ERA LA HABITACIÓN en que el fugitivo recuperó el conocimiento, grande y caldeada. La tapizaban toscas mantas y pieles de animales. No podía determinar el Chink si era cueva, cabaña camuflada o habitáculo tipo tipi/hogan perfeccionado. Mostraba sumo cuidado en no revelar detalles que pudiesen ayudar a la localízación de sus salvadores. Sissy, además, no habría mencionado nunca el Pueblo Reloj al doctor Robbins de no haber recibido seguridades de que la conversación entre psiquiatra y paciente es sagrada y confidencial, inmune incluso a las solicitudes e imposiciones del gobierno.
El que el doctor Robbins acabase violando algún día esta promesa… bueno, dejemos esto por ahora.
Como ya hemos dicho, el Pueblo Reloj pertenece a una cultura india norteamericana. Ahora bien, desde el punto de vista étnico, no es una tribu. Es más bien una asociación de indios de varias comunidades. Llevan viviendo juntos desde 1906.
Al amanecer del 18 de abril de 1906, la ciudad de San Francisco despertó a un terrible estruendo de creciente intensidad. Durante sesenta y cinco segundos, la ciudad se estremeció como bola de gomosa carne en las mandíbulas de Teddy Roosevelt. Siguió un silencio casi tan terrible como el estruendo. El corazón de San Francisco yacía en ruinas. Los edificios se habían derrumbado sobre las calles abiertas; cuerpos retorcidos de seres humanos y caballos coloreaban los escombros; el gas silbaba como la Serpiente de Todas las Pesadillas por docenas de tuberías rotas. Durante los tres días siguientes, las llamas que no apagaron las lágrimas de los desvalidos y de los heridos, envolvieron cuatrocientas noventa manzanas.
La historia conoce la catástrofe como el Gran Terremoto de San Francisco, pero no es así como la conoce el Pueblo Reloj porque, bueno, el Pueblo Reloj no cree en los terremotos.
Entre las gentes que contemplaban la ardiente devastación desde los cerros circundantes había algunos indios norteamericanos. Eran sobre todo de tribus californianas, aunque había también otros de Nevada y Oregón, y representantes también de los escasos pero famosos siwash, eran en fin los primeros indios urbanizados. Pobres, generalmente desempeñaban trabajos serviles o mal considerados a lo largo de la Barbary Coast. (Hemos de subrayar, sin embargo, que ninguno había acudido a la ciudad por ansia de dinero, no necesitaban dinero en el lugar de donde venían, sino sólo por curiosidad). Los habitantes blancos de San Francisco, acampados en las humeantes cimas de los cerros, contemplaban estupefactos las ruinas. Quizá también a los indios les abrumase el espectáculo, pero ellos parecían como siempre, tan inexcrutables como la otra cara de la moneda. Sin embargo, los indios iban a mostrar también gran conmoción. Fue cuando los incendios quedaron controlados al fin y los ciudadanos empezaron a moverse entre las cenizas aún calientes, cantando, alabando al Señor y gritándose unos a otros sus planes para reconstruir la metrópolis, cuando los indios se quedaron boquiabiertos de asombro. No podían creerlo, sencillamente. No podían comprender lo que veían. Sabían que el hombre blanco carecía de inteligencia, pero ¿se había vuelto loco? ¿Acaso no podían leer los signos más impresionantes y claros? Aún los indios que habían empezado a confiar en el hombre blanco, se sintieron terriblemente desilusionados. ¿Reconstruir la ciudad? Movían la cabeza y murmuraban.
Durante varias semanas, permanecieron allí en el cerro, extraños unidos por la conmoción y el desengaño, así como por un enfoque cultural común de lo que había pasado allí abajo. Luego, a través de comunicaciones cuya naturaleza conocen mejor ellos, algunos de los indios dirigieron la emigración de un pequeño grupo de almas hacia las Sierras, donde en un período de trece lunas llenas crearon la base de una nueva cultura. (O, mejor sería decir, bajo su ímpetu, la vieja base de la Religión de la Vida alumbró inesperados y portentosos brotes).