HAS OÍDO de gente que acudía enferma. Quizás hayas acudido enfermo tú mismo algunas veces. ¿Pero has pensado alguna vez en acudir estando bueno?
Sería así: llegarías al jefe de fila y dirías: «Escucha, he estado enfermo desde que empecé a trabajar aquí, pero hoy estoy bien y no vendré más». Acudir estando bien.
Eso fue lo que hizo exactamente el doctor Robbins. A la mañana siguiente de su charla con el doctor Goldman, acudió estando bien y no fingía. No se puede fingir una cosa así. Es infinitamente más difícil fingir que estás bien que fingir que estás mal.
Después de telefonear, el doctor Robbins se puso una camisa de nylon amarillo eléctrico y cuando la enfundaba en un par de acampanados marrones, fue como si la iluminación le hubiese alcanzado a un borracho perdido. Antes de abandonar su apartamento, hizo entrega de su despertador y su reloj de bolsillo al depósito de basura.
—Pasaré del tiempo del día al tiempo del alma —proclamó.
Luego, al considerar lo pretencioso que sonaba, se corrigió:
—¡Fuera eso! —dijo—: Digamos simplemente que hoy estoy bien.
Ya en la Avenida Lexington, el doctor Robbins caminó perezosamente. Se sentó en un banco del parque y se fumó un porro de hierba tahilandesa. Se zambulló en una cabina telefónica y buscó Hitche en la guía. No llamó; sólo miró el número y sonrió. A Sissy, por petición propia y con el vacilante permiso de Julián, la habían dado realmente de alta aquel día.
En Madison, entró el doctor Robbins en una agencia de viajes y pidió un mapa del oeste de los Estados Unidos. Miró la cordillera de la Sierra de California y Dakota y no mucho más. Una agente de viajes, que se parecía a Loretta Young y parecía temer que el bigote de Robbins se hubiese colado en los Estados Unidos en un racimo de plátanos, se sentía obligada a prestar sus servicios, pero poco podía hacer por un viajero con máquinas del tiempo en la mente.
El doctor Robbins siguió caminando. Sin saberlo, pasó bajo las ventanas del laboratorio tras las que La Condesa oponía toda la luz de su genio al furtivo mamífero de las profundidades cuyo aliento marino se escapa en salitrosas condensaciones de los húmedos pulmones del coño.
En una vitrina de cristal del vestíbulo del edificio de La Condesa descansaba una pera de goma roja hecha a mano: la primerísima Rosa, el prototipo, el ruboroso original, el progenitor de la estirpe de peras de sensacional éxito cuyo nombre aún adornaba el mayor rancho sólo de chicas del Oeste. El doctor Robbins pasó, inocente, ante él.
El doctor Robbins no estaba seguro de adonde se dirigía aquella mañana de mayo. Respecto a su destino final estaba seguro, sin embargo. Iría a los relojes. Y al Chink. Y aún más, Sissy le llevaría hasta allí. En fin, el sano psiquiatra sin empleo había llegado recientemente a una conclusión doble: (1) si había un hombre vivo que pudiese añadir levadura a la creciente hogaza de su yo, ese hombre era el Chink; (2) si había una mujer que pudiese enmantecar aquella hogaza, esa mujer era Sissy. El doctor Robbins estaba absolutamente convencido, absolutamente decidido, absolutamente emocionado, absolutamente enamorado. Afrontaba el futuro con una mente relampagueante y una sonrisa estúpida.
Sin embargo, actuaba una fuerza que el doctor Robbins no había identificado, una fuerza que Sissy no había identificado, una fuerza que nadie en Norteamérica había identificado, incluidos el Pueblo Reloj, la Sociedad Audubon ni aquel hombre que, debido a la llegada de alguien enfermo (no bueno en absoluto en este caso) a la Casa Blanca, habría de ser muy pronto el nuevo presidente de los Estados Unidos. Esa fuerza era: los Cuatreros de Grullas Chilladoras.