CUANDO SE instaló en el Cerro Siwash, no podía el Chink al principio captar una vaharada de aliento caramelotrébol o de arrebato risa-Condesa de vaqueras. Y mejor así, pues si hubiese habido vaqueras entonces en el Rosa de Goma, podrían haber apartado su nariz de sus propios asuntos. Y tenía asuntos de sobra. La cueva resultó tan maravillosa como le anunciaran, pero eran necesarios enormes trabajos y mucha inteligencia para adaptarla a su estilo de vida y hacerla residencia cómoda para todo el año. Además, tenía que montar un reloj y no era tarea fácil. Y para readaptar la cueva y planear su reloj, había también de desligarse de la conciencia del Pueblo Reloj, porque veintiséis años entre los indios de la Gran Madriguera le habían condicionado más de lo que supuso cuando decidió establecerse otra vez por su cuenta.
La mayor parte de los seres humanos tiene cerebros como cera blanda. En cuanto se graba en ellos una impresión, no cambia hasta que tú la cambias por ellos. Son maleables pero no automaleables (circunstancia que políticos y relaciones públicas aprovechan en sus lúgubres triunfos). El Chink, sin embargo, era absolutamente capaz de remoldear su bola de sebo: sólo que le llevó más tiempo del que suponía.
Cuatro años después hablaba a Sissy del Pueblo Reloj con admiración, aprecio y zumbona ironía.
En épocas de caos y confusión generalizados, el crear orden ha sido deber de la vanguardia del género humano (artistas, científicos, payasos y filósofos). En épocas como la nuestra, sin embargo, en que hay demasiado orden, demasiada dirección, demasiada programación y control, es deber de los hombres y mujeres superiores tirar su llave inglesa favorita dentro de la máquina. Aliviar la represión del espíritu humano, sembrando duda y caos. El Chink soltaba su infernal y chiflada risa tonta imaginando las dudas y confusiones que provocaría en la sociedad el inevitable descubrimiento del Pueblo Reloj. Reía aunque sospechase que ese descubrimiento destruiría al Pueblo Reloj, y aunque se burlase de la repugnante falacia democrática «más es mejor», implícita en la idea de que ha de sacrificarse la parte al todo.
—Quiero mucho a esos pieles rojas chiflados —dijo el Chink a Sissy—. Pero no puedo participar de su sueño utópico. Al cabo de un tiempo, pensé que la confianza del Pueblo Reloj en la Eternidad del Gozo era prácticamente idéntica a la confianza cristiana en el Segundo Advenimiento. O a la confianza comunista en la revolución mundial. O a las esperanzas depositadas en los platillos volantes. Todo es lo mismo. Más mamones invirtiendo su cuota de presente en el futuro, acumulando miserias sin cuento en el banco de un final feliz de la historia. Pues bien, la historia jamás acabará, ni bien ni mal. Y la historia acaba cada segundo… bien para algunos de nosotros, mal para otros, bien un segundo, mal al siguiente. La historia está acabando siempre y no acaba nunca, y de todos modos no hay nada que esperar. Ja ja jo jo ji ji.
El viejo pedo andrajoso rodeó con sus brazos a Sissy y… no, un momento, no estaba contándole al doctor Robbins esa parte. Aún.
En una ocasión en el curso de los acontecimientos, aclaró el Chink a Sissy, que, aunque no podía aceptar el sueño del Pueblo Reloj, respetaba la calidad de su sueño. La visión de una era, aunque fuese perdurable, en la que todo ritual fuese personal y propio, hacía que el corazón del Chink deseara levantarse y bailar. Además, mientras que parece casi tan imposible el compromiso de una vuelta de Jesús como improbable la revolución marxista a escala mundial, es inevitable una alteración general del planeta por fuerzas naturales. El Pueblo Reloj había achicado el vacío de fe apocalíptico.
—Pero en definitiva —comentó el Chink—, pese a toda su profundidad, el Pueblo Reloj era una colectividad de animales humanos unidos con el propósito de prepararse para mejores días. En suma, sólo más víctimas de la enfermedad del tiempo.
¡Ay, el tiempo! Vuelta al tiempo. El doctor Robbins procuró erguirse. El vino había dicho su adiós. Estaba algo trompa. Su bigote no podía negarlo. Cada poco, el doctor Goldman se asomaba a la ventana. No le importaba al doctor Robbins. El doctor Goldman nunca tendría el valor de interrumpir, al menos mientras Sissy continuase sus ejercicios. Grandes dedos se ondulaban en el aire del jardín.
(La cara del doctor Goldman, tan roja e hinchada como una vacuna de viruela, presionaba el cristal. Veía desfilar tiesamente los pulgares en sus trajes de rubores. Luego, empezaron a estremecerse. A lanzar ultrarrápidas y salvajes acometidas, como arañas acuáticas en la superficie de un estanque. Y mientras los observaba, vio formarse alrededor de ellos una especie de radiante ectoplasrna. Sissy sonreía remota. El doctor Robbins yacía, como en adoración, a sus pies. El doctor Goldman se volvió bruscamente y desapareció). En realidad, el doctor Robbins estaba algo más nervioso de lo que podría parecer. El testimonio de su paciente había pasado poco a poco a ocupar un lugar secundario frente a su práctica del autoestop. Su recorrido de las escalas. Lo que se había iniciado como flexión casual de músculos había escalado, al perder ella la propia conciencia, a completo catálogo de los gestos y movimientos extravagantes almacenados en sus gruesos apéndices. Había caído en un silencio absorto entregada al pilotaje de sus pequeños dirigibles. El doctor Robbins seguía ansioso la exhibición, pero deseaba, como los novelistas anticuados, ir punto por punto, mantener el flujo de la historia. En fin, el doctor Robbins tenía una teoría muy acorde con los relojes y el Chink. Tenía el doctor Robbins la antigua creencia de que el problema básico con que se enfrentaba la especie humana era el Tiempo. En cuanto a definir el tiempo, o especular sobre su naturaleza, mejor olvidarse; ni borracho ni sobrio estaba dispuesto a bailar con los ángeles en la cabeza de ese alfiler. Pero dado que estaba embarcado en una carrera relacionada con la ciencia de la conducta, el doctor Robbins había investigado para descubrir al menos una verdad fundamental sobre la psique, y lo más cerca que había llegado de una verdad fundamental era el descubrimiento de que los problemas psicológicos (y en consecuencia sociales, políticos y espirituales) pueden en su mayoría relacionarse con presiones ejercidas por el tiempo. O más exactamente, con la idea de tiempo del hombre civilizado.
Por supuesto, no estaba absolutamente seguro de que hubiera problemas. Era muy posible que todo fuese perfecto en el universo; que todo lo que sucediese, de la guerra global a un simple caso de pie de atleta, sucediese porque debía suceder; y aunque desde nuestra perspectiva pudiese parecer que algo horrendo había alterado la evolución de la especie humana contrariado sus felices potencialidades en el globo verdiazul, esto era sólo una ilusión atribuible a miopía y, que, en realidad, la evolución iba tan maravillosamente que corría en línea recta como tren de Tokyo, y que sólo se necesitaba una perspectiva más cósmica para que su gran perfección oscureciese las crisis y fallos momentáneos.
Esto era una posibilidad, desde luego, una posibilidad que el doctor Robbins no había desechado en absoluto. Por otra parle, si tal enfoque era, como la religión, sólo un sistema de camuflaje para justificar la experiencia y hacer más tolerable la vida (otro ejercicio de escapismo festoneado místico crepé), entonces, sólo quedaba deducir que la especie humana era una soberbia joda. Pese a nuestro asombroso potencia; a la presencia entre nosotros de los individuos más extraordinariamente ilustrados, que actuaban con inteligencia, gentileza y estilo; pese a una plétora de triunfos que ninguna otra de las criaturas vivas ha llegado a igualar en un billón de años luz, estábamos al borde de destruirnos a nosotros mismos, interna y externamente, y de llevarnos por delante todo el planeta, prensado en nuestros apretados puñitos, mientras echabamos el paracaídas-mierda al olvido.
Pero, si fuese tal el caso, uno se vería obligado a preguntarse qué error hubo; cuándo y cómo se tergiversaron las cosas. La respuesta a esta pregunta suprema resopla en tantos brotes que al pobre cerebro le ataca la fiebre del heno, se le cierran los ojos de golpe, estornuda ramilletes enteros de ocultas y semisospechadas verdades, y probablemente en el fondo no quiera enterarse de nada. Desde su posición de psiquiatra, sin embargo, una posición sólo ligeramente menos alérgica que cualquier otra, podía el doctor Robbins aventurar de momento:
La mayor parte del daño que el hombre causa a su ambiente, a sus semejantes y a sí mismo, se debe a la codicia.
La mayor parte de la codicia (sea de poder, de propiedad, de atención o de afecto) nace de la inseguridad.
La mayor parte de la inseguridad se debe al miedo.
Y casi todo el miedo es, en el fondo, miedo a la muerte.
Con tiempo, todo es posible. Pero el tiempo ha de parar.
¿Por qué temen así los seres humanos a la muerte?
Porque inconscientemente entienden, al fin, que sus vidas son meras parodias de lo que habría de ser la vida. Anhelan dejar de jugar a vivir y vivir realmente, pero, ay, lleva tiempo y esfuerzo unir y articular y anudar los cabos sueltos de sus vidas y se ven acosados por la idea de que el tiempo corre y se acaba.
¿Era esto, o era el guijarro de la zapatilla de baile la fobia de que el tiempo no para jamás? Si pudiésemos vivir nuestros 70.4 años de media y saber con seguridad que iba a ser así, podríamos arreglárnoslas perfectamente. Podríamos quejarnos de que es demasiado poco, pero lo que hubiese de vida lo podríamos vivir libremente haciendo en concreto lo que quisiéramos según lo permitieran la conciencia y la capacidad, aceptando que cuando se acabase, se había acabado: fácil venir, fácil irse. Ah, pero no se nos permite el lujo de la finalidad. Diluimos y obstruimos nuestros impulsos más auténticos con la idea, fervientemente sostenida o porfiadamente sospechada, de que tras la muerte hay algo más, y que ese algo puede ser interminable, y que la justeza de nuestra conducta en «esta» vida puede determinar cómo nos vaya en la «siguiente» (y, para aquellas pobres almas que creen en la reencarnación, las que sigan a ésta).
Así, ya sea porque se interrumpe de pronto y nos pesca con los pantalones bajados, o ya sea porque sigue corriendo eternamente y exige que nos consagremos a prepararnos para la próxima estación del largo viaje, sea como sea, es el tiempo, lo que nos impide vivir auténticamente.
Quizá tengamos la culpa por ser doctores frankesteins que han creado el tiempo como un monstruo de tres cabezas: pasado, presente y futuro. En cualquier caso, ¡vuelta a la pizarra! El presente vale, el presente es limpio y preciso; déjalo donde está, encima y dirigiendo el cuerpo. Pero relega el pasado a alguna otra función anatómica. El pasado sería cojonudo, por ejemplo, como ojo del culo. En cuanto al futuro, veamos, el futuro podría ser el tiempo de…
De los pulgares…
Como naves espaciales de cartón de una vieja película de Buck Rogers zumbaban éstos bamboleándose hacia mundos imaginarios. Alimentábalos ella con el combustible en polvo de cohete que extraía de su corazón. Los agitaba sin dejarlos ir nunca, tirando y frenando simultáneamente, para que la lluvia de pulgares, aéreo ballet de cálidas piñas, golpeara una y otra vez las mismas varillas del ojo del observador. El martilleado ojo pestañeaba bajo aquel golpeteo burbujeante. Pulgares desdibujados y superpuestos en el campo de visión. Pulgares que giraban, pulgares que flotaban. Que serpeaban como cosquilleadas tripitas de bebés. Pulgares que azotaban el fondo del cielo.
Y todo lo que el doctor Robbins podía hacer para no rendirse al espectáculo era dejar que los pulgares se arrastraran adonde deseasen ir. Después de todo, no era visión que hubieran visto muchos, pero el doctor era hombre terco y tenía tiempo. Así que, al fin, exclamó, con la suficiente energía como para taladrar el ensueño de su paciente:
—¡No me tengas en suspenso, Sissy! ¿Qué pensaba el Chink del tiempo? ¿Y cómo aplicó su pensamiento a la construcción de su reloj?
—Oh —dijo Sissy, un poco sorprendida.
—Oh, sí —y dejó que los pulgares le cayeran en el regazo y saltaran allí suavemente—. Oh, sí. Bueno, mira, tienes que entender que el Chink habla poco. Dice lo que tiene que decir muy deprisa y es muy raro que se repita o se explique. Lo que más hace es reír y arañar, no exponer ideas. Pero si le complacía… y le dejaba hacer lo que quisiese con mi persona (Sissy bajó las pestañas)… compartiría conmigo algunos de sus pensamientos. En fin, no estoy segura de que esto tenga que ver con el tiempo en sí, pero el Chink ve la vida como una red dinámica de cambios e intercambios que se extiende en todas direcciones a la vez. Y la tensión entre opuestos lo sustenta todo. Dice que en la naturaleza hay orden y también desorden. Y que el equilibrio de tensiones entre el orden y el desorden, la ley natural y el azar natural, impiden que el conjunto se derrumbe. Es una bella paradoja, según sus palabras. Personalmente no sé. Cuando le expuse la idea a Julián, se limitó a reírse. Julián dice que todo está ordenado en la naturaleza y que el azar no existe. Cuanto más aprendemos del funcionamiento de la naturaleza, más leyes descubrimos. Julián dice que no hay paradoja alguna, que la única razón de que ciertos aspectos de la naturaleza nos parezcan desordenados es que aún no los hemos entendido. Según Julián…
—Julián no es capaz de diferenciar su escroto de un pollo frito —gruñó el doctor Robbins—. Yo admito la paradoja de la que habla el Chink; está dentro de nosotros y nos rodea por todas partes. Me metí en psiquiatría con el propósito de ayudar a la gente a liberarse. Pero pronto supe que el hombre está atado por un montón de características emocionales y de conducta en conflicto que tienen una base genética. Son contradicciones innatas; forman el equipo normal de todos los modelos. Por mucho que los individuos deseen ser libres (aunque sea hasta el extremo de poner la libertad por encima de la felicidad) hay en su propio ADN, aversión a la libertad. Durante eones de períodos de evolución, nuestro ADN ha estado susurrando en los oídos de nuestras células que somos, cada uno de nosotros, los objetos más preciosos del universo, y que cualquier acción que entrañe el menor riesgo para nosotros puede tener consecuencias de importancia universal. «Ten cuidado, busca lo cómodo, no levantes olas», susurra el ADN. Y, así mismo, el ansia de libertad, la fe audaz en que no hay nada que perder ni nada que ganar, está también en nuestro ADN. Pero es de origen evolutivo mucho más reciente, según mi opinión. Ha surgido en los últimos dos millones de años, durante el rápido aumento de tamaño del cerebro y de la capacidad intelectual que se asocian con nuestra transformación en seres humanos. El deseo de seguridad, el deseo de sobrevivir, es de antigüedad mucho mayor. De momento, los anhelos contradictorios del ADN engendran una paradoja básica que engendra a su vez el carácter (básicamente contradictorio) del hombre. Vivir plenamente significa ser libre, pero ser libre significa prescindir de la seguridad. En consecuencia, para vivir debe uno estar dispuesto a morir. ¿Qué os parece esta paradoja? Pero, dado que la tendencia genética a la libertad es comparativamente reciente, ha de representar una tendencia a la evolución. Aún podemos superar nuestra aplastante obsesión por sobrevivir. Por eso aliento a todos a correr riesgos, a cortejar el peligro, a dar la bienvenida a la ansiedad, a burlarse de la inseguridad, a quemar todas las naves e ir siempre contra corriente. Siguiendo, continuando mientras sea posible, podemos acelerar el proceso, ese proceso por el que la necesidad de alegría y libertad se hace más vigorosa que la de comodidad y seguridad. Así puede esa paradoja que según el, ejem, Chink sostiene la estructura general, perder su equilibrio. ¿Y entonces, señor Chink, entonces?
Se rascó el doctor Robbins el mostacho con la ruedecilla de su reloj, satisfaciendo el picor y dando cuerda simultáneamente. Siendo el tiempo el problema básico del género humano, resultaba admirable tanta eficiencia.
Sonrió Sissy suavizando sus pulgares. Le gustaba aquel joven analista de cara de niño. En cierto modo, hasta le recordaba un poco al Chink. En cierto modo (vestimenta y modales) le recordaba también a Julián. Pensó que a él le complacería la primera comparación y le ofendería la segunda. Por eso dijo:
—Es fascinante. No era el tipo de conversación que yo esperaba en la clínica Goldman, te lo aseguro. Te pareces un poco al propio Chink, en lo que piensas.
—¿De veras?
—Sí, desde luego. Aunque no me atrevería a afirmar que el Chink estuviese de acuerdo con lo que yo digo de él, me parece que hablas de la misma paradoja. O al menos, de una parecida. Bueno, volviendo a nuestra cuestión… El Chink considera que existe en el mundo natural un equilibrio paradójico de orden y desorden superiores. Pero el hombre tiene una pronunciada tendencia al orden. No sólo se niega a respetar, e incluso a aceptar, el desorden en la naturaleza, en la vida. Huye de él, brama contra él, le ataca con ordenados programas. Y al hacerlo, perpetúa la inestabilidad.
—Un momento, un momento —dijo el doctor Robbins. Apuntaló su espalda enfundada en tela Oxford contra el banco de piedra en que se sentaba Sissy—. A ver si nos entendemos. El vino me despistó. Tú dices, o lo dice el Chink, que la tendencia al orden lleva a la inestabilidad, ¿es así?
—Así es —dijo Sissy—. Por varias razones. En primer lugar, adorar el orden y odiar el desorden sitúa automáticamente a grandes sectores de la naturaleza y la vida en una categoría odiosa. ¿Sabías que el centro de la tierra es líquido al rojo cubierto de una corteza dura, y que esa corteza no es una sola capa unificada sino una revuelta serie de placas cambiantes? Placas de unos ciento diez kilómetros de grosor y muy plásticas. Que aparecen y desaparecen. Que giran y se comban y chocan entre sí como un dominó epiléptico. Se crean nuevas montañas y nuevas islas (mucho tiempo atrás, nuevos continentes). Se forman climas nuevos y se alteran los viejos. Todo es flujo. La ordenación actual se halla temporal y constantemente amenazada de derrumbe. Toda esta gran ciudad de Nueva York puede tragársela la tierra o puede congelarse o derrumbarse o quedar inundada… en cualquier segundo. Según el Chink, el hombre que se siente limpio en un mundo metódico, nunca ha mirado la boca de un volcán.
El doctor Robbins parecía algo desilusionado. Quizá fuese que el sol calentaba el vino de sus ojos.
—Sí, hice un curso de geología en la universidad —murmuró—. El desorden geofísico es una realidad, no hay duda, pero difícilmente significa una defensa del desorden. Quiero decir, el cáncer (desorden celular) es una realidad, también, pero eso no le hace amable ni siquiera aceptable.
—Cierto —aceptó Sissy; sus grandes dedos se habían detenido; se balanceaban sobre sus muslos como exhaustas vacas marinas corridas por las vaqueras de las profundidades—. Cierto. Eso no era lo que dice el Chink. Él sólo decía que los desórdenes y la violencia de la naturaleza deben tenerse en cuenta en la base de la conciencia social y política, deben abarcarse en una renovación significativa de la psique.
—Sí, sí, de acuerdo.
—Y en cuanto a la estabilidad… en términos generales, el hombre primitivo gozaba de gran estabilidad. Me sorprendió cuando se lo oí decir al Chink, pero ahora veo que era verdad. La cultura primitiva era varía, flexible y se integraba totalmente con la naturaleza al nivel del medio concreto. El hombre primitivo tomaba de la tierra sólo lo que necesitaba, evitando así los conflictos que generan en la economía moderna los desequilibrios de la escasez y el exceso. Las tribus cazadoras y recolectaras sólo trabajaban unas horas a la semana. Trabajar más habría sido forzar el medio, con el que estaban simbióticamente relacionadas. Sólo entre las culturas móviles (tras la desdichada domesticación de animales) llevó el excedente, resultado del excesivo triunfo, a celebraciones y fiestas competitivas (orgías de consumo y de derroche ostentosos) que unieron a economías simples, sanas y eficaces los elementos destructores del poder y el prestigio. Al suceder esto, se tambaleó la estabilidad. La civilización es un animal imitante que surgió del frágil huevo de la estabilidad primitiva. Otra cosa de los primitivos: deifican tanto las fuerzas del orden como las del desorden. De hecho, suelen honrar y considerar más a los dioses del viento, de la lava y del rayo que a las deidades de más plácidos pensamientos… y no siempre por miedo.
Aún no satisfecho, arrastró el doctor Robbins sus uñas por la etiqueta de la botella de vino vacía.
—Interesante —dijo—. Muy interesante. Pero presentas al Chink alabando el desorden por un lado y la estabilidad por el otro…
—Exactamente —contestó Sissy—. El desorden es algo inherente a la estabilidad. El hombre civilizado no entiende la estabilidad. La confunde con la rigidez. Nuestros dirigentes políticos, económicos y sociales hablan constantemente de la estabilidad. Es su palabra favorita, después de «poder». «Hay que estabilizar la situación política en el Sudeste Asiático, hay que estabilizar la producción y el consumo de petróleo; hay que estabilizar la oposición estudiantil al gobierno», y así sucesivamente. Estabilización significa para ellos orden, uniformidad, control. Y eso es una idea errónea, y potencialmente genocida. Por mucho que controlen un sistema, invariablemente el desorden se filtra en él. Los dirigentes se aterran entonces, se apresuran a tapar la gotera y procuran fortalecer los controles. Y así crece en malicia y alcance el totalitarismo. Y lo terrible es que rigidez no es lo mismo, ni mucho menos, que estabilidad. La auténtica estabilidad se produce cuando están equilibrados el supuesto orden y el supuesto desorden. Un sistema verdaderamente estable aguarda lo inesperado, está preparado para la alteración, espera la transformación. ¿No piensas, como psiquiatra, que un individuo estable acepta la inevitabilidad de su muerte? Asimismo, una cultura estable, un gobierno o una institución estables, llevan dentro de sí su propia defunción. Están abiertos al cambio, abiertos incluso a la destrucción. Están abiertos. Graciosamente abiertos, Eso es estabilidad. Eso es estar vivo.
—Parece sensato, muy sensato —aceptó el doctor Robbins, sobre cuyo rostro de chica de la puerta de al lado tenía muy poco sentido, poquísimo, aquel bigote manchado de vino. El bigote del doctor Robbins era como las ruinas de una perdida ciudad de pelo descubierta por arqueólogos en los Montes Calvos; o el bigote del doctor Robbins era una chaqueta de piel gastada por una viuda excéntrica en una merienda campestre en Phoenix, Arizona, el 4 de julio; o el bigote del doctor Robbins era una llamada telefónica obscena a una monja gorda.
—Sí —aceptó el doctor Robbins, tironeando su bigote como si ni siquiera él lo creyera—. Puedo integrar todo eso en mi rompecabezas. Pero el tiempo, Sissy: ¿Cómo se relacionan con esto el tiempo y los relojes?
—El Chink no me dijo exactamente cómo se relacionaban, pero creo que he llegado a averiguarlo. —Sissy sacó un trozo de papel de un bolsillo de su mono—. Esto lo escribió un físico llamado Edgar Lipworth —explicó—. Dice así: «El tiempo de la física se define y mide por un péndulo, sea el péndulo de un viejo reloj, el péndulo de la rotación de la tierra alrededor del sol, o el péndulo del electrón precedente en el campo magnético nuclear del maser de hidrógeno. El tiempo, en consecuencia, se define por el movimiento periódico: es decir, por el movimiento respecto a un punto que se mueve de modo uniforme alrededor de un círculo». ¿Lo entendiste?
—Desde luego —dijo el doctor Robbins—. Existe también el péndulo del corazón que late, el de los pulmones que respiran, el de la música que busca su ritmo…
—También. Sí. Vale. Entonces, el hombre civilizado se emboca con las leyes que encuentra en la naturaleza, se aferra frenético al orden que ve en el universo. Y así basa las simbologías, los modelos psicológicos con los que espera comprender su vida, en observaciones de la ley y el orden naturales. Tiempo pendular es tiempo ordenado, tiempo de un universo de leyes uniformes, tiempo de síntesis cíclica; eso está bien hasta donde alcanza. Pero el tiempo pendular no es el tiempo total. El tiempo pendular no se relaciona con los tollones de movimientos y actos de la existencia, La vida es a la vez cíclica y arbitraria, pero el tiempo pendular sólo se relaciona con la parte que es cíclica.
—Aunque la forma en que nos relacionamos con el tiempo pendular sea también a menudo arbitraria —añadió el doctor Robbins. Pensó en el marcador arbitrario de un reloj y en cómo ciertos números arbitrarios de aquel marcador, como nueve y cinco y mediodía y medianoche habían quedado gastados por una insistencia desmedida.
—Sí, lo admito —dijo Sissy—. Pero la cuestión es que aunque gran parte de nuestra experiencia se produzca fuera del tiempo pendular, o sólo se relacione con él tenue y artificialmente, aún enfocamos el tiempo únicamente en términos pendulares, en términos de rotación compulsiva y continua. Incluso el reloj de arena del Pueblo Reloj, aunque no estuviese diseñado para la exactitud perfecta ni nada parecido, se basaba en un flujo ordenado. Se asía a los bordes raídos de un tiempo que sus creadores deseaban trascender. El estanque de siluros se acercaba más al objetivo de medir el «otro» tiempo de la vida, pero sus limitaciones…
—Sissy.
—Sí.
El doctor Robbins había localizado al doctor Goldman de nuevo en la ventana.
—¿Cómo es el reloj del Chink? —preguntó’.
—Ja ja —rió Sissy—. Algo terrible. No te lo creerías. Es sólo un montón de chatarra. Tapas de latas de basura y salseras viejas y latas de manioca y guardabarros, todo unido en el centro de la cueva de Cerro Siwash. De voz en cuando, el artilugio se mueve… se mete en el un murciélago, le cae una piedra encima, lo alcanza una corriente, se oxida y se rompo un alambre, o simplemente se mueve sin ninguna razón lógica aparente… y entonces las piezas chocan entre sí. Y el boink o el poink que se produce retumba por las cavernas. Puede sonar ese ruido cinco veces seguidas. Luego una pausa; luego otra vez. Después, puede permanecer en silencio un día o dos, o hasta un mes. Luego suena de nuevo, dos veces por ejemplo. Y después puede quedar en silencio todo un año… o sólo un minuto o así. Entonces… ¡POINK! Tan estruendoso que uno casi salta, fuera del pellejo. Y así es como funciona. A intervalos extraños, absolutamente libre… una locura.
Sissy cerró los ojos, como si escuchase el boink o poink distante, y el doctor Robbins, ignorando los gestos del doctor Goldman desde el ventanal, parecía escucharlo también.
Escuchaban. Oían.
Y recibieron entonces la seguridad, ambos, psiquiatra y paciente, de que había un ritmo, un ritmo extraño e inadvertido, que podía estar quizás, o no estar, acompasando sus vidas por ellos. Por todos nosotros.
Pues medir el tiempo con los relojes es saber que uno se mueve hacia un fin… ¡pero a un ritmo muy distinto del que podría pensarse!