QUIZÁ SIMPLEMENTE LAS nubes se enfermasen de tanta publicidad. Posar para la gran cámara de Ansel Adams había sido aceptable; los paisajistas que las habían pintado habían sido comprensivos y discretos; hasta su aparición en algunas películas, flotando sin trabas al fondo mientras vaqueros y soldados ejecutaban sus varoniles hazañas, más que ofender a las nubes, las había divertido. Pero aquellos satélites meteorológicos de ahora, aquellos paparazzi del espacio exterior siguiéndolas a todas partes, fotografiándolas constantemente, sin permitirles paz ni intimidad, sus imágenes en los periódicos todos los días… qué bien sabían lo que sentía Jackie. Y Liz. Quizá las nubes estuviesen hartas y cansadas de esto. Quizá se hubiesen zambullido bajo el Polo Sur, con gafas oscuras y pelucas, para unas bien merecidas vacaciones.
En fin, llevaba dos semanas lo menos sin aparecer una nube sobre las llanuras norteamericanas. Esa estacioncilla llamada veranillo de San Martín subsistía. El cielo, tan abierto y seco como retorcido y pegajoso es el cerebro, se extendía sobre las colinas de Dakota permitiendo al sol calentar, sin interrupción salvo de noche, las largas plumas de las quietas grullas chilladoras, los jubilosos rostros de las vaqueras postrevolucionarias y los tejidos rectales de Sissy Hitche.
Aunque su mente no tenía conciencia de que Marie Barth, además de millones de árabes, lo disfrutaba regularmente, el cuerpo de Sissy no había decidido aún si el extraño placer de la relación anal compensaba el extraño dolor. El Chink, con aceite de ñame como lubricante, acababa de actuar durante media hora en el orificio fundamental de Sissy, y ella descansaba bocabajo al sol sobre una manta.
Tan quieta estaba, que su anfitrión alzó al fin los ojos del cinturón de piel de serpiente que estaba cosiendo (lo cambiaría en Mottburg por castañas de agua y ñames) y le preguntó qué pensaba. Halagada de que un hombre tan autónomo se interesase por sus pensamientos, Sissy respondió enseguida:
—Pensaba en las vaqueras.
Era cierto; estaba pensando en las vaqueras. Sólo su recto, que palpitaba suavemente, prestaba atención a su recto, suavemente palpitante.
—Has conseguido no explicarme lo que te parecen las vaqueras.
Volviendo su atención a la delgada y escamosa piel, cada una de cuyas escamas incendiadas de sol reflejaba para Sissy un mal recuerdo de Delores, tosió y carraspeó el Chink, murmurando a través del último carraspeo.
—Desde luego han mejorado la vista desde aquí. Umm. Caf.
—Así que sólo son cositas lindas para que tú las veas, ¿eh? —dijo Sissy. Había en su voz un tono acusatorio. Se preguntó de qué procedía.
—Me parece curioso que una mujer que trabajó de modelo profesional critique el mirar tan alegremente —el Chink alzó los ojos lo suficiente para asegurarse de que le había entendido y luego volvió a la elegante epidermis del lúgubre reptante—. Son bonitas, sí. Aunque no todas son cositas —quizá recordase cuando había visto a Big Red lidiar con un novillo—. Hay otras razones para mirarlas, sin embargo.
—¿Por ejemplo?
—Bueno, Sissy, mira, ha caído sobre nuestro pueblo en los últimos años un gran chaparrón. Motines, rebeliones, guerras innecesarias, amenazas de guerra, drogas que abrían la mente al infinito y drogas que la arrojaban para siempre a la olla de gachas. Asombrosos avances tecnológicos y confusos desmoronamientos de valores establecidos, corrupción política, corrupción policial y corrupción empresarial, manifestaciones y contramanifestaciones, inflaciones y recesiones, crimen en las calles y crimen en las suites, derramamientos de petróleo y festivales rock, elecciones y asesinatos, esto, aquello y lo de más allá. Bien, tú y yo nos separamos de todos esos acontecimientos, no nos han afectado. Tú pasaste a través de ellos. Yo los dejé pasar a través mío. Tú practicaste el arte del movimiento continuo; yo practico el arte de la quietud. El resultado ha sido muy similar. Ambos mantenemos una especie de extraña pureza, tú y yo; tú demasiado móvil para que los acontecimientos cotidianos te infectasen; yo demasiado inmóvil, demasiado remoto.
»Pero las jóvenes de ahí, de ese rancho… —el viejo apartó una mano de la piel de serpiente y señaló el Rosa de Goma—. Esas jóvenes quedaron impregnadas de los acontecimientos de nuestra época, cubiertas hasta la cabeza. Tú naciste con tu trauma y lo sobreviviste magníficamente, pero ellas han ido de trauma en trauma durante la mayor parte de sus jóvenes vidas. Les falló la cultura de sus padres y luego les falló su propia cultura. Para ellas no resultaron ni las drogas ni el ocultismo; ni la política tradicional ni la política revolucionaría respondieron a sus esperanzas. Han mordisqueado todas el festín de filosofías y les ha parecido insípido. Muchas de sus compañeras se han rendido: han vuelto con el alma rota al Sistema Competitivo o se han metido en un cuenco de gachas privado… vuelo permanente, le llaman, aunque quizá fuese más exacto llamarle “catatonia ambulatoria”.
»Esas damas, sin embargo, están intentándolo otra vez honradamente. Están intentando encauzar de nuevo sus propias vidas. Jellybean… ja ja jo jo y ji ji… sí, esa incomparable Bonanza Jellybean ha cogido una ficción y la ha convertido en realidad. Ha dado forma a un sueño infantil perdido hacía mucho. Esto las alimenta. Y por eso las observo con tanto interés. Para ver adonde las lleva y si son libres y felices allí.
»Por supuesto, también me agrada ver cómo sus sabrosos traseros se ajustan a las culeras de sus pantalones. Y hablando de eso, mi querida Sissy, ¿cómo va la convalecencia de tu dulce y marrón agujero?
Ignoró Sissy tan poco delicada pregunta.
—¿Y no podrías hacer algo por ayudarlas? —preguntó.
—¿Ayudarlas? Ja ja jo jo y ji ji. Vuelves a lo mismo. Ayudarlas; vamos. En primer lugar, han conseguido ayudarse a sí mismas. Con eso quiero decir que cada una de ellas ha logrado ayudarse a sí misma. En segundo creo haber dejado claro que no puedo ayudar a nadie.
—Pero…
—No hay peros que valgan. Espiritualmente soy un hombre rico. Debido a mi ascendencia asiática he heredado cierta cuantía de riqueza espiritual. Pero tú y Debbie y los peregrinos y los posibles peregrinos tenéis que entenderlo: ¡No puedo compartir esta riqueza! ¿Por qué? Porque la moneda espiritual de Oriente sencillamente no es negociable en vuestra cultura occidental. Sería como mandar billetes de dólar a los pigmeos. En la selva africana no sirven de nada los billetes de dólar. Lo más provechoso que podrían hacer los pigmeos con los dólares sería encender hogueras. Veo por todo el mundo occidental a las gentes acuclilladas alrededor de pequeñas hogueras, calentándose con budismo, hinduismo, taoísmo, zen. Y eso es lo más que pueden hacer con tales filosofías. Calentarse los pies y las manos. No pueden utilizar plenamente el hinduismo porque no son hindúes; no pueden aprovechar realmente el Tao porque no son chinos. El zen les abandonará al cabo de un rato (se apagará su fuego) porque no son japoneses como yo. Acudir a las filosofías religiosas del Oriente puede iluminarles un tiempo la experiencia, pero en último término es inútil, porque están negando su propia historia, mienten sobre su herencia. Se puede enganchar un arcoiris a una visión tonta (eso está haciendo Jellybean) pero no puedes enganchar un arcoiris a una mentira.
»Vosotros los occidentales sois espiritualmente pobres. Vuestras filosofías religiosas están empobrecidas. Pues bien, ¿y qué? Probablemente estén empobrecidas por muy buenas razones. ¿Por qué no descubrirlas? Sin duda es mejor que afeitarse el coco o enrollarse en abalorios y túnicas de tradición que sólo parcialmente puedes llegar a comprender. Admite, en primer lugar, tu pobreza espiritual. Confiésala. Ése es el punto de partida. Si no tienes el valor de empezar ahí, desnudo en tu pobreza y sin vergüenza, nunca encontrarás tu camino para salir de las madrigueras. Los atavíos orientales prestados no ocultarán tu fingimiento; sólo aumentarán tu soledad en la mentira.
Acodóse Sissy, manteniendo su compás anal enfilado hacia el sol.
—Pero ¿qué puede hacer entonces un occidental en su pobreza?
—Soportarla con sinceridad, humor y gracia.
—¿Quieres decir entonces que no hay esperanza?
—No. He indicado ya que la desolación espiritual de Occidente probablemente tenga significado y que ese significado puede explorarse provechosamente. El occidental que busque una conciencia superior y más plena podría empezar excavando en la historia religiosa de su pueblo. No es tarea fácil, sin embargo, porque el cristianismo se interpone en el camino, bloqueando todas las rutas de regreso como una montaña con ruedas.
El esfínter de Sissy era un puñito que golpeaba la mesa del amor. Por el momento, el golpeteo se acompasaba con su humor.
—No lo entiendo. Creía que el cristianismo era nuestra herencia religiosa. ¿Cómo es posible que bloquee…?
—Oh, Sissy, esto resulta aburrido. El cristianismo, tontuela, es una religión oriental. Hay algunas verdades sublimes en sus enseñanzas, como las hay en el budismo y en el hinduismo. Verdades que son universales, es decir, verdades que pueden hablar al corazón y al espíritu de todos los seres humanos de todas partes. Pero el cristianismo vino de Oriente, sus orígenes son altamente sospechosos, su dogma estaba ya groseramente corrompido cuando se asentó en Occidente. ¿Crees que no había una deidad suprema en Occidente antes del ajeno y oriental Jehová? La había. Desde los días primeros del Neolítico, veneraban los pueblos de Inglaterra y Europa (los anglos y los sajones y los latinos) a una deidad. El Cornudo. El Viejo Dios. Un lascivo cabrito que proporcionaba ricas cosechas y niños alegres. Una deidad alegre y peluda que amaba la música y la danza y la buena mesa; dios de los campos y los bosques y la carne; proveedor fecundo al que podía invocarse tanto por la fornicación como por la meditación, que escuchaba igual la canción que la oración; un dios muy amado porque amaba, porque anteponía el placer al ascetismo, porque no incluía en su carácter los celos ni la venganza. Las principales fiestas de este dios eran la noche de Walpurgis (13 de abril), Cantlemas (2 de febrero), Lammas (1 de agosto) y Halloween (31 de octubre). La fiesta que tú llamas ahora Navidad fue en principio una juerga invernal del Viejo Dios (según todos los datos históricos, Jesús debió de nacer en julio). Estas fiestas se celebraron durante milenios. Y el culto al Viejo Dios, disfrazado a veces de Jack-in-the-Green o Robin Goodfellow, continuó en secreto mucho después de que el cristianismo asentase su garra congelada en Occidente. Pero los poderes del cristianismo eran ante todo taimados. La iglesia se dedicó a transformar hábilmente la imagen de Lucifer, que el Antiguo Testamento nos describe como un ángel resplandeciente, uno de los principales lugartenientes de Dios. La iglesia empezó a enseñar que Lucifer tenía cuernos, que llevaba las pezuñas hendidas de la cabra lujuriosa. En otras palabras, los caudillos de la conquista cristiana dieron a Lucifer los rasgos físicos (y parte de la personalidad) del Viejo Dios. Convirtieron habilidosamente tu Viejo Dios en el Demonio. Fue éste el libelo más cruel, la mayor calumnia, la distorsión maliciosa más perversa de la historia humana. El presidente de los Estados Unidos es un inofensivo charlatán de feria comparado con los primeros papas.
Del fondo de la ladera de la montaña llegó el tamborileo vibrante de un urogallo. Era exactamente el tipo de ruido que podría haber hecho el culo de Sissy de tener instalado sonido. Había habido un tiempo, su recto casto entonces salvo el dedo sondeador ocasional, en que Sissy había sentido mínima curiosidad por las cuestiones que ahora analizaban ella y el viejo ermitaño. Ella había establecido, en movimiento, su relación con el cosmos, y era concreta y emocionante y total; en paradas y arranques gloriosamente articulados, ella encarnaba sus ritmos vida/muerte y era una con ellos, cabalgando alto, cabalgando libre, cabalgando por fuera del disparatado borde de Todo ello, alzando con sus propios pulgares el éxtasis de la vida y su terror. Las cosas cambian. Quizás ahora que ella no sentía ya vigorosamente el universo, tenía que conocerlo. Sissy formuló otra pregunta:
—Si yo… si nosotros los occidentales excaváramos en nuestra herencia, ¿qué encontraríamos? ¿Algo valioso? ¿Algo tan rico como tu herencia oriental? ¿Qué encontraríamos?
—Encontrarías mujeres, Sissy. Y plantas. Mujeres y plantas. A menudo combinadas.
»Las plantas son poderosas y albergan muchos secretos. Nuestras vidas están ligadas al mundo vegetal mucho más estrechamente de lo que ninguno de nosotros podría imaginar. La Vieja Religión reconocía las sutiles superioridades de la vida vegetal; intentaba entender el crecimiento de las cosas y prestarles la debida atención. Una de las órdenes más desarrolladas de la Vieja Religión, los druidas, tomaban su nombre del antiguo término irlandés druuid, cuya primera sílaba significaba “roble” y la segunda “el que tiene conocimiento”. Así el druida era el que conocía los robles… y el muérdago supuestamente venenoso que crece en los robles y que era sagrado para los druidas.
»En los tiempos antiguos toda aldea tenía por lo menos una Mujer Sabia. Estas damas poseían profunda experiencia en cuestiones botánicas. Hongos y hierbas eran sus íntimos. Utilizaban plantas para curar el cuerpo y para liberar la mente. Estas mujeres, por supuesto, eran alimentadoras y nodrizas. Muchos de sus remedios, muchas de las sustancias de sus hierbas, como la digital (de la dedalera) y la atropina (de la belladona), aún se usan hoy.
»Sí, si hurgas detrás de la conquista cristiana en tu verdadera herencia encontrarás mujeres haciendo cosas asombrosas. Las mujeres no sólo eran las principales ayudantes del Viejo Dios, eran también sus amantes, eran el poder que había tras su trono de calabaza. Las mujeres controlaban la Vieja Religión. Ésta tenía pocos sacerdotes, muchas sacerdotisas. No había ningún dogma; cada sacerdotisa interpretaba la religión a su propio modo. La Gran Madre (creadora y destructora) instruía al Viejo Dios, era su mamá, su esposa, su hija, su hermana, su igual y su compañera de éxtasis en la jodienda en curso.
»Si pudieses mirar más allá del cristianismo, encontrarías legiones de parteras, diosas, hechiceras y gracias. Encontrarías guardadoras de rebaños, diosas que presidían los nacimientos, que protegían la vida. Encontrarías danzarinas, desnudas o con túnicas de verdor. Encontrarías mujeres como las de la Galia, altas, espléndidas, nobles, arbitras de su pueblo, instructoras de sus hijos, sacerdotisas de la naturaleza. Encontrarías las reinas guerreras persas. Encontrarías a las matronas tolerantes de la Roma pagana… ¡qué contraste con los cesares y los papas! Encontrarías las mujeres druidas, expertas en astronomía y matemáticas, proyectando Stonehenge, los relojes máximos y principales de su era, sin ninguna obstrucción.
»Hay pues un abundante tesoro en tu pasado, si puedes alcanzarlo. Lo que signifique frente al mío es otra cuestión. Quizá donde falle sea en el reino de la luz. Buda y Rama y Lao Tsé trajeron luz al mundo. Luz literal. Jesucristo también fue una manifestación viviente de luz, aunque cuando su doctrina se exportó a Occidente ya San Pablo había recortado la mecha, y la luz de Jesús fue apagándose hasta que, alrededor del siglo IV, desapareció por completo. El cristianismo no tiene ya calor alguno; probablemente nunca fuese muy calorífico. La Vieja Religión, por otra parte, era profundamente cálida. No le faltaba calor, desde luego. Pero era un calor que engendraba muy poca luz. Calentaba todo el vello del cuerpo del mamífero, todas las células del proceso reproductivo, pero no conseguía prender esa dorada bombilla que cuelga de la más soberbia cúpula del alma. Había suficiente energía sensual pura en la Vieja Religión y si se hubiese dirigido hacia la iluminación, sin duda habría llevado a sus seguidores hasta allí. Por desgracia, fue subvertida y enervada por el cristianismo antes de que su calidez pudiese transformarse ampliamente en luz. Quizás ése sea el camino que haya que completar. Quizá sea ése el objetivo lógico del hombre occidental. A nivel de individuo, por supuesto. No en grupos organizados. Y quizá los Estados Unidos de Norteamérica sean el lugar más idóneo para reconstruir las hogueras paganas… y transformarlas en luz. Quizá. Podría equivocarme. Pero lo que te aseguro es que hay un tesoro bastante cuantioso en tu herencia si eres capaz de rescatarlo.
—Pero no podemos retroceder —dijo Sissy—. No podemos habitar en el pasado.
—No, no puedes. La tecnología conforme el pensamiento lo mismo que el medio, y quizá los pueblos de Occidente sean demasiado refinados, estén demasiado permanentemente ajenos a la naturaleza para hacer amplio uso de su herencia pagana. Pueden establecerse lazos, sin embargo. Deben establecerse. Entrar en contacto con tu pasado, restablecer la continuidad rota de tu desarrollo espiritual, no equivale a una retirada romántica y sentimental a tipos de vida más simples y rústicos. Pretender ser un colono de los bosques en una tecnología electrónica puede ser tan disparatado como intentar ser hindú siendo anglosajón. Sin embargo, tu raza ha perdido muchas cosas de valor a lo largo del camino. Aunque sólo sea para descubrir dónde pudiste perder la capacidad para sospechar adonde te diriges.
»Si es que te diriges a algún sitio. Ja ja jo jo y ji ji.
Bajó los brazos Sissy y acunó en ellos su rubia cabeza. El Chink podía tener razón, pensó. Quizá mereciese la pena sondear en sus ancestros precristianos. Su raza, la pobre raza escotoirlandesa, no había producido nada notable, ni espiritual ni materialmente, en los tiempos modernos, pero quizás hubiera habido un día… Sí, merecía la pena investigar. Pero ¿y aquella parte suya que era india, dónde ajustaba?
Que ella pudiera recordar, siempre se había sentido ajena a sus vecinos y parientes. ¡Oh Dios, Richmond Sur! Hubo una vez un barrio llamado Richmond Sur que dejaba que numerosas casas de madera se desconchasen, perdiesen el color y se desmoronasen a lo largo de sus calles arenosas. Que permitía que numerosos coches (trastos y cacharros) aparcasen frente a las casas, aunque goteasen aceite en la arena, y aunque hubiese incluso que empujarlos para que arrancaran las mañanas frías, y a veces también las mañanas calientes. ¡Qué constante bufar y gruñir y maldecir, empujando aquellos coches! Richmond Sur permitía que numerosas personas ocupasen las casas aunque mascasen un chicle de zumo de frutas tan duro que agrietaban las tablas de la pared al escupirlo e incluso las noches de los sábados, los maridos exhalaban alcohólicos humos a través de aquellas grietas, y con frecuencia, si la semana había sido lo bastante dura en las fábricas de cigarrillos o en las colas del paro, metían las cabezas de sus mujeres por aquellas grietas, con rizadores y todo. Hubo una vez un barrio llamado Richmond Sur, donde las mujeres lucían mandíbulas moradas y los hombres compraban asientos de general para las carreras de coches y los niños nunca aprendían que James Joyce inventó la grabadora, que Scarlet O’Hara medía diecisiete pulgadas de cintura ni que el primer monstruo de Frankenstein hablaba un francés perfecto; un barrio en que perros y predicadores aullaban, y vocalistas aldeanos cantaban quejumbrosamente sobre alguien que escapaba con la queridita de alguien, y sobre todas las cosas flotaban banderas confederadas de juguete y una chica nació con pulgares tan grandes que hacían desfallecer de envidia a los rollos de pan de molde en sus envases, y a ella le daba igual, porque aquellos pulgares significaban que ella era algo que sus vecinos y parientes no eran, aleluya.
Cuando Sissy se enteró de que era una dieciseisava parte siwash, pensó que quizá sus pulgares fuesen la parte siwash, que los espíritus de los antiguos indios le habían enviado sus pulgares como señal de que ella no estaba hecha de material Richmond Sur, que habría en su pasado y en su futuro circunstancias más gloriosas y heroicas.
Esto era ingenuo, claro está. Pero ya no estaba segura de que aquellas escasas células siwash significasen alguna diferencia. Bastaba mirar a Julián… era indio puro, y en fin. Sin embargo, seguía causándole curiosidad, y al encontrarse en terreno sagrado de los siwash, en compañía de un hombre, que, por muy japonés que fuese, era brujo oficial de los siwash, había estado esperando únicamente que llegase el momento justo para iniciar su investigación. Aquel momento le pareció tan bueno como el que más.
Antes de que pudiese hablar, sin embargo, se oyó un ruido tan súbito y fuerte que le hizo incorporarse sin pensar lo más mínimo en su trasero. Ha de decirse que también el Chink se sobresaltó, escapándosele la aguja por la piel de serpiente y pasando a la suya. Pero rápidamente se tranquilizó y rió entre dientes, «ja ja jo jo y ji ji». Y comprendió Sissy que los relojes habían repicado… ¡otra vez volvían!
¡Bonk! Seguían los relojes, y luego ¡poink!, y a diferencia del repiqueteo de un reloj regular, que anuncia, programado, el paso (lineal e indefectible) de otra hora en la marcha inexorable hacia la muerte, el repiqueteo de los artefactos vino repicando del campo izquierdo, saltando en una bota de tenis, sin preocuparse de si era pronto o tarde, no admitiendo ni fin ni principio, venturosamente ajeno a cualquier noción de avance o desarrollo, pestañeando, ondulándose, y volviéndose al fin sobre sí mismo y quedando tendido y tranquilo, tras lanzar una ansiosa y veleidosa señal en vez del firme tic y toc, una señal que, descifrada, decía: «Toma nota, persona querida, de tu posición inmediata, hazte por un segundo exactamente idéntico a ti mismo, mírate al margen de los fatuos hábitos de progreso y de las trágicas implicaciones del destino y ve, por el contrario, que eres una criatura eterna fijada sobre la amplia sonrisa del horizonte; y tras experimentar, así, lo que es estar conectado al universo infinito, vuelve al mundo temporal luminoso y alegre de corazón, sabiendo que todo el arte y la ciencia del siglo XX no pueden impedir a este reloj sonar de nuevo, y que ningún mecanismo de precisión hecho en Suiza puede sobrepasar la realidad de esta clase de tiempo. ¡Poink!