HEMOS DE DECIR en favor de los suskejanna, los winnebago, los kickapu, los chickasau, los kuakiutl, los potawatomis y todos los demás aborígenes de espléndidos nombres que vinieron a llamarse «indios» por ignorancia de un marinero italiano muy aficionado a las naranjas, que es bastante lógico que los «indios» llamasen erróneamente «Chink» a nuestro héroe japonés-americano.
Había muy pocos japoneses en San Francisco en 1906, pero eran abundantes los chinos. Ya había un barrio chino; con exóticas trampas y señuelo de turistas. Drogas, juego y prostitución abundaban en el barrio chino, lo mismo que en la Barbary Coast, y los indios habían oído muchas veces hablar a sus patronos de la competencia de los «chinks».
Entre 1906 y 1943, el Pueblo Reloj había discutido, lógicamente, en varias ocasiones, las circunstancias de su emigración a la Sierra. Más de una vez se habían preguntado en voz alta por qué los amarillos habrían sido tan estúpidos como para unirse a los blancos en la reconstrucción de San Francisco. ¡Había sido bastante asombroso ver a los blancos dispuestos a repetir su error, pero el que los amarillos les siguieran…!
Su curiosidad respecto a los amarillos influyó sin duda en su decisión de salvar a aquel desconocido casi congelado. Durante sus días de recuperación, la víctima de la tormenta había oído preguntar a varios de sus anfitriones sobre el estado del «Chink». No tenía el sentido del humor tan congelado como para no perpetuar, una vez repuesto, el apodo.
Más tarde quizá confesase su origen japonés. Pero confesó de inmediato que era un fugitivo. El Pueblo Reloj decidió acogerle y nunca lo lamentaría. En los años siguientes el Chink les prestó muchos servicios. A cambio, le aceptaron como uno de ellos y por esta causa tuvo acceso a todos los secretos de las máquinas del tiempo.
La función básica del Pueblo Reloj es mantener y observar esas máquinas. Son algo real. Se encuentran en el centro, en el alma, de la Gran Madriguera.
La Gran Madriguera es un entramado o serie laberíntica de túneles, en parte hechos a mano y en parte de origen geológico. Concretando más, se trata de una red natural de estrechas cuevas, situadas bajo una gran loma en plena sierra, que fue ampliada y perfeccionada por los indios que se exiliaron voluntariamente de San Francisco en 1906. Muchos de los túneles, casi la mayoría, son callejones sin salida.
El Pueblo Reloj como ahora le conocemos, se dividió en trece familias que no correspondían necesariamente a líneas tribales. (¿Qué significa numéricamente el hecho de que el Pueblo Reloj decidiese estructurar su ritual en trece meses y se diferenciase luego en trece familias? Bien, dicho en pocas palabras, consideran el trece número más natural que el doce. Para los babilonios, el trece era aciago. Por ello, al inventar la astrología, desecharon adrede una importante constelación, asignando erróneamente al Zodíaco sólo doce casas. El Pueblo Reloj nada sabía de las supersticiones babilónicas, pero conocía las estrellas, y, en parte queriendo superar la antinatural tendencia favorable al número doce de la cultura occidental, eligieron hacer justicia al trece). Cada familia tenía asignada responsabilidad sobre una sección de la Gran Madriguera. Cada una de las familias conoce una sección centímetro a centímetro, pero ignora por completo las otras doce. En consecuencia, no hay ni una sola familia ni un solo individuo que conozca El Camino. El Camino, por supuesto, es el verdadero camino que lleva hasta las maquinarias atravesando el intrincado laberinto de la Gran Madriguera. No pueden, además, las familias trazar un mapa de El Camino, pues cada una de ellas guarda como secreto sagrado el conocimiento de su madriguera o sección de El Camino.
(No por llamar a estas secciones de túneles «madrigueras» se identifica el Pueblo Reloj específicamente con los animales, como los indios en cuyas culturas los totems jugaban un papel tan importante y destacado. Estos indios utilizaban las características de determinados animales metafóricamente. Era sólo una forma de simbolismo poético. Usaban los animales para pensar con ellos).
De acuerdo. ¿Quién llega a la fábrica del tiempo, cuándo y cómo? Todas las mañanas, al alba, reúnanse los guías designados del día (uno de cada una de las trece familias) en la entrada de la Gran Madriguera. Luego, allí se les tapan los ojos a todos, salvo al guía que representa a la Familia de la Primera Madriguera. Los doce que tienen los ojos vendados se cogen de la mano y el primer guía los dirige a través de una de las diversas rutas que él o ella puedan tomar para llegar al principio de la Segunda Madriguera. Los guías procuran no utilizar jamás dos veces la misma ruta. Suelen volver atrás y dicen a menudo al resto del grupo que suelten las manos y den vueltas. Así, ya que por estas fechas hay unos veinte miembros en cada familia, cada individuo actúa como guía sólo unas trece veces por año.
Ahora bien, cuando el primer guía llega al término de su madriguera y al principio de la siguiente, instruye al guía de la segunda para que se destape los ojos, y véndase luego los suyos. Y así hacen de modo sucesivo hasta que el grupo llega a la gran cámara central donde están los relojes. Allí, se dedican a «guardar el tiempo» hasta que llega el momento del viaje del regreso. Teóricamente, los trece guías diarios salen de la Gran Madriguera al ocaso, aunque esto sólo se produce en realidad los días en que hay trece horas de luz natural.
Acompañan, en ocasiones, a los guías en su misión otras personas. Al individuo enfermo o al anciano a punto de morir o a la embarazada al borde del parto los conducen, con los ojos vendados, a la madriguera central, pues, el Pueblo Reloj procura en lo posible que las muertes y nacimientos de sus miembros se produzcan en presencia de los relojes. Aparte de nacimientos y muertes, la razón de las visitas diarias a los relojes es comprobar el tiempo.
Quizá debiéramos decir «comprobar los tiempos», pues los relojes son en realidad dos y es totalmente distinto el tipo de tiempo que mide cada uno. (Quizá debamos indicar también que lo que se define aquí son los artefactos originales: Más tarde habría otros, y estos segundos ocupan un lugar aún más prominente en nuestra historia).
Hay primero, un gran reloj de arena, de algo más de dos metros de diámetro y unos cuatro de altura, armado con membranas internas, finamente trenzadas y firmemente tensadas, de grandes animales (alces, osos, pumas). El reloj de arena está lleno de bellotas, suficientes para que tarden unas trece horas en pasar o verterse, una a una, por el estrecho pasaje del centro de ese artefacto transparente. Cuando los guías diarios entran en la madriguera central, dan la vuelta al reloj de arena. Cuando se van (transcurridas más o menos trece horas) vuelven a hacerlo. En consecuencia, «comprobar el tiempo» o «mantener el tiempo» es, en el día de veintiséis horas del Pueblo Reloj, lo mismo que «hacer el tiempo» o, más sencillamente, «hacer la historia». El Pueblo Reloj cree que hace la historia y que llegará el final de ésta con la destrucción de los relojes.
No imagines, por favor, que el «final de la historia» o el «final del tiempo» pueda significar «el final de la vida» o lo que normalmente entienden los individuos de mentalidad apocalíptica cuando hablan (casi deseándolo, a lo que parece) del «fin del mundo». Esto es bazofia paranoica, y sea cual sea el valor que asignemos en último término al Pueblo Reloj, su filosofía debe situarse a un nivel más alto que esas paparruchas tremendistas.
¿Qué quieren decir, entonces, con final de la historia, y como serán destruidos los relojes?
Tengamos esto en cuenta: Esas gentes, esos indios clandestinamente exiliados, no tienen más que este ritual: LA COMPROBACIÓN DE LOS RELOJES… el mantenimiento y la formación de la historia. Asimismo, sólo tienen una leyenda o mito cultural: un continuo al que llaman la Eternidad del Gozo. Es en la Eternidad del Gozo donde entrarán todos los hombres, según su creencia, una vez que se hayan destruidos los relojes. Anhelan, por tanto, un estado de atemporalidad en el cual los individuos aburridos, frustrados e insatisfechos no tengan ya que «matar el tiempo», pues el tiempo estará definitivamente muerto.
Y ellos se preparan para la atemporalidad eliminando de su cultura todos los papeles, planes y normas morales no directamente relacionados con el mantenimiento de los artefactos. El Pueblo Reloj quizá sea la comunidad más anarquista que haya existido. Quizá sea la que hasta el presente más se haya aproximado a practicar del todo la anarquía. Esto es impresionante por sí solo y deberían abanicar con pavorrealescas plumas de optimismo a todos los que sueñan con el estado social perfecto.
El Pueblo Reloj controla su anarquismo (si no es contradictorio esto) por haber canalizado simplemente todas sus tendencias autoritarias y controlado sus impulsos maníacos a través de un único ritual. Todos los miembros de la comunidad entienden claramente que no hay más rituales, que no se necesita más creencia y, además, que este ritual lo crearon ellos mismos: no tienen supersticiones estúpidas de dioses o espíritus de ancestros que sostengan este ritual en sus cabezas a cambio de homenaje y/o «buena» conducta.
Ritual, normalmente, es una acción o ceremonia destinada a crear la unidad de pensamiento en la congregación o comunidad. El Pueblo Reloj considera el mantenimiento de los relojes como el último ritual comunitario, el definitivo. Con la destrucción de los relojes, es decir, con el final del tiempo, todos los rituales serán personales y propios, servirán, no para unificar una comunidad/culto, una causa común, sino para ligar a cada persona individual con el universo del modo que a éste o ésta mejor le parezca. Lo único dejará paso a lo plural en la Eternidad del Gozo, aunque, como el universo es a la vez múltiple y uno, cuanto ligue a un individuo con él le ligará de modo automático con todos los demás, aunque estimule de modo simultáneo una identidad propia del todo independiente en una leche batida eterna que nunca cuaja el tiempo. Así, paradójicamente, la sustitución de rituales sociales por individuales traerá una unidad definitiva inmensamente más universal que la red de ritos comunales que en la actualidad dividen a las gentes en incómodos grupos inquietos y enfrentados.
Ahora bien, el Pueblo Reloj, lo forman visionarios a quien no satisface el ritual de comprobación del tiempo. Después de todo, es la única acción autoritaria y compulsiva que los vincula. Desean eliminarlo. Si lo eliminasen, podrían superar la historia y pasar a la Eternidad del Gozo. Podrían sin tiempo, educar a sus hijos y enterrar a sus muertos siempre que quisiesen. Sin embargo, comprenden que en esta etapa de la evolución aún necesitan el ritual, aunque comprendan y perciban también que pueden perfectamente destruir los relojes. No los destruirán. Han aceptado (y esto es básico en sus mitos) que la destrucción ha de venir del exterior, ha de venir por medios naturales, ha de venir por voluntad (capricho es más exacto) del gesticulante planeta, cuyos más agudos estremecimientos llaman los insensatos «terremotos».
Podemos comprender así un poco más los orígenes de su cultura. La gran conmoción de 1906, que destruyó prácticamente todo San Francisco, fue para los indios como una señal. Habían dejado la tierra para irse a la ciudad. El que la tierra pudiese destruir la ciudad en sesenta y cinco segundos era indicio de dónde residía el poder verdadero.
En un contexto natural, jamás el fenómeno habría constituido un holocausto. Lejos de esos centros de hacinamiento que denominamos ciudades, un «terremoto» sólo constituiría una aceleración superficial de los movimientos protoplasmáticos del globo, que, a profundidades diversas e intensidades varias, están produciéndose siempre, y no, en consecuencia, en un momento sino en todo momento. Al producirse «en todo momento» es como si se marginaran del tiempo, pues la idea de tiempo está soldada inseparablemente con la de progresión. Y ¿cómo puede avanzar lo que está ya en todas partes?
De ahí hay un breve salto al saliente del sueño: la Eternidad del Gozo (el presente continuo en el que todo, fluyendo la danza de las eras, que erróneamente juzgamos despliegue cronológico y no posición fija de conciencia celular profundizada, se integra siempre).
Cuando los ciudadanos de San Francisco se pusieron inmediatamente a reconstruir su ciudad, los indios se sintieron, comprensiblemente, muy decepcionados. Los ciudadanos blancos (y amarillos) no habían aprendido nada. Habían recibido una señal (una señal lúcida y poderosa) de que el hacinamiento humano y su tecnología concomitante no son el camino adecuado para participar de la hospitalidad de este planeta. (Hay en realidad incontables medios de vivir alegres y sanos sobre esta temblorosa esfera, y probablemente sólo uno (el de la industrialización, la urbanización y el hacinamiento) de vivir como imbéciles, y el hombre ha ido a elegir precisamente éste). Los habitantes de San Francisco no percibieron la señal. Capitularon, optando por mantenerse en el tiempo y apartarse de la eternidad.
Quizá los lectores se pregunten por qué los indios, que identificaron el terremoto como lo que realmente era, no pasaron a la Eternidad del Gozo sin más y de inmediato. Enfocaban, en fin, a la vez con visión realista y sentido del humor su situación. Se daban cuenta de que harían falta de tres a cuatro generaciones para eliminar los sedimentos culturales previos. Los patriarcas (de los que sólo dos o tres viven aún) razonaron que si podían canalizar todas las frustraciones y compulsiones autodestructoras de sus hermanos en un ritual único y simple, conseguirían dos cosas: una, que fuera de ese ritual, la comunidad pudiese experimentar libremente estilos de vida y apartarse de los señuelos de la muerte. Segundo, tarde o temprano, la tierra emitiría otra poderosa señal, lo bastante para destruir su último icono de cultura atada al tiempo, los relojes, poniendo fin al ritual aunque éste estuviese remodelando gran parte de la civilización norteamericana.
Lo que nos lleva, tictaqueando, a la cuestión del segundo reloj. El primer reloj de las maquinarias originales, el reloj de arena de membrana, se asienta en un estanque de agua. La Gran Madriguera queda situada sobre una profunda fractura, una de las ramas principales de la Falla de San Andrés. La falla de la Sierra aparece claramente en los mapas geológicos del norte de California (lo cual constituye un indicio del emplazamiento de las máquinas originales, ¿verdad?, aunque la falla sea muy larga). Además, la corriente subterránea que alimenta el estanque de la Gran Madriguera desemboca directamente en la Falla de San Andrés. Ese estanque de agua es el segundo reloj del sistema. Consideremos sus piezas.
Momentos antes de un terremoto, determinados individuos sensibles experimentan náuseas. Los animales, por ejemplo el ganado, son aún más sensibles a las vibraciones que preceden al terremoto, sintiéndolas antes y con mayor intensidad. Pero no hay duda de que las criaturas que son más sensibles a los terremotos en la actualidad son los siluros. Lectores, se trata de un hecho científico; les escépticos no deberían vacilar en comprobarlo. Siluros.
Ahora bien, hay una especie de siluros, ciega por herencia, que habita en exclusiva las aguas subterráneas, Su nombre latino es Satán Euristomus, de nuevo para escépticos, pero los espeleólogos llaman a estos peces blandcats o gatos ciegos. Estos gatos ciegos, relativamente raros en California, son muy comunes en las nievas y cavernas de los estados Ozark y de Tejas.
En el estanque de los relojes hay siluros de este tipo. Su innata sensibilidad a los terremotos, típica de los siluros, viene suplementada por el hecho de encontrarse conectados, por aleta y bigote, a la vibración de una de las cadenas de fallas más grande y frenética del globo. Cuando se inicia un movimiento de cualquier pasión ritcheriana, el siluro entra en un estado de conmoción. Deja de comer, y cuando se mueve, lo hace erráticamente. Por el control constante de los cambios en el campo magnético de la Tierra o en la inclinación de su superficie o por el ritmo cinético y la intensidad de la tensión cuando las fallas reptan lentamente, los sismólogos han predicho con exactitud una serie de temblores de menor cuantía, aunque no con gran precisión. Los siluros de los relojes, por otra parte, han registrado la inminencia de terremotos en lugares tan lejanos como Los Ángeles (1971) y hasta con cuatro semanas de antelación.
En las paredes de tierra de la Madriguera Central, el Pueblo Reloj ha anotado ordenadamente las fechas e intensidades de todos los temblores, intensos o suaves, que se han producido en las fallas de tres mil kilómetros de Costa Oeste desde 1908. EJ gráfico general, transcrito por el reloj de los siluros, muestra una estructura rítmica que indica a las mentes rítmicas de los indios que algo importante va a suceder cualquier semana.
Este atisbo de destrucción sólo es pitagoriano en el sentido de que si el cataclismo borra el último vestigio de rito cultural, llegará ese género de libertad completa, social y psíquica, que sólo puede brindarnos la natural anarquía atemporal, el nacimiento de un pueblo nuevo a la Eternidad del Gozo.
El Pueblo Reloj considera la civilización como una serie de símbolos de disparatada complejidad que oscurece procesos naturales y dificulta el movimiento libre. La tierra está viva. Arde en su interior el calor del anhelo cósmico. Anhela estar de nuevo con su esposo. Gime. Se agita suavemente en su sueño. Cuando se rompan las simbologías de la civilización, no habrá más «terremotos». Los terremotos son una manifestación de la conciencia humana. Sin locuras hechas por el hombre no podría haber terremotos. En la Eternidad del Gozo, el hombre desurbanizado, pluralizado, a gusto con su tecnología suave, sonreirá y suspirará cuando la tierra empiece a temblar.
—Está inquieta esta noche —dirá.
—Tiene sueños de amor.
—Siente añoranzas.