló en la búsqueda otros cuatro helicópteros. Durante una semana, recorrieron los yermos canadienses como la Asociación Revientabragas Errol Flynn recorrió los dormitorios mixtos de la universidad estatal de Kansas aquella terrible noche de 1961… pero sin el menor éxito.
Al fin, el funcionario (oh champán de temblores, oh cascada de huesos) no tuvo más remedio que notificar a los insoportables norteamericanos. El servicio estadounidense de protección a la naturaleza y la Sociedad Audubon reaccionaron inmediatamente. Se aseguró una y otra vez que cincuenta y un chilladoras, en grupos de una a tres familias, habían abandonado el refugio de Aransas durante la tercera semana de abril. El superintendente de Aransas atestiguó que las danzas de apareamiento de las grullas habían sido insólitamente atléticas aquel año, pero no había razón alguna para suponer que estuviesen ofreciendo su último baile.
A mitad de camino en su emigración, solían pasar las chilladoras varios días de descanso y recreo en las riberas del río Platte, Nebraska. Allí, aquellas aves de tiesas patas paseaban con nerviosa dignidad, como otros tantos príncipes felipes paseando ante la residencia de la reina, cazando ranas en las riberas, arañando la arena para buscar moluscos o acechando saltamontes por las extensiones abiertas de hierbas altas. Era procedimiento habitual de los agentes del gobierno, hacer inventario de las grullas durante esta parada del río Platte, pero a partir de allí la información sobre el vuelo migratorio procedía únicamente de notificaciones voluntarias de ciudadanos, hasta que Jim McHee hacía su cuenta anual de anidaje. Aquel año no fue excepción, y los guardas que controlaron a las grullas en Nebraska insistían ahora en sus informes en que las grandes aves habían estado presentes todas y que parecían tan saludables como los hijos de los ricos antes de asentarse el tedio. Un niño de una granja y un empleado de teléfonos habían informado haber visto volar varias grullas por el suroeste de Dakota del Sur. Después de esto, nada.
Las grullas habían desaparecido entre Murdo, Dakota del Sur, y la zona de anidaje de Alberta, territorios del Noroeste. Los funcionarios canadienses miraban suspicaces a los norteamericanos. Los funcionarios norteamericanos miraban suspicaces a los canadienses. ¿Alguien se había guardado en la manga la carta más alta de la Baraja de las Aves?
Un avión norteamericano siguió la ruta migratoria de las grullas chilladoras desde Nebraska a la frontera sasktachewana. Un avión canadiense siguió la ruta migratoria desde la frontera norteamericana a los terrenos de anidaje. Nada.
—Hemos programado vuelos diarios por la ruta migratoria —anunciaron los norteamericanos.
—Hemos programado vuelos diarios por la ruta migratoria —anunciaron los canadienses.
Y pasó el primer vuelo norteamericano sobre el Rosa de Goma, donde el pequeño Lago Siwash reverberaba como un estanque de lágrimas de vaqueras.
Había hundido el calendario su morro en los finales de mayo (casi dos semanas después de aquel vuelo «rutinario» de Jim McHee, tristemente célebre) cuando la noticia de la desaparición de las grullas llegó al público. Una tersa y fría declaración de prensa del Departamento del Interior, un anuncio que urgía a los ciudadanos a cooperar informando de cualquier ave blanca que viesen, golpeó los medios de comunicación como una tonelada de ladrillos de interés humano. Todas las emisoras de televisión y la mayoría de los periódicos del país destacaron el asunto. Tan amplia difusión de la noticia halló al gobierno desprevenido, y también la reacción pública. Las centralitas telefónicas del Departamento del Interior parpadeaban como un espectáculo luminoso, enloquecido y psicodélico de rock y todas las organizaciones ecológicas, desde el Club Sierra a las chicas exploradoras, telegrafiaron ofreciéndose a ayudar. Al día siguiente, el propio Secretario del Interior se vio obligado a convocar una conferencia de prensa (se emitió en los noticiarios de las seis y de las once).
—Ummmm, ejem, bueno —dijo el secretario—. No hay motivo para que nos preocupemos demasiado.
Aunque las grullas constituyen una sola bandada, viajan en pequeñas unidades de una a tres familias, explicó el Secretario. Y las familias anidan a kilómetros de distancia unas de otras. No hay ninguna probabilidad de que ni los hombres ni los elementos hayan podido jugar una mala pasada a toda la bandada. La ruta de migración de las chilladoras pasa casi toda por regiones aisladas, y los yermos canadienses son inmensos. Tarde o temprano, estas espléndidas aves aparecerán. Aunque no aparecieran en todo el verano, no hay duda de que volverán a Tejas en otoño.
Él Secretario se creía sus declaraciones, como sucede a veces con los individuos de su género. Sus subordinados del Servicio de Protección de la Naturaleza se las creían también. Allá en Canadá, el flaco oficial de la pipa se estremecía como cubitos de hielo en el combinado pirófago. No estaba tan seguro. En cuanto al biólogo de campo Jim McHee, se zampó una botella de licor de malta, firmó otro pago de la pensión de divorcio, contempló los mapas aéreos del terreno que exploraría al día siguiente y murmuró, sin dirigirse a nadie en concreto: «Los animales salvajes no roncan».