A LA MAÑANA siguiente, envió el doctor Robbins temprano a por Sissy, antes de que el doctor Goldman tuviera posibilidad de atraparla. Y la escoltó de nuevo a su pequeño jardín amurallado, sin botella de vino esta vez. En realidad, los azules ojos del doctor Robbins estaban aplastados por unos cien kilos de resaca.
—Bueno —dijo suavemente, procurando no agitar a las punitivas y traidoras deidades de la fermentación—. Cuéntame cómo conociste al Chink.
—Le conocí en la confitería —canturreó Sissy—. No, en serio. Agradezco haber tenido la oportunidad de hablar con alguien seguro… digno de confianza, en fin… sobre el Chink, pero ¿no tienes que preguntarme sobre… las razones por las que estoy en esta institución?
—No me interesan lo más mínimo tus problemas personales —replicó el doctor Robbins, maldiciendo por dentro el calvinismo cínico que obliga al alcohol a hacernos sufrir por los buenos ratos que nos proporciona.
—¿Eh? Bueno, mi marido paga un montón de dinero para que resuelvan mis problemas personales en esta clínica.
—Tu marido es un memo. En cuanto a ti, si te dejas someter a las indignidades del psicoanálisis, es que también eres una mema. Y desde luego, el doctor Goldman es un perfecto imbécil por enviarte a mí. Yo, sin embargo, no soy ningún imbécil. Me has contado algunas de las historias más fascinantes que he oído en mucho tiempo. Estoy completamente seguro de que no voy a desperdiciar estas horas de sol entre las flores escuchando tus aburridos problemas personales cuando puedo enterarme de más cosas sobre tus aventuras con el Chink. Venga, cuéntame cómo le conociste. Y no vaciles en, ejem, hacer esas, ejem, travesuras que haces con los pulgares. Si te apetece.
—Pero ¿no llamará eso la atención? —sin el aliento del vino, Sissy dudaba en repetir el abandono digital del día anterior.
—A veces —dijo el doctor Robbins mirando con ojeadas inyectadas en sangre el ventanal—, a veces, las cosas que más atraen la atención hacia nosotros son las que nos proporcionan mayor intimidad.
Y dicho esto, se dejó caer sobre la hierba.
—Doctor —dijo Sissy con una sonrisa—, perdona pero tengo la impresión de que también tú eres un caso clínico.
—Cuesta conocerse —replicó Robbins—. Puede que por eso acaben todos los pingüinos en el polo Sur.