SE DIRIGIÓ A las colinas proverbiales. La Montañas Cascade quedan al oeste, tras unos treinta kilómetros o más de lechos volcánicos. La lava le resultaba muy familiar. Cada rasguño de sus zapatos le aproximaba más a su niñez. Durante toda la noche, trotó, caminó, descansó, trotó. Al ponerse el sol, le esperaba el monte Shasta, cono de helado de diamante, volcán de vacaciones, adornado (como las grullas chilladoras) con el poder del blanco. Alentándole. Una hora después de amanecer estaba a cubierto bajo los árboles.
Pensaba ir por la senda de la cresta, cruzar los Montes Cascade y seguir luego Sierra Nevada hasta México. En primavera quizá volviese como emigrante clandestino a Norteamérica para trabajar en la cosecha. No eran muchos los granjeros capaces de distinguir a un nipón de un hispano, no con sombrero de paja y el espinazo doblado hacia los nabos. Ay, México quedaba a mil seiscientos kilómetros de distancia, el mes era noviembre, ya había nieve en las cumbres, flop flap cantaban sus zapatos.
Por fortuna, el Chink sabía qué plantas comer y qué bayas, nueces y hongos asar en diminutas hogueras sin apenas humo: Cómo mejor remendarse los zapatos con cortezas. Su viaje siguió bien una semana o más. Luego, del misterioso lugar donde el tiempo habita, llegó cabalgando una poderosa y brusca tormenta. Durante un rato, jugó con él, soplando en sus oídos, aviejando su pelo normalmente negro, colgando copos habilidosamente en la punta de su nariz. Pero la tormenta iba en serio y pronto el Chink, pese a cobijarse bajo un saliente, comprendió que, en comparación, la pasión de aquella tormenta por tormentear convertía en cosa de risa su propio deseo de llegar a México. Nieve nieve nieve nieve nieve. Lo último que una persona ve antes de morir se ve obligado a llevarlo consigo por todas las salas de equipaje de la muerte eterna. El Chink se esforzó por fijar sus ojos en una secoya o al menos en un matorral de gaylussacia, pero todo lo que sus congelados ojos veían era nieve. Y la nieve quería tenderse sobre él con el mismo ansia con que el varón quiere tenderse sobre la mujer.
La tormenta se ensañó con él. Perdió la conciencia esforzándose por pensar en Dios, y pensando en cambio en una radiante mujer que cocinaba ñames.
Le salvaron, claro. Le salvaron los únicos que podían salvarle. Fue descubierto, arrastrado, acostado y descongelado por miembros de una cultura india de Norteamérica a la que, por varias razones, no puede identificarse más que con esta fantástica descripción: Pueblo Reloj.
Quizá no sea fácil aceptar el hecho de la existencia de este pueblo. Podrías leer todos los números del National Geographic desde el año 1 y no hallar paralelo exacto en las características particulares del Pueblo Reloj. Sin embargo, si lo piensas un rato (como hizo Sissy, como hizo el autor) resulta evidente que el proceso civilizador ha dejado bolsas de vacío que sólo podría haber llenado el Pueblo Reloj.